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La gobernanta imperial avanzó y ocupó su lugar al lado de la Valide, permaneciendo inmóvil con los brazos cruzados y los ojos bajos. La primera mujer del sultán, madre del príncipe heredero y futura Valide, se deslizó en la habitación como un cisne. Con una elegante reverencia, se aproximó a su imperial suegra y tocó el borde de su túnica con una mano. En señal de respeto y obediencia, hizo el gesto de rozar el dobladillo con los labios y lo acercó a su frente.

– ¿Cómo está Mecid, nuestro imperial nieto, hija?

– Está orando por su buena salud, Valide.

Las restantes tres kadineffendis se acercaron discretamente a saludar a su suegra, una a una, inclinándose y llevando el borde de su vestido hasta sus labios. Se movían con graciosa calma, silenciosas y sin apresurarse, y dando un paso atrás se quedaron esperando. La Valide les habló amablemente, y ellas enrojecieron y sonrieron. Contemplando sus hermosas caras, sus bonitas sonrisas, ella sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

Dos muchachas la ayudaron a ponerse de pie. Las kadineffendis se inclinaron recatadamente, y la Valide posó su mano sobre el brazo del aga.

– Allons -dijo.

Sintió que el corazón le palpitaba en el pecho.

Las puertas se abrieron silenciosamente al aproximarse la curiosa pareja, el Eunuco Negro con la diminuta mujer blanca que colgaba de su brazo, dando lentos, cuidadosos pasos a través del encerado parqué. A monótonos intervalos, la Valide miraba hacia abajo, al Bosforo, a través de las ventanas tapadas con gruesas cortinas… Una escena de actividad que era a la vez vigorosa, silenciosa y remota. Finalmente la Valide entró en el dormitorio del sultán.

Los postigos estaban medio cerrados para proteger la estancia del resplandor del sol, y por un momento la Valide hizo una pausa en el umbral, mirando a su alrededor. Cruzó lentamente la habitación hasta la cama. El aga trajo una silla, y, cuando se sentó, la mujer buscó a tientas en la colcha la mano de su hijo.

La encontró, huesuda y fría. Por un momento su corazón dejó de latir, pero luego sintió el débil apretón que le devolvían los dedos del enfermo, y vio que las almohadas se retorcían cuando él volvió la cabeza.

Durante mucho rato ninguno de los dos dijo una palabra.

– Mi pequeño león -dijo la Valide por fin, se le acercó y deslizó los dedos de su otra mano por la frente de su hijo, apartándole un mechón de cabello.

– Madre.

La Valide apretó su mano.

– Courage, siempre -susurró.

Nunca debería ser así, pensó; el viejo no aporta ningún consuelo al agonizante.

Una madre no debe enterrar a su hijo.

Los ojos del sultán se apartaron de los suyos.

– Él no viene.

La Valide no dijo nada. El príncipe heredero era joven y sin embargo tenía miedo de la muerte.

El sultán cambió ligeramente de posición bajo las ropas.

– Hay muchas cosas que él no puede comprender, Valide.

Respiraba con dificultad, y hablar representaba un esfuerzo penoso, pero habló durante varios minutos, sin soltar la mano de su madre, descargando su corazón.

La Valide le escuchaba en silencio.

– Con la ayuda de Dios -dijo ella finalmente-, el pueblo permanecerá quieto.

Ella sintió la presión de los dedos de su hijo cuando apretaban los suyos.

100

George Compston cogió la nota y le dio vueltas en las manos. Cruzó la embajada dándose golpecitos con ella en los dientes, buscando a Fizerly.

Lo encontró con los pies sobre la mesa, frotándose el bigote con aceite de oliva. Se sorprendió al ver a Compston.

– He recibido una nota -dijo Compston despreocupadamente.

Fizerly balanceó sus piernas hasta el suelo.

– ¿Es guapa?

Compston abrió la nota, la leyó rápidamente y enrojeció.

– Me temo que esto ha de quedar entre yo y estas cuatro paredes, viejo -dijo con una voz quebrada.

Fizerly se encogió de hombros. Hacía un calor infernal.

Compston volvió a leer la nota. ¡Había despertado interés allí! Un turco entusiasta de Byron… ¿Qué más? Era de aquel eunuco, Yashim.

101

El sou naziry bajó deslizándose de su caballo y le pasó las riendas a un aprendiz. Se arrodilló sobre el borde del tanque y sumergió las manos en la fría agua: había sido un caluroso paseo a caballo, incluso bajo los árboles. Se quitó el polvo del camino de su rostro y cogote. Leke le ofreció una toalla.

– No veo nada malo en los niveles -dijo el sou naziry.

Hizo una bola con la toalla y se la arrojó a Leke. Las represas habían tenido exactamente la medida que él imaginaba. Habían sufrido una caída de quince centímetros. Normal para aquella época del año.

– A las viejas les gusta propagar esa clase de rumores -añadió-. Un sultán está a punto de morir, y piensan que el cielo les va a caer sobre sus cabezas.

La sombra era negra bajo los árboles. No había viento, pero los bosques exhalaban un refrescante frescor y el mensual paseo a caballo le había despertado el apetito al sou naziry. Sería agradable sentarse en la linde del bosque y comer.

Los guardabosques habían preparado el acostumbrado refrigerio. Se montó una tienda negra sobre la hierba, con alfombras y bandejas de plata, así como jarras de sorbete hecho de endrinas y naranjas amargas, tapadas con una gasa, con pesos atados a los bordes para mantenerlas tirantes. A un lado crepitaba el fuego bajo un trípode, donde el cocinero estaba preparando un bulgur pilaff; dos de los guardabosques estaban agachados junto al tandir. Mucho antes del alba habían empezado a hacer y cuidar el fuego, trayendo leña y troncos, reduciendo toda la madera a una pila de incandescentes brasas. El pozo que habían excavado era invisible, bajo una cubierta de barro cocido y palos.

El cocinero había seleccionado un cordero del rebaño el día anterior. Había desollado y destripado al animal, lo mechó con ajos antes de frotarlo con una mezcla de yogur y tomates, cebolla y ajo machacados, coriandro y comino. Al alba, cuando el fuego empezaba a bajar, ataron el cordero a una estaca y lo bajaron sobre el pozo, dejando que la carne se fuera hundiendo más y más a medida que avanzaba la mañana, hasta que estuvo cociéndose bajo tierra, sellada por una improvisada tapa.

Uno de los guardabosques levantó la mirada. Reconociendo al naziry, hizo un gesto a su compañero, y los dos hombres levantaron cuidadosamente la tapa. El naziry vio emerger del pozo el ligerísimo hilillo de humo. Apartando la tapa, el guardabosques se inclinó hacia delante y con un centelleo de su cuchillo le quitó al cordero uno de sus riñones, que le ofreció al naziry en la punta de la hoja. El naziry cogió el humeante bocado con los dedos y se lo comió con deleite, de pie junto al pozo, mirando hacia el resplandeciente fuego.

Los hombres, igual que los animales, tienen miedo al fuego, pensó el naziry. Pero el fuego mismo tenía miedo del naziry. El fuego tenía miedo del agua.

Uno de los guardabosques bostezó. Sostenía una rama verde, que agitaba suavemente sobre la carne asada para ahuyentar las moscas.

El naziry se instaló en la alfombra, cruzando las piernas debajo del cuerpo, y observó cómo los hombres sacaban el cordero del tandir. Más allá, la luz del sol brillaba sobre la superficie del acueducto; las ranas croaban entre los cañaverales; las golondrinas rozaban el agua y se alzaban gorjeando y piando en el aire. Un sirviente cogió una bandeja y la limpió cuidadosamente con un trapo. El cocinero asintió.