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– Y a su madre también. No lo olvide -añadió Palieski.

Lefèvre se volvió hacia el embajador.

– Santa Helena, desde luego. Llegó a la ciudad y desenterró un fragmento de la Vera Cruz.

– Deberían hacerla santa patrona de los arqueólogos, Lefèvre.

El francés parpadeó.

– Todas las sagradas reliquias de la fe cristiana fueron traídas a esta ciudad -añadió-. Reliquias de los primeros santos. Los clavos que fijaron a Jesús en la cruz. La copa y el platillo que Jesús utilizó en la Última Cena. El sanctasanctórum, caballeros.

Levantó la mano, los dedos extendidos.

– Dos siglos más tarde, el emperador Justiniano construye la madre de todas las iglesias, Santa Sofía, la octava maravilla del mundo. Bizancio ha recorrido un largo camino desde su época de jovencita pescadora. -Hizo una pausa-. ¿Qué se puede añadir? Los siglos de riqueza, monsieur. La perfección del arte bizantino.

Ceremonia, derramamiento de sangre, el emperador como regente del Altísimo.

Palieski asintió.

– Hasta que llegaron los cruzados.

Lefèvre cerró los ojos y asintió.

– Ah, ah. En 1204, sí, la vergüenza de Europa. Yo lo llamaría una violación, monsieur, la violación de la ciudad por los brutales soldados de la Europa occidental. Su diadema arrojada al polvo. Es doloroso para nosotros hablar de esa época.

Seleccionó un manjar exquisito de la bandeja.

– Y, sin embargo, es una mujer. Se recupera. Es una sombra de sí misma, pero aún tiene encanto. De manera que busca un nuevo protector. Los turcos la conquistan en 1453. Y se convierte, permítanme decirlo, en la puta de Mehmet.

Ahora le llegó el turno a Yashim de parpadear.

– Los turcos… la adoran. Y por tanto, igual que una mujer, se vuelve hermosa otra vez. ¿No es así?

Lefèvre contempló pensativamente el silencio.

– Pero ¿quizás mi pequeña analogía les disgusta? Alors, puede cambiarse. -Extendió sus manos, como si fuera un prestidigitador-. Estambul es también una serpiente, que muda su piel.

– Y usted va recogiendo esas pieles desechadas.

– Trato de aprender de ellas, excelencia.

Palieski estaba estudiando la bandeja, frunciendo claramente el entrecejo.

– Buen meze, Yashim -dijo.

– Todo dolma… -empezó a decir Yashim; quería explicar la teoría subyacente en su selección, pero Lefèvre se le acercó un poco y le dio un golpecito a Palieski en la rodilla.

– He viajado, excelencia, y puedo decir que toda la comida callejera es buena en el Levante, desde Albania al Cáucaso.

Palieski levantó la mirada. Más tarde, le diría a Yashim que la visión de su cara en aquel momento le había producido el primer placer de la noche.

Lefèvre se lamió los dedos y se los secó con una servilleta.

– La singular contribución de los turcos (creo que esto es correcto) a la dégustation de la Europa civilizada (me perdonará, monsieur, sólo estoy citando) es el jugo aromático de la judía árabe, en resumen, el café. -Y soltó una carcajada.

– No debería usted creerse todo lo que lee en los libros -dijo Palieski, lanzando otra mirada a su amigo.

– Pues lo hago. Me creo todo lo que leo. -Lefèvre se humedeció los labios con la punta de la lengua-. Un hábito profesional, quizás. Cartas. Diarios. Recuerdos de viajeros. Elijo mis lecturas cuidadosamente. La información trivial puede a veces resultar muy útil, ¿no cree usted, monsieur?

Yashim asintió lentamente.

– Sin duda. Pero por cada migaja de información útil tiene uno que desechar cientos.

– Ah, sí, tal vez tenga usted razón. -Se inclinó hacia delante, juntando sus pulgares-. ¿Ha oído usted alguna vez hablar de Troya?

Yashim asintió.

– El sultán Mehmet en una ocasión reivindicó su ascendencia troyana -dijo-. Presentó la caída de Constantinopla como una venganza contra los griegos.

– Cuán interesante. -El francés se pellizcó el labio inferior-. Yo iba a sugerir que un día descubriremos las ruinas de la ciudad que Agamenón saqueó.

– ¿Cree usted que existió realmente?

Lefèvre rió suavemente.

– Más que eso. Creo que se la encontrará exactamente allí donde la leyenda siempre la ha situado. Apenas a un centenar de kilómetros de donde estamos nosotros… en la Tróada.

– ¿Va a excavar usted mismo?

– Lo haría, si pudiera conseguir permiso aquí. Pero para eso (y para cualquier otra cosa) uno necesita dinero.

Sonrió agradablemente y extendió las manos.

Una ligera brisa agitó las cortinas, y una de las anillas tintineó en la barra.

– Por supuesto -continuó Lefèvre- a veces estas cosas pueden venir por sí solas, si uno lee cuidadosamente y aprende dónde mirar.

Tomó un sorbo de champán. Palieski se puso de pie y abrió la segunda botella con un ruido sordo.

– Me temo que quizás nos encuentren ustedes muy descuidados con el pasado -dijo Yashim-. No siempre nos preocupamos de las cosas como deberíamos.

– Sí y no, monsieur. No me quejo. La despreocupación de esa clase puede ser un don del cielo para un arqueólogo. Uno no tiene más que ir a su Atmeydan (el antiguo Hipódromo de los bizantinos) para ver que todos sus monumentos permanecen intactos. Con la excepción de la Columna de la Serpiente, por supuesto. La columna ha perdido sus cabezas, lo cual no es culpa de los turcos.

Palieski cogió su copa y la vació.

– Nadie lo recuerda ya, diría -prosiguió Lefèvre-. Pero las cabezas de bronce fueron arrancadas de la columna hace poco más de un siglo. ¡Piensen ustedes en lo que sus ojos habrán contemplado, en los siglos transcurridos desde que se alzaron al lado del Oráculo de Delfos! -Medio se volvió hacia Palieski-. Eso fue vandalismo extranjero, excelencia.

– ¡Qué vergüenza! -murmuró Palieski.

– Sí.

Lefèvre frunció el ceño e inclinándose señaló a Palieski.

– ¡Sabe usted, recuerdo una historia que fue perpetrada por unos compatriotas suyos! Unos jóvenes bravucones del cuerpo diplomático, hace un siglo. Estoy seguro de que tengo razón. Sin embargo, tal como digo, uno nunca sabe lo que le puede caer en el regazo inesperadamente. A veces caen cosas de lo más provechosas para todos. -Hizo una pausa-. Creo que bastante a menudo resulta rentable creer en lo que se lee.

En el silencio que siguió a este comentario, Yashim sacó su plato principal, un suculento estofado agridulce de cordero y ciruelas pasas, seguido de un mantecoso arroz pilaf. Lefèvre se frotó las manos y lo declaró excelente. Lo había visto -y olido- cociéndose en el brasero. Bebieron de la segunda botella mientras el francés esbozaba sus planes para dejar Estambul y darse una vuelta por los monasterios griegos del este.

– Trabzon, Erzurum. Hombres estupendos, hombres ignorantes -les dijo, sacudiendo la cabeza.

– Debo decir, excelencia, que ésta ha sido una noche deliciosa. Dicen que un visitante echa de menos la buena compañía estos días en Estambul, pero yo no veo ningún signo de ello. Ningún signo en absoluto.

Se marchó poco después, cuando todo el champán se hubo terminado, insistiendo en que podía irse solo a casa. Yashim lo acompañó al callejón, lo condujo hasta la Kara Davut y le buscó una silla de manos.

– Uno de estos días… -le gritó Lefèvre con un gesto de la mano: y entonces los porteadores levantaron la silla sobre sus hombros y salieron trotando, de manera que Yashim no pudo captar el final de su despedida.