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Con las piernas cruzadas sobre el diván, Yashim se miró fijamente las manos. Tenía la impresión de que sabía lo que la Valide iba a describir. Años atrás, siendo muy joven, casi un muchacho, había encontrado esperanza.

– Créeme, Yashim, el lugar estaba tranquilo. Un pajarillo… c'est rien. Pero poco a poco empecé a ver que no se trataba en absoluto de un solo pájaro. Había muchos. Y algo más que pájaros. El jardinero me explicó que eran djinns. Dijo: «¡Por fin tienen espacio para respirar!» -La Valide hizo una pausa-. Vengo de una isla supersticiosa, Yashim.

»Me acuerdo de las grandes mujeres que han pasado por estos apartamentos, Yashim. La gente las recuerda. Kosem Sultán. Turhan Sultán. Éstas eran las habitaciones que ellas ocupaban, los corredores que utilizaban. Pienso en ellas, y siento que aún soy la Valide… por ellas. Por todas las mujeres que han vivido aquí, dentro de estas paredes. Muchas, Yashim.

Inclinó la cabeza. Quería decir que cuando uno está gastado e inútil a los ojos del mundo, aún es posible vivir para los demás. Para los vivos o los muertos.

– Sí, Valide -murmuró él-. Lo entiendo.

Ella lo miró con ojos entrecerrados.

– Pienso que sí, Yashim. ¿Qué son djinns, geniecillos? Éstos son privilegios de la edad. Pero, al igual que los pajarillos, éstos son hombres de carne y hueso que habitan en este lugar. Uno los ve más claramente.

«Su mundo se está reduciendo… -pensó Yashim-, las muchachas, los eunucos, nada más. Cada día, el círculo se va haciendo más pequeño.»

– No te imagines que estoy pensando en Hyacinth o en mis esclavas -dijo la Valide-. El sultán y sus pachás quizás pensaban que todo en este palacio dependía de ellos, pero se equivocaron.

– ¿Valide?

– Cada año, el mismo día, alguien pone flores en la columna donde se exhibían las cabezas de rebeldes.

– Ya veo.

– Es sólo un ejemplo. Pero cuando las cosas están tranquilas y claras, y uno observa, descubre que muchas cosas no han cambiado. Yo no he cambiado porque estoy acostumbrada a estas paredes, a estos patios y apartamentos. Exactamente como los guardianes del agua están acostumbrados a reunirse en el arsenal.

Yashim parpadeó.

– ¿Los guardianes del agua?

– Son, tal como lo tengo entendido, el gremio más antiguo de la ciudad. No irían a Besiktas.

Yashim se imaginó el arsenal, una antigua basílica que estaba en el rincón más bajo del primer patio del viejo palacio, y el más público. Había sido usado como almacén y para guardar los tesoros. La última vez que estuvo en su interior, de sus paredes colgaban banderas y estandartes, y muchas picas y alabardas de otra época.

– Pero no comprendo. ¿Por qué se reunirían allí?

La Valide se encogió graciosamente de hombros.

– No por qué, sino cuándo. -Levantó un dedo-. Mañana por la mañana. Celebran una ceremonia para introducir a un nuevo miembro en el gremio.

Observó con satisfacción el asombro de Yashim.

– Tal vez asista -añadió-. Como miembro más antiguo de nuestra Casa, es mi derecho. Pero no soy tan fuerte como antes. Necesitaré ayuda. Quizás, Yashim…

– Estoy a su servicio, Valide -dijo Yashim humildemente.

91

Yashim salió lentamente del palacio. Quedaba poco tiempo, le había dicho a Palieski; pero hasta entonces no había hecho muchos progresos. Se preguntó qué debería hacer a continuación.

Pensó en visitar el hammam, pero en vez de regresar a Fener se encontró nuevamente en el Hipódromo, contemplando la columna rota.

Las serpientes de la columna brotaban de un anillo de bronce, donde se podía leer los nombres de treinta y una ciudades griegas: Atenas, Esparta, Patras, Mecenas y el resto de aquellas enfrentadas ciudades que se aliaron en el 479 a.C. contra el invasor persa. En la batalla de Platea, los persas fueron derrotados por un ejército de griegos, unidos por primera vez realmente.

Para conmemorar esa victoria, las armas y armaduras de bronce de los derrotados persas fueron fundidas y rehechas para fabricar la Columna de la Serpiente. Ésta fue instalada en Delfos, un lugar neutral, la sede del oráculo respetado por todos los griegos por igual. Entrelazadas una sobre otra, las tres serpientes se elevaban al cielo. La unidad hacía la fuerza.

Yashim supuso que si la suerte de la batalla hubiera sido otra, no habría existido ninguna Grecia. Ni filosofía, ni academia; ni Alejandro… ni griegos.

Solemnemente, se apoyó en la barandilla. Doce años antes, los griegos habían tratado de unirse otra vez. ¿Qué le había dicho el doctor Millingen? Que los griegos eran incapaces de trabajar juntos. Missolonghi apenas fue una batalla. Fue un asedio, y los griegos lo habían perdido. Ninguna Columna de la Serpiente podía ser fundida para conmemorar aquellos años.

Pero Lefèvre había estado allí, ¿no? Como médico, igual que Millingen. Trabajando juntos… por una causa.

Yashim apretó la frente contra la barandilla y cerró los ojos. Trató de pensar. Tenía la impresión de que el tiempo se estaba acabando.

– Effendi.

Se dio la vuelta, reconociendo la voz.

– Lo vi cruzar el Hipódromo, effendi.

Yashim sonrió a su amigo. Había comprendido, en la casa del kebab unos días antes, que pronto se encontrarían.

– Me alegro de verte -dijo, y era absolutamente cierto.

Viendo a Murad Eslek de pie ante él, bajo, robusto y sonriendo de oreja a oreja, Yashim comprendió exactamente por qué estaba escrito que iban a encontrarse. Murad Eslek era un hombre que tomaba las cosas tal como venían. Pensó en sus pies. Era eficiente, de fiar: un amigo. Una vez había salvado la vida a Yashim.

Pero, por encima de todo, Murad Eslek era madrugador. Cada día, mucho antes del alba, se encontraba en uno de los jardines del mercado situados más allá de las murallas de la ciudad, supervisando la entrega de verduras y frutas a media docena de mercados callejeros de todo Estambul. Carros y mulas; asnos con cestos; Murad Eslek y sus hombres los llevaban a la ciudad y se ocupaban de su distribución, de manera que cuando Estambul se despertaba, los tenderetes ya estaban montados y, como por arte de magia, llenos a rebosar de todos los productos de la estación.

– Hay algo que quería preguntarte -dijo Yashim-. ¿Tomamos un café juntos?

92

El doctor Millingen cerró su maletín de golpe.

Levantó la mirada hacia la cama, donde el sultán yacía dormitando entre almohadones. Diez granos. Suficiente, y no demasiado. El láudano ayudaba a aliviar el dolor.

El doctor frunció el entrecejo. Cuando le dijo al eunuco que su profesión tenía que ver con los vivos, no con los muertos, estaba diciendo una verdad a medias. A veces personas que estaban bien de salud venían a verlo; él las sangraba y medicaba, y vivían. A veces protegía a personas que, de lo contrario, habrían muerto. Pero su profesión no tenía que ver con los vivos ni con los muertos: tenía que ver con los agonizantes.

Su trabajo era darles valor, o concederles el olvido; porque raras veces era la muerte misma lo que la gente temía. Lo que la mayoría de las personas temían era ver cómo se aproximaba la muerte; como si la muerte en sí fuera fácil, pero agonizar resultara doloroso.

El sultán estaba hundido entre almohadones y su piel entre sus huesos. Parecía de papel. Tenía la boca abierta, un poco torcida; y sus párpados casi estaban morados. Su respiración era tan débil que prácticamente resultaba imperceptible.

Millingen se acercó para poner una mano cerca de la boca del sultán.