– Madame Matalya querrá que le devuelvan el bol, Yashim. Lo llevaré abajo… Y estoy un poco cansada.
Cuando se hubo ido, el embajador descorchó el coñac y sirvió dos copas.
– No es la primera vez que me salvas la vida -dijo Yashim.
Palieski lo descartó con un gesto.
– No estoy demasiado ocupado en este momento.
Yashim sonrió. Con el sultán agonizando, la mayor parte de los embajadores estarían rellenando sus informes y tratando de tantear al príncipe heredero. El embajador polaco, en cambio, podía permitirse aguardar los acontecimientos.
– No entiendo completamente por qué te encontré arrastrándote por un túnel, Yashim.
Éste se lo contó. Le habló de la bolita de estaño de Shpëtin y del sifón. Le contó cómo se había perdido en el laberinto, y lo de Xani flotando en el estanque. Le habló también de cómo había escapado.
– Así que Xani está muerto. ¿Lo siguieron hasta el interior del sifón, lo mataron, y luego lo arrojaron por el tubo?
– ¿Qué otra cosa podían hacer? El pequeño estaba observando la puerta desde el otro lado de la calle.
– Los vio entrar… y salir. Sabe quiénes son.
– Pero no puede hablar, Palieski.
El embajador hizo crujir sus nudillos.
Yashim se incorporó apoyándose en un codo.
– Hay otra cosa. Amélie, madame Lefèvre, leyó el Gillius. Y eso le dio una idea.
– ¿Las cabezas de las serpientes?
– Santa Sofía.
Palieski movió negativamente la cabeza.
– No entiendo.
– Gillius menciona las cabezas de las serpientes… Pero aún se encontraban en su lugar en la columna cuando él estuvo allí. Y en la época de Delmonico, también. Ese librito no nos dice nada importante sobre las cabezas de las serpientes, Palieski. Así que, ¿por qué es tan importante para Lefèvre?
– Lo ignoro. Pero, si no fueron las cabezas de las serpientes, ¿para qué habría necesitado a Xani? Y además, ¿por qué fue asesinado Xani también?
Yashim se pasó las manos por el cabello.
– Xani. Amélie. El libro de Gillius. Me siento como si estuviera tratando de recrear un raro y asombroso plato a partir del recuerdo de cuál era su sabor, Palieski. Tenemos todos los ingredientes del plato… Pero el sabor no es el que corresponde. -Levantó la mirada-. Amélie me ha dicho algo hace un rato. Lefèvre era un verdadero doctor. No un doctor en arqueología.
– ¿Un doctor? ¿Y qué?
– No estoy seguro. Hablaba griego fluidamente, también. Griego moderno. Lo aprendió en los años veinte, en las provincias griegas.
– ¿Estás seguro? Había una guerra en marcha en esa época.
– Missolonghi, sí. Eso es lo que me interesa. Tu poeta… Byron, Milligen, su médico.
– Byron -repitió Palieski-. Hoy es jueves, Yashim. Tengo una idea.
– ¿Jueves? -dijo Yashim, frunciendo el entrecejo.
Su cena del jueves era un ritual; pero le quedaba poco tiempo.
– Lo siento, pero no tengo…
– No, no, Yash. No hay problema. Esta noche, por una vez, cenarás en mi casa.
89
Yashim se sintió aliviado de no tener que comprar ni cocinar. Pasaba del mediodía. Se vistió con cuidado, y una hora más tarde se presentó en la puerta del harén del sultán, en el Palacio Topkapi.
Hyacinth emergió de su pequeño cubículo en el corredor y sonrió, mostrando una fila de rojizos dientes.
– Sabía que serías tú -dijo suavemente.
– ¿Está la Valide?
El anciano eunuco meneó la cabeza y adoptó un aspecto serio.
– No recibirá hoy. Un pequeño shock. Está descansando.
– Vamos, Hyacinth -dijo Yashim malhumorado-. Todo el mundo aquí está descansando.
Hyacinth soltó una insegura risita y dio unos golpecitos a Yashim en el pecho con su abanico.
– Parece que es por tu culpa, Yashim -dijo-. Tú y tus pequeños favores.
Yashim parpadeó. Años atrás, cuando había trescientas o más mujeres encerradas en los apartamentos del harén, atendidas por una cohorte de eunucos negros, se esperaba que todo el mundo supiera cuál era la obligación de los demás. Ahora había sólo una persona, la Valide, con un puñado de chicas y algunos ayudantes. Pero algunas cosas no cambiaban nunca.
– ¿El bostanci no la tomó en cuenta?
Las manos de Hyacinth se agitaron en el aire.
– Nunca dije una palabra -insistió, levantando las cejas-. Su Alteza no recibe… a nadie.
Yashim bajó la cabeza; admiraba el brillo del acero que había bajo los gentiles modales del negro. Pero se preguntaba qué ocurriría si trataba de apartarlo a un lado y seguir adelante. Hyacinth, suponía, era más fuerte de lo que aparentaba. Lo invadió una especie de vértigo. No habría ningún hombre de armas saltando hacia delante para hacer cumplir la prohibición; nunca lo había habido. Nunca había sido necesario.
La voz procedente del pasaje era inconfundible. Yashim levantó la mirada, Hyacinth se dio la vuelta rápidamente.
La Valide estaba avanzando, muy lentamente, por el pasillo, sujetando en una mano la empuñadura de un bastón, y la otra alzada hasta el hombro de una muchacha cuyo brazo pasaba alrededor de la cintura de la Valide. Lo que sorprendió a Yashim no fue que la Valide estuviera encorvada, o tuviera un aspecto muy frágil, o que sus nudillos parecieran enormes bajo la delgada piel de sus manos, sino que llevara joyas. Un revoltijo de diamantes en sus orejas y alrededor del cuello, una brillante diadema de perlas, y en el pecho un broche de lapislázuli con una «N» realizada en marfil. Cuando salió a la luz del sol a Yashim le pareció que centelleaba como una hoja después de una tempestad.
Yashim se inclinó.
– ¡El bostancil -La Valide se detuvo y apoyó la mano nerviosamente en el bastón-. Il m'a refusé!
Hyacinth bajó los ojos. Sus manos descansaban sobre su enorme barriga. La muchacha lanzó una mirada asustada a Yashim.
La Valide apoyó ambas manos en la empuñadura de su bastón. Muy lentamente, se irguió.
– ¡Chis!
Levantó la barbilla. Hyacinth y la muchacha se retiraron, haciendo una reverencia.
– Rechazada, Yashim -repitió la Valide con calma-. ¿Por qué no? Soy una vieja, alejada de la sede del poder. El bostanci ya no me teme.
Yashim se le acercó un poco.
– El sultán debería haberse quedado en Topkapi. Mi hijo… -Se miraron-. ¿Cuánto tiempo, Yashim?
– Unos pocos meses -dijo-. Semanas.
La Valide apoyó ambas manos en la empuñadura de su bastón.
– Tan poco tiempo… -suspiró.
Y entonces su labio tembló, y, para asombro de Yashim, la comisura de su boca se levantó en una sonrisa apesadumbrada.
– Hombres -dijo-. Ils font ce qu'ils veulent.
Hacen lo que quieren. Yashim movió la cabeza para expresar su conformidad.
– Mais les femmes, Yashim, hacen lo que deben. -Se dio la vuelta-. ¿Y tú, Yashim? Tú quizás haces lo que necesitamos. Anda, dame el brazo.
Lentamente, sin hablar, emprendieron su camino por el corredor hacia el patio de la Valide.
90
La Valide se recostó en el diván, contra un desordenado montón de cojines.
– El bostanci me ha fatigado, Yashim. No, no te vayas. Tengo algo que decirte. ¿Un café?
Yashim declinó la invitación. La Valide se cubrió las piernas con un chal.
– Me pensaba que moriría de soledad cuando el sultán se trasladó por primera vez a Besiktas. No he estado sola en sesenta años, y me había acostumbrado a tener gente alrededor, en todas partes, en todo momento. Las primeras semanas, me sentí triste, lo confieso. Y tú fuiste muy encantador, visitándome… ¡Incluso aunque sólo quisieras mis novelas! No, no. Estoy bromeando.
»Pero entonces descubrí algo, Yashim. ¿Cómo explicarlo? Mira: hay un pajarillo que viene cada mañana a mi ventana, a buscar comida. Los jardineros me lo enseñaron… Nunca lo había visto antes. ¡Sólo un pajarillo! Puedes reírte, mon ami… pero yo le daba migas de pan.