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– El agua es vida.

– El agua es vida -responde el nuevo recluta con voz firme.

– Es la bendición del espíritu.

– Y el espíritu está en Dios -replica el otro.

– Bendito sea, el Misericordioso, el Creador.

– Y que su bendición caiga sobre nosotros, como la lluvia.

El sou naziry se adelanta y posa sus manos en los hombros del discípulo. Lo besa tres veces.

La Valide casi sonríe; le recuerda a los caballeros de la Martinica.

Mira a su alrededor, para compartir su sonrisa con Yashim.

Pero Yashim no está allí.

96

La Valide frunció el entrecejo. Habían transcurrido unos minutos. Concluidas las plegarias, los guardianes del agua estaban empezando a desfilar hacia el patio a través de las grandes puertas, bajo la mirada vigilante del sou naziry. Dentro de unos momentos, vendrían y presentarían sus salaams al biombo purdah. ¡Era realmente demasiado! ¿Dónde estaba Yashim?

Miró a su alrededor, justo a tiempo de verlo salir de una diminuta puerta entre dos de las grandes pilastras de la vieja iglesia. El biombo, observó con alivio, lo ocultaba de los guardianes del agua. Se estaba frotando las rodillas, que tenía cubiertas de barro endurecido, y el dobladillo de su capa parecía estar húmedo.

Yashim ofreció a la Valide la más afable de las sonrisas e hizo una reverencia.

La Valide frunció el ceño.

– ¿Dónde has estado, scélérat? -siseó.

Yashim tendió las manos.

– Vi una puerta, la crucé… Nunca había estado aquí en el pasado.

La sombra del sou naziry se transparentaba a través del biombo.

– ¡Valide! Tu fragante presencia aquí, en este día, implica mucho honor para nosotros. Se sabrá que la compañía del sou yolci no fue olvidada, por tu gracia.

La expresión del rostro de la Valide se suavizó.

– Eres muy amable, naziry. No olvido que, de todos los tesoros de Estambul, el que tú guardas es el más precioso para el pueblo.

– Valide, por tu boca habla la verdad. ¿No está escrito que, de todas las cosas vivientes, el agua es el principio vital?

– Está escrito -replicó la Valide. Yashim reprimió una sonrisa. Dudaba, en su corazón, de que la Valide realmente lo supiera-. Tengo un sirviente, naziry.

– ¿Sí, Valide?

La voz del sou naziry sonaba ligeramente desconcertada.

– Yashim, se llama. Es un lala. Es un hombre honesto, y desea hablar contigo.

Hizo un gesto a Yashim para que se adelantara, y sus brazaletes tintinearon.

Yashim salió de detrás del biombo y agachó la cabeza. El naziry contestó con un leve asentimiento de la cabeza y luego levantó las manos.

– Me perdonarás, Valide, pero no tengo tiempo para el lala ahora -dijo-. Los próximos dos días tengo que inspeccionar los codos de las cañerías. A mi regreso…

Se inclinó ante el biombo. La Valide no dijo nada.

97

Yashim metió las verduras en su cesto y sacó el dinero de la bolsa.

– Sí, sí, sí… ¡No se ofenda, effendi! Pero esta moneda es pequeña… Mire, cinco piastras más, y haremos trato. -El hermano saltaba de un pie al otro, con una mano estirada, mirando arriba y abajo de la calle-. ¡Ya vengo, hanum! Cinco piastras, effendi.

Yashim sintió un punto de irritación mientras contaba las diminutas monedas.

Al regresar a su apartamento no se sorprendió de hallar a Amélie en el diván, leyendo un libro.

– Esperaba que volvieras -dijo ella.

– Preparaste el fogón.

– Por si lo necesitabas…

– Sí. Voy a hacer un arroz pilaf -dijo él-. No te muevas. Sigue leyendo tu libro.

Peló dos cebollas, las cortó muy finas y las echó junto con un puñado de piñones en una sartén con aceite de oliva, y puso ésta sobre las brasas. Quitó la piel a dos dientes de ajo, los cortó toscamente y los añadió a la cebolla con la parte plana de la hoja. Luego dejó caer dos puñados de arroz en la sartén y lo removió todo cuando el arroz empezó a pegarse. De manera que sacó la sartén de las brasas y miró dentro de la olla, que estaba empezando a humear. Dejó que siguiera hasta hervir.

Amélie lo estaba observando.

– A Max nunca le gustó cocinar -dijo la mujer-. No tenía paladar. Quizás, sabes, por eso no le gustaba besar.

Yashim volvió a colocar el arroz en el fuego y le echó un poco de caldo.

– Ciertamente eso explica algo -murmuró.

Cuando ella le preguntó qué quería decir, él le habló sobre los dolma que le había ofrecido a su marido.

Amélie se rió.

– Escogiste al francés equivocado.

El arroz se estaba secando. Yashim añadió algunos cucharones más de caldo a la sartén, y lo removió todo.

– Creo que era suizo -dijo cuidadosamente.

Amélie se quedó en silencio durante un rato. Yashim añadió sal, pimienta y una pizca de canela al arroz, y lo cubrió con una tapa en forma de cúpula.

– ¿Te habló sobre su estancia en Grecia?

– Oh, sí. Vio el Partenón, y Epidauro en el Peloponeso. Decía que había mucho más esperando a ser desenterrado… y, gracias a Dios, Napoleón había invadido Egipto, ¡no Grecia!

– Pero tuvo una guerra allí, a pesar de todo -dijo Yashim-. Si es que fue allá por los años veinte.

– Nunca me habló mucho al respecto -dijo Amélie.

– ¿Y qué hay de Byron? ¿Mencionó Missolonghi?

– ¿Fue ahí donde murió Byron? No. Max nunca dijo nada sobre eso.

– ¿Así que nunca dijo nada sobre el doctor Millingen… o el doctor Meyer?

Yashim recortó los tallos de cuatro alcachofas pequeñas y las puso a cocer al vapor, sobre el caldo. Miró a su alrededor.

Amélie se estaba sosteniendo la cabeza con la mano, como si estuviera inmersa en sus pensamientos.

– ¿Millingen? -Levantó la mirada rápidamente, a tiempo de que Yashim observara un pequeño rubor que se iba desapareciendo de sus mejillas-. ¿El médico del sultán?

Yashim estaba de pie con el cuchillo en una mano, la alcachofa en la otra.

– Yo… -La mujer soltó una risita-. Lo conocí justo ayer. ¿No es una coincidencia?

– Extraordinaria -reconoció Yashim y dedicó nuevamente su atención a cortar la alcachofa.

– No quería contártelo… Pensé que te enfadarías conmigo.

Yashim empezó a cortar a rodajas la alcachofa.

– Estaba clavada aquí sin nada que hacer, así que decidí salir y echar una ojeada a Santa Sofía. Me temo que me entusiasmé un poco, y olvidé que los cristianos no son bien recibidos en una mezquita.

– Eso depende de la mezquita -dijo Yashim-. Pero Santa Sofía… No. Una no creyente… y mujer… sola. ¿Estabas sola?

– Fue descuidado por mi parte. Lo siento. Espero no haberte ofendido.

Yashim bajó la mirada hacia la tabla de cocina.

– No -dijo-. ¿Qué sucedió?

– Me expulsaron, fue espantoso… No estaba segura de lo que iban a hacerme. Entonces se acercó un carruaje y fui a parar dentro.

– Ya veo. ¿Y el doctor Millingen?

– Era su carruaje. Me trajo aquí.

Yashim apretó los labios suavemente, inmerso en sus pensamientos.

– ¿Vino directamente aquí, desde Santa Sofía?

– Sí. El doctor se mostró perfectamente caballeroso, muy rígido e inglés. Tenía prisa. Yo pensé que tú te enfurecerías… Y además no estabas aquí. Y cuando volviste, estabas medio muerto, y, bueno, ya conoces el resto. Olvidé el asunto hasta ahora.

Yashim levantó la tabla y empujó las rodajas de alcachofa a la sartén con los dedos. Sentía un hormigueo en la nuca.