Éste dispuso unos bocados y un poco de arroz sobre la bandeja, luego tomó el largo cuchillo que colgaba de su cinto y empezó a cortar la carne.
Un jinete llegó por la pista y emergió de los árboles. Al ver la tienda y la humeante carne, tiró de las riendas e hizo una inclinación desde la silla.
El sou naziry levantó una mano a guisa de saludo.
– Que aproveche, effendi -dijo el extraño educadamente.
El naziry vaciló. Había algo familiar en el jinete; tenía la impresión de que ya se habían conocido, pero no podía recordar dónde.
– Gracias -dijo.
El extraño se deslizó de la silla. Sosteniendo las riendas en la mano, dijo:
– Perdóneme, naziry. No le reconocí en la sombra. Yo soy Yashim. Ayer asistí a la Valide, en la ceremonia de admisión.
El naziry ya había recordado quién era.
– Yashim, por supuesto. -Desvió su mirada hacia el cordero-. Acompáñenos, por favor.
Ahora fue Yashim el que vaciló.
– Es usted sumamente generoso, naziry, pero no tengo intención de entrometerme -dijo.
– Es carne -dijo el naziry, con un gesto hacia el cordero-. Y usted ha cabalgado mucho rato.
Hizo un gesto al syce para que se hiciera cargo del caballo de Yashim.
Éste tomó asiento, y otra bandeja de pilaf y cordero fue traída a la tienda. Los dos hombres comieron rápidamente, en silencio. Después llegaron rodajas de sandía rojo sangre, dulce y refrescante. Una o dos veces, Yashim observó que el naziry lo miraba con curiosidad por el rabillo del ojo.
Un criado trajo agua, y se lavaron las manos.
El café fue servido en una bandeja, con un tchibouk.
– Hace muchos años que no vengo por aquí -confesó finalmente Yashim-. Ése es el acueducto construido por Sinán, ¿no es verdad?
El naziry lanzó un gruñido.
– Es un acueducto, como otro cualquiera. Sinán lo reparó, bajo nuestra dirección.
«¡Bajo nuestra dirección!» Magnífica frase, pensó Yashim, porque la carrera de Sinán como arquitecto se había iniciado casi trescientos años antes.
– ¿Existía ya entonces?
El naziry asintió.
– Era más pequeño, creo, en la época griega.
Yashim sonrió.
– No me había dado cuenta, naziry, de que el gremio tuviera tan larga memoria.
El naziry parecía sorprendido.
– ¿Y cómo iba a ser de otro modo? -Echó una bocanada de humo de su pipa-. Griego o turco, un hombre necesita agua para vivir.
– Naturalmente.
– Para un pueblo, basta con construir un pozo. Pero ¿y para una ciudad? La gente tiene que lavarse, beber y guisar comida.
Yashim asintió con la cabeza.
– ¿Y cómo hacen los hombres una ciudad? ¿Piensa usted que un sultán da una palmada con las manos, y ella aparece, como el palacio de un djinn? No, ni siquiera un sultán puede hacer esto. Agua. Agua para construir una ciudad. Y agua para defenderla, también.
– ¿Defenderla?
– Por supuesto. Grandes murallas, bravos soldados, incluso un sultán juicioso al mando… Estas cosas pueden retrasar la caída de una ciudad. Pero el agua es lo que decide la batalla.
Yashim meditó sobre la observación del naziry.
– Estambul es vulnerable, entonces -dijo.
El naziry enarcó una ceja.
– No es tan vulnerable como podría usted suponer, Yashim. Ésa es nuestra responsabilidad. Pero, sin nosotros, la ciudad es polvo. No puede comer. No puede vivir. Y esto -añadió, apuntando con el cañón de su pipa hacia el resplandeciente acueducto- es la sangre de Estambul.
Yashim miró la reluciente agua. Los guardabosques y los hombres del naziry estaban en cuclillas en círculo, compartiendo el resto del arroz y la carne.
– Los hombres del gremio -empezó a decir Yashim- son todos albaneses, ¿no es verdad?
El naziry hizo un gesto de rechazo.
– Son unos hombres que se comprenden mutuamente, eso es todo. -Permaneció en silencio un momento-. Pero sí, todos tenemos un don. ¿Es porque procedemos de las montañas, que comprendemos la caída del agua y la medida de las distancias? No sé por qué es, pero Dios asigna a cada raza una tarea especial. Un búlgaro conoce su rebaño de ovejas. Un serbio siempre puede luchar. Un griego sabe hablar y un turco permanecer en silencio. Pero nosotros, los albaneses, sabemos leer el agua.
Y guardar secretos, pensó Yashim. Conservar recuerdos.
– Tiene usted gran experiencia -dijo.
El naziry se encogió de hombros.
– Incluso con un don, un hombre debe aprender. ¿Ve usted la sangre de un hombre, su hígado, sus pulmones? Pues un doctor ve a un hombre de esa manera, al cabo de muchos años de experiencia. Usted ve una ciudad; ve sus calles, sus colinas, sus casas, su gente. Pero no ve tan profundamente como nosotros podemos ver. Nosotros, que somos miembros de un gremio de doscientos miembros.
– ¿Y qué ve usted, naziry?
– Otra ciudad, como un laberinto. En parte es más vieja que el recuerdo. -Dio una chupada, pensativo, a su pipa-. Un lugar peligroso para un hombre sin experiencia.
Yashim inclinó el cuerpo para aproximarse.
– Había un hombre llamado Xani…
– Es un laberinto… -repitió el naziry.
Levantó la mano, y el criado dio un paso adelante.
– Quisiera dormir -dijo el naziry-. Llévate estas cosas. -Se llevó la mano al pecho e inclinó muy ligeramente la cabeza hacia Yashim-. Como he dicho, es un lugar sumamente peligroso.
Se echó hacia atrás en la alfombra y cerró los ojos.
Yashim se sentó, observándolo durante varios minutos, sin moverse.
El naziry empezó a roncar.
102
El doctor Millingen bajó por las escaleras de su casa y subió a una silla de manos que lo aguardaba en la calle. Los porteadores se echaron al hombro la carga e iniciaron plácidamente su camino con paso largo a través de la multitud que fluía colina abajo, hacia el embarcadero de Pera.
El doctor Millingen colocó sus manos sobre el cierre de su maletín de cuero. Edimburgo, pensó, lo había preparado para muchas cosas, pero nada podría jamás reconciliarlo con una silla de manos. El sultán lo había ordenado, por supuesto, de manera que no tenía mucho sentido rehusar el aparente honor… Y, como modo de transporte, era muy adecuado para las empinadas y retorcidas calles de la moderna Pera, donde un caballo podía tener problemas para pasar entre la multitud, o resbalar en los adoquines bajando por la colina. Pero Millingen siempre se sentía ridículo y al descubierto, como una cereza sobre una tarta escarchada.
Respiró pesadamente y dio unos golpecitos a su maletín. Lo tenía todo en su cabeza. Lo que tenía que recordar era que todo eso no le importaba a nadie más que a él. Captó su propio reflejo en el amplio escaparate de cristal de la pastelería parisién, subido en su balanceante litera, y sonrió para sí. La cereza sobre el pastel, realmente.
Nadie en Estambul se fijaría en él.
103
Palieski mordió el pastelillo y se quitó una manchita de crème anglaise de la mejilla con el pulgar.
– Pera… en estos tiempos. No son las pastelerías lo que me molesta -murmuró-. Sólo la gente.
Yashim asintió y tomó un sorbo de su tisana, observando cómo desaparecía el doctor inglés, balanceándose, entre las multitudes de Pera.
Buscó en su chaqueta y sacó un sobre, que alisó en la pequeña mesa de mármol.
– La gente -repitió finalmente Yashim-. ¿Y cuándo, crees tú, que empezaron a cambiar?