Выбрать главу

No cabía el error con la librea de los porteadores. Incluso sin el borde dorado, los chalecos que llevaban eran demasiado nuevos y limpios para pertenecer a los porteadores corrientes de la ciudad. El doctor iba a Besiktas. Podía estar fuera durante horas.

Palieski levantó una ceja y se chupó la punta del pulgar.

– Durante centenares de años -dijo-, la gente de Estambul vivió en paz. Eso empezó a cambiar después del veintiuno -añadió pensativamente.

– Los disturbios contra los griegos.

– Disturbios. Matanzas. Lo que fuera, Yashim. Ahorcar al Patriarca…

– Echar a las viejas familias fanariotas.

Palieski frunció el ceño.

– Más que eso, Yashim. Miedo y desconfianza. Colgaron al Patriarca de la puerta de su propia iglesia; luego hicieron que los judíos cortaran su cuerpo. Dicen que los judíos lo dieron de comer a los perros. Lo dudo, francamente. Pero no es eso lo que importa. Los turcos tenían miedo. Se volvieron contra los griegos. Los griegos tuvieron miedo. Ahora odian a los judíos. Todo ha cambiado.

Yashim asintió.

– Luego está el tema de los jenízaros cinco años después -añadió Palieski-. El final de una tradición.

– No tardaron mucho en aparecer los nuevos hombres, ¿verdad? -Yashim se echó hacia delante-. Mavrogordato. ¿Llegó antes o después del asunto de los jenízaros?

Palieski cogió una servilleta.

– Antes, juraría. Estaba en Estambul el veinticuatro, a más tardar.

– ¿Mavrogordato podría haber conocido a Meyer, entonces?

Palieski consideró la cuestión.

– Meyer estuvo en Missolonghi en 1826, pero Mavrogordato estaba aquí en Estambul, haciéndose rico y tratando de pasar inadvertido.

– Ummm. Cuando Lefèvre (Meyer) visitó a Mavrogordato el otro día, obtuvo un préstamo sin garantía. ¿Por qué no? Francés, arqueólogo, muy respetable. Pero fuera lo que fuese lo que Lefèvre le dijo al banquero, eso preocupó a madame. Despertó su curiosidad. Me llamó, ¿recuerdas?

– Dijiste que estaba confusa.

Yashim asintió.

– Mavrogordato nunca había visto a Meyer. Madame no había visto a Lefèvre. Ella tenía solamente la versión de su marido de su encuentro… y su descripción del hombre que había venido pidiendo dinero.

– ¿Y?

Yashim desvió su mirada hacia la ventana.

– Ella empezó a sospechar.

Palieski había cogido su pastelillo, pero lo volvió a dejar.

– ¿Sospechar? ¿Quieres decir… que Lefèvre era un farsante?

– Lefèvre dijo algo que hizo que Mavrogordato le diera el dinero. E hizo que madame se preguntara quién era Lefèvre realmente.

– Sigue.

– Se preguntó si podría ser el doctor Meyer.

– ¿Madame Mavrogordato? ¿Sabía de Meyer?

– Mavrogordato, sabes, no estuvo en Missolonghi. -Yashim vació su taza-. Ella sí.

– ¿Y conoció a Meyer?

La puerta de la calle se abrió con un cascabeleo de campanillas, y entró un hombre de brillantes patillas y bigote, portando un bastón negro, exactamente como en París.

– Más que eso -dijo Yashim-. Se casó con él.

Palieski soltó un gemido y enterró la cara entre sus manos.

Yashim miró a través del gran escaparate. Calle arriba, la puerta de la casa de Millingen se abrió y se volvió a cerrar, y un hombre con la librea de sirviente bajó a paso ligero por las escaleras con un cesto en la mano. La multitud era muy densa, y el criado levantó el cesto y lo colocó sobre su hombro.

– Compston me dijo que Meyer había seducido a una mujer griega en Missolonghi -explicó Yashim-. Y lord Byron le hizo casarse con ella.

Yashim siguió con la mirada el balanceante cesto entre la multitud: el hombre se dirigía al mercado.

Palieski movió negativamente la cabeza.

– Eso quizás sea cierto. Pero no significa que ella fuera la mujer que nosotros conocemos como madame Mavrogordato. -Frunció el entrecejo-. No podría ser ella… su hijo, Alexander, debe de tener al menos veinte años.

– Si es que es su hijo.

– No… Pero ¡espera! Yashim, tú mismo me lo dijiste: Alexander es la viva imagen de ella.

– Ella es su tía. Monsieur Mavrogordato es su hermano.

– ¿Hermano?

Yashim tocó el sobre con un dedo, moviéndolo un poco sobre la mesa.

– Conseguí que Compston investigara un poco por mí. Desenterró el nombre de la esposa de Meyer, ¡y adivina qué!

– ¿Era Mavrogordato?

– Christina Mavrogordato. Está viviendo con su hermano y el hijo de éste.

Palieski estaba sentado y se inclinó sobre su pastelillo. Al cabo de un momento levantó la cabeza.

– Pero ¿por qué?

– Creo que lo que ocurrió fue esto. Meyer escapó de Missolonghi… abandonándola. Ella sobrevivió a la matanza y se dirigió a Estambul, donde a su hermano las cosas ya le estaban yendo muy bien. Era viudo… Tenía un hijo, Alexander, que vivía en Quíos. Alexander necesitaba una madre.

– Pero igualmente podría haber declarado que ella era su hermana -objetó Palieski-. No había nada indecoroso en ello.

Yashim negó con la cabeza.

– Ella sabía cómo era Meyer. La había abandonado para salvar su propia piel, pero no había manera de saber si podría tratar de volver. Su hermano era un hombre muy rico. Y, legalmente, ella seguía siendo la esposa de Meyer.

– ¿Tenía miedo de que él la reclamara… y acudiera a Mavrogordato en busca de dinero, por añadidura?

Yashim le indicó con un gesto que así era.

– Ha vivido con ese temor durante los últimos trece años. La Iglesia ortodoxa enseña que una mujer pertenece a su marido. Christina Mavrogordato era propiedad de Meyer. Y ella estaba harta de él. Meyer la había seducido. La había abandonado. Pero le gustaba el dinero.

Palieski posó sus dedos sobre la mesa.

– Un interesante detalle acerca de esta situación -dijo lentamente- es que demuestra que Lefèvre era no sólo un sinvergüenza, un cobarde, un renegado, un traidor y un perfecto mierda, sino también un bigamo. A menos… -Una mirada de cómico horror cruzó por su rostro-. ¿No pensarás que se hizo musulmán?

Yashim le lanzó una mirada de suave reproche.

– Es una broma, Yashim. Lo siento. -Cruzó los brazos-. De modo que madame Mavrogordato hizo matar a Lefèvre, entonces.

– Así lo pensé, alguna vez. -Yashim se puso de pie-. No tengo mucho tiempo, y hay algo que aún necesito averiguar.

– ¿De quién?

– Del doctor Millingen… indirectamente. Me voy a su casa. ¿Quieres venir?

– Médicos a mí, no, Yashim.

– Pero él no va a estar allí.

Palieski entrecerró los ojos.

– No estoy seguro de que eso mejore las cosas. Sigo siendo embajador, sabes. Y estoy planeando disfrutar de ese pastelillo.

104

Yashim cruzó la calle, subió por las escaleras y dio unos elegantes golpecitos en la puerta del doctor Millingen con la aldaba. Al no responder nadie, se lanzó a la calle otra vez, entre la multitud. Veinte metros más abajo, entró en una panadería. Pasó por delante del mostrador haciendo un gesto con la cabeza al panadero, siguió por delante de las barras de pan, cruzó el horno, y salió de la tienda, por la parte trasera, a un pequeño patio rodeado por una pared baja. Yashim se izó por encima de ella y saltó con ligereza al otro lado, consiguiendo evitar por los pelos aplastar una mata de rábanos picantes que crecía en el pequeño huerto medicinal del doctor Millingen.

A partir de una puerta situada en la pared opuesta, un reguero de carbonilla conducía directamente a través del jardín a la puerta trasera. Yashim se acercó a la casa. Las ventanas de la planta baja estaban barradas, la puerta trasera cerrada con un mecanismo de fabricación americana, pero había una tolva de carbón al final de la casa, que sugería posibilidades. Yashim se puso a trabajar con el candado y al cabo de unos minutos vio que se abría con un clic. Levantó las puertas y bajó a la tolva.