El sol trazaba lentamente su recorrido circular y ahora brillaba desde el oeste. Había algunas personas de las que se acordaba, no sólo de sus nombres, sino también de sus caras. Veía al viejo general Bayraktar, con sus furiosos mostachos, y el asombro en su cara cuando apareció repentinamente en el viejo palacio, hacía muchos años, y sacó a Mahmut del cesto de la ropa sucia para hacerlo sultán. Vio a su tío Selim muerto, en un caftán manchado con la sangre de la Casa de Osmán; y a su concubina favorita, Fátima, viva: gorda, alegre, la que le masajeaba los pies tal como a él le gustaba, y sin esperar nada a cambio. Recordó a otro general que había caído mortalmente, así como las caras de los hombres que había visto, entre la multitud: un sufí con una amable sonrisa, un estudiante presa de la lealtad, agarrando la Bandera del Profeta; un eunuco negro, de rodillas; un jenízaro que le apuntaba con sus dedos, como si fuera una pistola, y le guiñaba el ojo; las pálidas patillas de Calasso, el profesor de equitación piamontés, y los ojos hundidos de Abdul Mecid, su hijo, cuyo pecho era como la cintura de una muchacha; y la barba del Patriarca -¿cómo se llamaba?- que había recibido de sus manos la Cruz al Servicio y murió retorciéndose al extremo de una cuerda bajo el ardiente sol.
Había otra cara, también… Su mano se movió, sus dedos agarraron la borla.
Pero cuando el esclavo llegó, haciendo una reverencia, sin levantar la vista, el sultán Mahmut no podía recordar a quién deseaba ver.
– Un vaso… la medicina, ahí, eso es -dijo.
– El doctor Millingen… -empezó a decir el esclavo.
– … es mi médico. Pero yo soy el sultán. ¡Sirve!
8
– Tenga cuidado con estas escaleras, monsieur. Están muy gastadas… Alguna vez he resbalado ya en ellas.
– ¡Pero sólo al bajarlas, excelencia! Estoy seguro de eso.
Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, frunció el entrecejo y prosiguió su subida por las escaleras del apartamento de Yashim. ¿Estaba el francés dando a entender que se encontraba bebido?
Se llevó una mano a la corbata, como si tocarla lo tranquilizara. Impecablemente almidonada y adecuadamente anudada, la corbata no era, Palieski era vagamente consciente de ello, de la última moda. Como su chaqueta, como sus botas, como su propia posición diplomática, pertenecía a otra época, antes de que Polonia hubiera sido borrada del mapa por las hostiles maniobras de Rusia, Austria y Prusia. Palieski había llegado a Estambul veinticinco años antes, como representante de un país desaparecido. En otros lugares, en otras capitales de Europa, el embajador polaco era sólo un recuerdo diplomático; pero los turcos, el viejo enemigo, lo habían recibido con cortesía.
Lo cual ocurría, pensó frunciendo el ceño, en los días anteriores a que Estambul se viera totalmente invadida por charlatanes, intrigantes y traficantes de todas las nacionalidades y ninguna. Antes de que cualquier francés recién llegado te cogiera por banda y se autoinvitara a cenar.
Pero también, antes de eso, había forjado una amistad con Yashim.
Cómo se habían hecho amigos, seguía siendo un tema de discusión, porque el recuerdo de Yashim del hecho difería del de Palieski; en él había más copas rotas y menos frases en francés. Pero desde entonces «Juntos -había declarado Palieski en una ocasión, lamentándose ante un culín de vodka- hacemos un hombre, entre tú y yo. Porque tú eres un hombre sin pelotas, y yo soy un hombre sin país». Era una declaración de amistad de Palieski.
Ahora Lefèvre se le adelantaba para entrar en la habitación y alargaba la mano.
– Enchanté, monsieur -dijo-. ¡Es muy amable por su parte al recibirnos! Algo huele bien.
No era costumbre de Yashim estrechar manos, pero tomó la de Lefèvre y la apretó cortésmente. Palieski abría la boca para hablar, cuando el francés añadió:
– No estaba en absoluto preparado para una invitación tan generosa.
Era un hombre bajito, de hombros encorvados, de constitución delicada, con una incipiente barba blanca de unos días y una voz que era blanda y sibilante, casi ceceante.
– Pero estoy encantado, monsieur…
– Lefèvre -se adelantó Palieski-. El doctor Lefèvre es arqueólogo, Yashim. Es francés. Estaba seguro de que no te importaría.
– Pues no, claro que no. Es un honor.
Los ojos de Yashim se iluminaron. ¡Un francés a cenar! Eso sí que era un desafío.
Palieski dejó su maletín sobre la mesa y lo abrió con un sonido metálico.
– Champán -anunció, sacando dos botellas verdes-. Procede de un belga del barrio de Pera. Me asegura que pertenece a un envío originalmente destinado a la mesa del sultán Mahmut, de manera que probablemente será una porquería.
– Estoy seguro de que será excelente -dijo Lefèvre a Yashim con una sonrisa afectada.
El embajador lo miró fríamente.
– Yo más bien pienso que la enfermedad del sultán habla por sí misma, Lefèvre. Derrota a los mejores doctores.
– Ah, sí. El inglés, el doctor Millingen. -Las manos de Lefèvre revolotearon hacia su cabeza-. Al cual consulté recientemente. Por un dolor de cabeza.
– ¿Le curó?
Lefèvre enarcó las cejas.
– Uno vive con la esperanza -dijo tristemente.
Palieski asintió.
– Millingen no es demasiado malo como médico. Aunque mató a Byron, por supuesto.
– ¿Byron? -preguntó Yashim.
– Lord Byron, Yash. Un famoso poeta inglés.
Metió la mano en su bolsa.
– Si el champán no es bueno, tengo esto -añadió, sacando una botella más pequeña y pálida que Yashim reconoció inmediatamente-. Byron era un entusiasta de la independencia griega -prosiguió-. Nunca vivió para llegar a disparar un arma, por lo que yo sé. Murió tratando de organizar a los rebeldes griegos en el veinticuatro, en el sitio de Missolonghi. Pilló unas fiebres. Millingen era su médico.
Bebieron el champán en las copas de tulipa de Yashim.
– Burbujea -dijo Lefèvre.
– No por mucho rato -añadió Yashim, observando atentamente la copa-. Doctor Lefèvre, le doy la bienvenida a Estambul.
– La ciudad ordenada por la Naturaleza para ser la capital del mundo. -Lefèvre fijó sus oscuros ojos en Yashim-. Me atrae como si fuera una sirena. No puedo resistir su encanto. -Vació la copa y la posó silenciosamente en la palma de su otra mano-. Je suis archéologue.
Yashim trajo una bandeja en la que había dispuesto una selección de meze… la piel crujiente de una caballa liberada de su carne, y luego rellena de nueces y especias; uskumru dolmasi: algunos pequeños böreks rellenos de queso y eneldo; conchas de mejillón cubriendo una preparación de piñones; karniyarik, pequeñas berenjenas rellenas de cordero especiado; y un platito de kabak cicegi dolmasi, o flores de calabacín rellenas. Todos eran dolma… Es decir, su exterior no daba ninguna pista en cuanto a los tesoros que contenían; y todo ello hecho según recetas perfeccionadas en las cocinas del sultán.
Palieski estaba rumiando sobre su champán. Lefèvre cogió una flor de calabacín y se la metió en la boca.
– ¿Cómo lo diría? -comentó Lefèvre-. Para mí, esta ciudad es como una mujer. Por la mañana es Bizancio. Sabrán ustedes, estoy seguro de ello, qué fue Bizancio, ¿no? No fue nada, un pueblo griego. Por eso Bizancio es joven, carente de arte, muy simple. ¿Sabe ella quién es? ¿Que se alza entre Asia y Europa? Difícilmente. Alejandro vino y se fue. Y Bizancio no recuerda nada.
Su mano se cernió sobre la bandeja.
– Hubo un hombre que apreció su belleza, no obstante. El señor de Jerusalén y Roma.
Palieski enterró su rostro en la copa.
– Constantino, el césar, se enamoró. ¿Qué año… el 375 después de Cristo? Bizancio es suya… Encaja con él. Y la eleva hasta la púrpura imperial, le da su nombre… Constantinopla, la ciudad de Constantino. El nuevo corazón del Imperio romano. Nada es demasiado bueno para ella. Constantino saquea el mundo antiguo como un hombre que colma de joyas a su amante. Le trae los cuatro caballos de bronce de Lisipo, que se alzan actualmente sobre la Piazza San Marco de Venecia. Le trae la Columna de la Serpiente de Delfos. Le trae el tributo del mundo conocido, desde las Columnas de Hércules hasta los desiertos de Arabia.