Fue su amigo y mentor en la embajada, Ben Fizerly, el primero que observó su cojera y más tarde señaló, con cierta sorna, que ésta parecía trasladarse de un pie al otro; pero pocas personas, cuando veían a Compston por primera vez, con faja o sin ella, asociaban al muchacho de abierta cara rojiza y grandes y blandas manos con el melancólico poeta cuya prematura muerte toda Europa había lamentado.
A Compston no le importaba. Había llegado a esa fase de la pasión de un joven por una idea en que todo lo que miraba se ajustaba a ella y la confirmaba en su mente. Una serie de bucles castaños recordaba los mechones byrónicos; un suspiro, un aspecto byrónico; una seña amistosa de la mano, un gesto byrónico. Sus cartas a casa, a su hermana, se habían vuelto tan repletas de las paradojas byrónicas y burlas escabrosas que ella apenas podía comprenderlas ya. Y su discurso estaba salpicado de citas del Childe Harold. Hasta Fizerly había declarado que Compston se estaba convirtiendo en un completo pelmazo.
Durante la cena -estofado de ternera con salsa de acedera- Yashim se encontró más de una vez repitiendo involuntariamente las opiniones de Fizerly. No fue hasta que Marta hubo quitado los platos y colocado una licorera con oporto sobre la mesa cuando Palieski tosió y condujo al inglés hacia el tema que tenían entre manos.
Compston se llevó la mano a la barbilla y habló de perfil.
– ¿Missolonghi, excelencia? El orgullo… y la vergüenza, de Grecia. -Suspiró-. El sultán había traído los ejércitos de Egipto a Grecia, como usted recordará. Se unieron a los albaneses, e Ibrahim Pachá hizo retroceder a los griegos hasta ese desolado lugar, tan sólo una marisma realmente, que corría a lo largo de la playa, y allí durante un año, la bandera de la libertad ondeó sobre la desdichada ciudad, hecha pedazos por la artillería egipcia, y aislada de toda esperanza de ayuda.
Se sirvió una copa de oporto.
– Con frecuencia, trato de imaginarlo. Hay un poquito de costa allí de donde vengo, Burnham Overy, con kilómetros enteros de dunas. Imaginen simplemente a Burnham Overy con palmeras; pues eso es Missolonghi. Más cálido que Burnham Overy, desde luego. ¡De lo contrario, no crecerían las palmeras!
– En efecto -murmuró Palieski.
– Por supuesto, no tenemos griegos en Norfolk, tampoco. Hay uno o dos en Norwich. Creo que sí tenemos algunos judíos. Un montón de fugitivos griegos… ¡Habrían causado un verdadero revuelo! Sin la menor duda.
Vació de un trago su copa y miró fijamente la licorera.
Yashim soltó una ligera tosecita.
– Missolonghi, Mr. Compston.
– Sí, por supuesto. Missolonghi… Había miles de griegos rebeldes allí, hombres con sus mujeres y sus hijos. La ciudad no era gran cosa. Demasiadas tiendas de campaña. Todo protegido por un talud de tierra. Y cada día morían, como el propio lord Byron, de cólera, de hambre, por la artillería egipcia. -Entrecerró los ojos mirando su copa-. No se parecía mucho a Burnham Overy, la verdad -añadió.
– ¿No podían romper el cerco?
– Así es, monsieur, no podían. En primer lugar, Ibrahim los había rodeado. En segundo… Bueno, los griegos estaban divididos entre ellos, pese a los nobles esfuerzos de lord Byron por lograr la reconciliación. Da la casualidad que yo pienso que eso fue lo que lo mató… Era demasiado generoso con su energía y su tiempo, por no hablar de su dinero. Entrenó a los suliotas para luchar como verdaderos soldados. Trató de apaciguar las rivalidades entre las facciones. -Compston se frotó un ojo con el dedo-. ¡Qué paciencia la de aquel hombre! Sabía lo estúpidos que los griegos pueden ser, pero nunca se quejaba. Al menos ante su propia cara. Murió por tener un corazón noble.
Yashim inclinó la cabeza.
– He oído que murió de fiebre, y por incompetencia médica.
Compston parecía agraviado.
– Bueno, eso por supuesto. Pero no deberíamos acusar a los doctores. Realmente no. Supongo que hicieron lo que pudieron -añadió amargamente.
Palieski carraspeó suavemente.
– ¿Más oporto, Mr. Compston?
– El doctor Millingen atiende al sultán ahora -señaló Yashim.
– Sí. Pero había otros.
– Eso he oído… ¿Stephanitzes, quizás? ¿El doctor Lefèvre?
– ¿Lefèvre? -Compston frunció el ceño y negó con la cabeza-. Stephanitzes era el único griego entre ellos. Jenkins, Bruno. -Compston había olvidado su pose byrónica, y ahora se estaba inclinando hacia delante, frunciendo el entrecejo, como un niño tratando de recordar su lección-. Y el pobre Meyer, también.
– ¿El pobre Meyer?
– Bueno, desgraciado. Un suizo. Byron decía que no tenía modales. Le prohibió ir a su casa. Meyer editaba una especie de revista. Chronica Hellenica, creo. Él y Byron tenían diferencias sobre la publicación.
– ¿Y qué les pasó a todos…? ¿Después de la muerte de Byron, quiero decir? Al final.
– Estoy seguro de que usted sabe, monsieur, cómo acabó Missolonghi. Se vieron reducidos a roer huesos, así que decidieron romper el cerco. Dos mil rebeldes consiguieron atravesar las líneas turcas, y escapar a las colinas. Los demás… Me temo que perdieron los nervios. Dieron la vuelta y huyeron hacia Missolonghi nuevamente. Ibrahim vio su oportunidad. Dio rienda suelta a su ejército. Albaneses y egipcios. Terribles, terribles tiempos -terminó Compston vagamente.
– Pero ¿los médicos, como Millingen, consiguieron escapar?
– En su mayor parte. Millingen fue capturado un año más tarde, por la gente de usted. Se pasó un tiempo en prisión, luego salió y vino aquí. Stephanitzes… no lo sé. Oh, Meyer no lo consiguió, desde luego.
– ¿El suizo insoportable?
– Así es. No tan insoportable, diría -añadió Compston con guiño hacia el oporto-. Según cartas de lord Byron, Meyer sedujo a una muchacha en Missolonghi. -Se golpeó la rodilla-. Ahora que me acuerdo, tuvimos un caso parecido en Burnham Overy hace unos años. Provocó muchos odios. El padre lo arregló, finalmente. De la misma manera que lo hizo Byron, en cuanto tuvo noticias del asunto… Quiero decir el de Missolonghi. Byron nunca vino a Burnham Overy. Meyer quería fanfarronear, pero Byron le envió a los suliotas. Un ojo a la funerala, un par de dientes menos y prácticamente fue arrastrado al altar. Bien hecho, de veras… Byron lo veía como una cuestión de moral.
– Así que, ¿qué le ocurrió a él? -quiso saber Yashim.
– ¿Al tipo de Burnham Overy?
– A Meyer.
– Se casó con la chica.
– Quiero decir después -dijo Yashim, con infinita paciencia.
– Oh, ya veo lo que está buscando. No, no escapó. Debió morir en la matanza general que siguió a la caída de la ciudad. -Compston frunció el ceño y se sentó un poco más derecho-. Un momento más bien ignominioso de su historia, diría yo.
– No estoy seguro de que la guerra beneficie jamás la imagen de nadie. Excepto en el caso de su amigo Byron, por supuesto.
– Byron es un caso especial, monsieur. -Compston sacó un gran pañuelo de encaje y se sonó-. N'eso consiste el genio, supongo -dijo gangueando.
Estaba sentado, taciturno y abatido, contemplando la pulida mesa. Sus párpados se agitaron y cerraron; y luego, muy lentamente, se fue desplomando hacia delante, apoyó la frente en la mesa y comenzó a roncar.
Palieski y Yashim lo miraron en silencio.
– ¡Oh! Iba a ofrecerle un café. ¿Yashim?
Tomaron su café en el asiento de la ventana, tras darle la vuelta a la cabeza de Compston para que su nariz no se aplastara contra la mesa de caoba. Fuera estaba oscuro, el lejano sonido de los ladridos de los perros se mezclaba con el lento retumbar de los ronquidos del joven inglés.