Un poco de carbón suelto estaba amontonado contra un panel corredizo al pie de la tolva. Yashim levantó los pedazos más grandes dejándolos a un lado, hurgando con sus dedos para encontrar el borde inferior del panel. Lo deslizó hacia arriba, el carbón hacía ruido al caer.
Yashim hizo una pausa, escuchando, luego se metió con dificultad, con los pies por delante, por la abertura. Una vez al otro lado, se puso de pie quitándose el polvo de la capa mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Había unos escalones, y una puerta con aldaba, pero la puerta no ajustaba bien. En un momento Yashim deslizó su cuchillo entre la puerta y la jamba y salió furtivamente al pasillo.
El estudio de Millingen se encontraba justo al otro lado del vestíbulo. Yashim entró en él rápidamente, dejando la puerta abierta, y miró a su alrededor. El papel de la pared era a listas verdes y doradas, y de ella colgaban motivos deportivos. Por lo demás, había una chimenea inglesa con un ornamentado reloj sobre la repisa, una gran mesa de nogal rematada en cuero negro, así como una serie de estanterías en un hueco, llenas de libros: todo limpio, metódico y próspero.
Probó los cajones de la mesa. Papel de escribir, lacre, una caja de plumillas de acero. En un cajón inferior, algunos papeles. Yashim los hojeó rápidamente. Estaban escritos en inglés, en una letra ilegible. Cerró el cajón y se dirigió a las estanterías de libros.
Los estantes más bajos contenían una serie de cajas forradas de piel, que a primera vista parecían libros. Yashim se puso en cuclillas. En su mayor parte, las cajas contenían más papeles. Estados de cuentas, copias de las facturas del doctor, notas sobre pacientes escritas en inglés, y en la misma difícil caligrafía. Pero también contenían una serie de cartas, escritas en griego, entre Millingen y un tal doctor Stephanitzes en Atenas.
Yashim se disponía a levantar la caja hasta la mesa cuando un sonido, procedente del pasillo -unos pasos suaves, quizás, y un peculiar sonido susurrante-, lo dejó congelado. Iba a darse la vuelta cuando oyó el clic en la puerta y el sonido de una llave girando en la cerradura.
Saltó en busca del pomo. En el último momento decidió no sacudir el pomo, y, en vez de ello, dio unos golpecitos sobre el panel de madera. Si el criado había regresado, podría pensar que el doctor distraídamente se había dejado la puerta entreabierta. Pero no vino nadie. Yashim volvió a golpear, con mucha más fuerza.
No se oyeron sonidos de pasos retirándose; y sin duda tampoco se oyó abrirse o cerrarse la puerta de la casa. Aplicó el oído al panel. Por un momento, tuvo la impresión de que alguien se encontraba al otro lado de la puerta.
Miró a su alrededor en la habitación. En la ventana colgaban cortinas de muselina, tapando la calle, y estaba barrada como las ventanas de la parte trasera de la casa. Yashim miró hacia la vacía chimenea y suspiró. Todo lo que hacía a esa habitación de Pera sólida e inglesa la convertía también en una prisión perfecta.
Se agachó, con la débil esperanza de que pudiera ser capaz de recuperar la llave del ojo de la cerradura al otro lado. Pero la llave ya no estaba en la cerradura.
Quienquiera que había cerrado la puerta lo había hecho deliberadamente, sabiendo que Yashim estaba dentro.
Esa idea hizo fruncir el ceño a Yashim. Regresó y se puso de cuclillas junto a la estantería, lugar desde el que la mesa de Millingen casi lo ocultaba de la puerta. Para verlo, alguien tendría que asomarse por la puerta. Habría tenido que acercarse por el pasillo muy silenciosamente… Como si supiera ya que él estaba allí.
En cuyo caso, alguien debía de haberlo visto entrar. Millingen, no. Se había ido. Pero el criado… ¿podría haber vuelto sobre sus pasos mientras Yashim estaba pasando a través de la tolva de carbón?
Pero entonces… ¿Por qué esperar tanto para cerrar la puerta con llave?
Yashim se mordió el labio. Levantó la caja de papeles sobre la mesa.
Había venido a hacer un trabajo, y ahora, al parecer, le estaban proporcionando el tiempo para terminarlo.
105
Transcurrieron varias horas antes de que Yashim, sentado en la silla del doctor, oyera que regresaba Millingen.
El criado había vuelto mucho antes, andando ruidosamente por el pasaje hasta la parte trasera de la casa. Yashim había dejado que el sirviente pasara; quería ver a Millingen, a fin de cuentas. Cerró los ojos y se dispuso a inventar una imaginaria cena.
En los ojos de su mente había ya instalado las meze cuando oyó el sonido de una llave chirriando en la cerradura, y entró el doctor Millingen, sosteniendo su sombrero como si fuera una bandeja. Iba seguido del criado, que tenía un aspecto amenazador.
– ¡Usted!
Yashim se deslizó de la silla e hizo una reverencia.
Millingen miró airadamente hacia la caja que estaba sobre la mesa.
– ¡Esto es un ultraje! -exclamó-. Soy un médico. Mi práctica depende de la confidencialidad. Este estudio es donde guardo las notas de mis pacientes.
– Pero yo no tengo ningún interés en sus archivos, doctor Millingen -dijo Yashim.
– ¡Supongo que debo creer en su palabra! La garantía de un simple ladrón. -El doctor Millingen rió con desprecio-. Quizás sea usted tan amable de explicar qué le interesa, antes de que lo entregue a los guardias.
– Por supuesto, perdóneme. Vine aquí a causa de su colección de monedas.
– ¿Mis monedas? ¡Qué va, hombre!
Yashim extendió las manos en un gesto tranquilizador.
– Confieso que no tengo ningún interés particular por sus monedas. Pero me intriga su colección, doctor Millingen. Su método de adquisición. Malakian, por ejemplo… Usted lo describió como una excelente fuente.
Millingen dejó su sombrero sobre la mesa y cogió la caja.
– ¿Qué pasa con eso?
– Malakian está aquí, en Estambul. Atenas podría ser un lugar mejor para buscar, especialmente si su especialidad son las monedas de los déspotas moreanos. Imagino que montones de esas monedas son descubiertas allí, enterradas en la tierra u ocultas en edificios antiguos, o lo que sea. ¿Es así?
– Puede -dijo Millingen, que dirigió su mirada hacia la etiqueta de la caja, dejando ésta lentamente encima de la mesa-. Sobre todo en mis sueños.
– Me preguntaba… Su amigo ateniense, el que le envía las monedas. Dijo usted que era un doctor. ¿Quizás estuvieron juntos en Missolonghi?
– No he hecho ningún secreto de mi presencia en Missolonghi. El doctor Stephanitzes era un colega.
– Naturalmente. Ahora escribe libros. Es un firme abogado de lo que los griegos llaman la Gran Idea, ¿no? Tenía curiosidad sobre su correspondencia.
– Bien, bien. No tenía conciencia de que ni siquiera en Turquía la curiosidad fuera una justificación para entrar en la casa de un hombre y registrar sus papeles. -La expresión del doctor Millingen se endureció-. Supongo que me dirá usted qué conclusiones ha sido capaz de sacar, ¿verdad?
– Muy pocas… Simplemente confirmé algunas ideas.
Que, por ejemplo, el tráfico entre usted y el doctor Stephanitzes no era sólo en un sentido. A cambio de sus monedas, él le facilitó el camino para incrementar su propia colección.
– Entiendo. Bueno, siga.
Yashim alargó la mano y abrió la tapa de la caja de papeles.
– Aquí, en su carta más reciente, el doctor Stephanitzes se refiere a un antiguo miembro del club de coleccionistas. Usted lo menciona apareciendo en Estambul con una oferta potencialmente devastadora. Stephanitzes lo recuerda abandonando el club sin pagar sus deudas.
– Eso es correcto -dijo Millingen-. El nuestro es un mundo muy pequeño.
– Sí, ¿verdad? -dijo Yashim afablemente-. El doctor Stephanitzes confiesa estar sumamente interesado en la oferta del antiguo miembro del club. Un tesoro bizantino tardío… No, perdone, el último tesoro bizantino tardío. Pero imagino que usted recuerda todo eso.