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– ¡Pobre Byron! -exclamó el embajador-. En un momento dado, el tipo tiene un dolor de cabeza (quién no lo tendría con todos esos griegos dándole por todas partes), y al siguiente, está muerto. Sangrado y purgado por una pandilla de matasanos. No tenía ninguna oportunidad.

– No. ¿Quizás fue deliberado?

– ¿Deliberado? No, no. Los doctores se pasan su vida profesional matando a la gente. Es lo que hacen.

– Aun así -dijo Yashim-, Millingen estaba en Missolonghi por la causa griega. La muerte de Byron llevó a la independencia griega. Unió a los europeos.

– Profundo, Yashim. Me gusta. Profundo, improbable, pero vale la pena considerarlo. Estás empezando a pensar como un polaco.

Yashim esbozó una sonrisa.

– Tú crees que es ridículo.

– No del todo. Un elegante doctor escocés que accidentalmente deja que el más grande poeta inglés vivo muera por su causa. No es una tarjeta de visita en Mayfair, ¿verdad? Millingen debe de haber venido aquí porque no podría encontrar un paciente en Europa. La reputación de Byron era legendaria. Pero Millingen se siente a salvo aquí. Vosotros, los otomanos (eso es lo que os hace tan encantadores), no distinguiríais a Byron de una jeringuilla. Tú mismo me dijiste eso.

Yashim asintió.

– He estado pensando al respecto -dijo. Tomó un sorbo de café-. No distinguiríamos al doctor Meyer, para el caso, si de repente apareciera en Estambul.

– ¿Meyer?

– El doctor que Byron no podía soportar. El hombre que no consiguió escapar.

Palieski medio giró la cabeza.

– Tal como dice Compston, Yashim, fue una matanza.

– Una matanza. A veces, en la confusión, la gente tiene una oportunidad de huir.

Palieski asintió.

– Cierto. Escondidos bajo el agua, respirando por una caña. O haciéndose el muerto. Caídos en una fosa común. Escabullèndose cuando los enemigos se han ido. Ese tipo de cosas.

Yashim se encogió de hombros.

– Meyer sobrevive. Y doce años más tarde, viene a Estambul.

– Muy bien.

– Tiene dolor de cabeza. Consulta a un médico… Millingen. El doctor Millingen lo recordaba.

Palieski cerró pausadamente los ojos. Y negó con la cabeza.

– ¿Por qué consulta a un médico si él lo es?

– Lo ignoro. Pero eso es exactamente lo que Lefèvre hizo… Él nos lo dijo así.

Una mirada de dolor cruzó por el rostro del embajador. Se dejó caer hacia atrás apoyándose contra el marco de la ventana.

– Yashim.

– El doctor Meyer era el único que sentía interés por la arqueología griega. Ese que desagradaba a Byron nada más verlo.

Palieski contempló el techo.

– A ti tampoco te gustó Lefèvre a primera vista -insistió Yashim-. Y luego está el truco de la moneda que aprendieron los dos, uno del otro. Lefèvre lo hacía. Millingen lo hace.

Palieski lanzó un silbido de asombro.

– ¿Tú piensas que Meyer y Lefèvre son la misma persona?

– Hay un par de cosas que aún no comprendo… Pero sí, tiene sentido.

– No puedes criticar el juicio de lord Byron, si ése es el caso. Pero ¿por qué? ¿Por qué cambiar de nombre y todo eso?

– Aún no lo sé -confesó Yashim-. Si lo supiera, tendría la respuesta a cómo murió.

– ¿Y por qué descubrirse ante Millingen -preguntó Palieski- el hombre que aún podía demostrar quién era?

Yashim entrelazó las manos.

– Míralo así. ¿Qué estaba haciendo Lefèvre los días previos a su muerte?

– Leer viejos libros. Asustarse. ¿Qué más?

– Negociar, eso es lo que Malakian pensaba. Lefèvre tenía algo que podía vender.

– ¿O comprar?

Yashim movió la cabeza negativamente.

– No es tan probable. A fin de cuentas, no le quedaba dinero.

Palieski hizo una profunda aspiración.

– Pero no guardaba nada de valor, tampoco, excepto aquel librito. Y eso no vale tanto.

– No necesariamente estaba en posesión de lo que se disponía a vender. O todavía no.

– Muy bien. Pero ¿por qué se descubrió y fue a ver a Millingen?

Palieski se levantó de la silla y se dirigió a la puerta.

– ¡Marta! ¡Coñac!

Se quedó junto a la puerta, escuchando. Luego regresó y volvió a dejarse caer pesadamente en la silla.

– He dicho que estabas pensando como un polaco, Yashim, y no exagero. Toma una de éstas -añadió cuando Marta trajo la bandeja a la habitación-. Gracias, Marta.

Marta sonrió y sirvió dos copas de coñac. Cuando la puerta se cerró, Yashim dijo:

– La Hetira es una sociedad dedicada a la restauración del Imperio griego. Ésa es la Gran Idea. Pero restauración significa curar, también. Restaurar la salud.

Palieski hizo una mueca.

– ¿Una sociedad de médicos?

– Millingen estuvo en Missolonghi por una causa, ¿no? Sabemos que Stephanitzes estaba, y era el único griego entre ellos. Bruno trabajaba para Byron: seguía al poeta. Meyer editaba Chronica Hellenica. Quizás creía en La Gran Idea, o quizás simplemente esperaba una recompensa cuando el reino se estableciera.

– Eso encaja -dijo Palieski-. Maldita sea, Yashim. Los doctores ingleses no van por ahí asesinando a la gente.

– No tengo ni idea -observó Yashim-. Pero Lefèvre también visitó a otro hombre antes de que lo mataran. A Mavrogordato.

– ¡Eso es! -Palieski se dio una palmada en el muslo-. El banquero griego, el propietario de barcos, lo que sea. Sabía dónde encontrar a Lefèvre aquella noche… Tú le habías comprado un pasaje en uno de sus barcos. Esos banqueros están haciendo las cosas bastante bien, no quieren poner en peligro el barco. Llega Lefèvre, balbuceando cosas sobre las reliquias, y Mavro gordato siente pánico. Utiliza su riqueza e influencia para que se ocupen de todo el asunto discretamente.

Yashim suspiró.

– Yo no calificaría de «discreto» ninguno de esos asesinatos. Si Mavrogordato quería que mataran a Lèfevre, ¿por qué su mujer, madame Mavrogordato, me llamó para que investigara por ahí? El hombre no estornuda sin permiso de su mujer. Él no organizaría a un grupo de asesinos por su cuenta. Ella sí. Pero entonces no me habría llamado.

– ¡Caray, Yash! ¿Por qué, en nombre de Dios, te llamó ella?

– Exactamente. ¿Por qué estaba tan interesada en Lefèvre? -Yashim juntó las yemas de sus dedos-. Algo debió de confundirla.

– ¿Confundirla?

– No creo que Lefèvre fuera balbuceando a su marido cosas sobre reliquias. Mavrogordato se lo hubiera contado a ella, en tal caso. Había algo en Lefèvre que ella quería saber… algo que Mavrogordato no podía decirle. No porque no quisiera… Le contaba todo lo que sabía. No tenía secretos.

– Sigue largando, Yashim.

Éste sonrió.

– No tengo la respuesta, amigo mío, al menos todavía no.

– Pero ¿tienes una idea?

Yashim asintió pensativamente.

– Sí. Sí, tengo una idea.

Compston soltó un sonoro ronquido, y rodó lateralmente en su silla, cayendo finalmente al suelo.

Se incorporó, con los ojos nublados, frotándose la cabeza.

– Yo… no dormía -murmuró automáticamente.

95

La Valide se inclina hacia delante. Algunas cosas, se dice a sí misma, no cambian. No deben hacerlo. Yo no lo creía cuando era joven. Luchaba con las ancianas. Las escandalizaba. Pero ahora lo veo claramente. Éste es mi papel.

Está atenta a una posible desviación. Puede recordar su última visita: la compara con ésta.

Ahora bebe el agua pura de la copa, y ahora mete su pan en un plato de sal, para demostrar su fraternidad.

El guardián del agua cruza los brazos planos contra su pecho.

Se inclina ante el nuevo recluta. Hay manchas de color en sus mejillas.

El sou naziry, el jefe del gremio de guardianes, levanta las manos.