Выбрать главу

»Lo apremia a que inspeccione el tesoro personalmente -prosiguió Yashim-. Diría que su doctor Stephanitzes es un escéptico. No parece confiar mucho en el antiguo miembro. Pero si el tesoro demuestra ser auténtico, piensa que podría ser intercambiado por una importante colección de valiosas monedas griegas.

– ¿Y qué pasa con eso, Yashim? -El doctor Millingen cogió una pipa del soporte que estaba sobre su mesa. Abrió un cajón y escarbó en él con los dedos en busca de tabaco-. Me da la impresión de que ha tenido usted una tarde aburrida aquí. A fin de cuentas, no es un coleccionista. ¿Qué sabría de nuestras curiosas pasiones? Quedaría sorprendido de las envidias y satisfacciones que experimentamos en nuestro pequeño mundo. De la intensidad de nuestros sentimientos. Incluso del nivel de nuestra mutua desconfianza.

Se sentó y fue introduciendo a golpecitos el tabaco en la cazoleta de la pipa.

– Malakian (gracias a sus buenos oficios) completó la serie para mí. Me sentí lleno de alegría durante un par de días. Pero ¿y ahora? Más bien deprimido. Creo que donaré la colección al Museo Británico.

Yashim ladeó la cabeza.

– Me gustaría que se explicara usted sobre el tesoro de Lefèvre -dijo.

El doctor Millingen se retrepó en su silla y dejó escapar una risita.

– Bueno, bueno -dijo chupando su pipa aún no encendida-. Lo ha adivinado usted, entonces. Vi al desafortunado doctor Lefèvre. Y, sí, discutimos sobre un tesoro. Por desgracia nunca pude inspeccionarlo, como mi amigo aconsejaba, así que no creo que jamás lleguemos a saber realmente lo que él ofrecía intercambiar. Pobre hombre. Estaba tocando muchas teclas.

– ¿Otro comprador, quizás?

– Sí. Eso, también.

Yashim frunció el entrecejo.

– Pero usted y Stephanitzes, ustedes, podían superar a todos los compradores, ¿no es verdad? Si deseaban lo que él les ofrecía con bastante fuerza.

Millingen vaciló.

– Olvida usted, Yashim, que Lefèvre estaba solamente ofreciendo una idea. Una promesa, si quiere. ¿Por qué iba a confiar en él?

– Porque había sido su amigo.

– ¿Lefèvre, mi amigo? No conocía a Lefèvre.

Yashim se encogió de hombros.

– Estrictamente hablando, no. Pero usted conoció a Meyer. El médico suizo de Missolonghi. Compartieron ustedes una causa.

Esperaba que Millingen pegara un brinco, pero el inglés se limitó a buscar una cerilla y frunció el ceño.

– ¿Meyer? -Encendió la cerilla que flameó entre sus dedos-. Era un saboyano, de hecho.

– ¿Un saboyano?

– Suizo francés. Suizo cuando conviene, y francés cuando no es así. -Hizo una pausa para encender su pipa-. Compartimos una causa, como usted ha dicho. Parecía una causa por la cual luchar, cuando uno era joven.

– ¿Y ahora?

Millingen arrojó la cerilla a la chimenea y rodeó con la mano la cazoleta de su pipa.

– No sé si habrá usted oído hablar de lo que pasó en Missolonghi, Yashim. Los bombardeos diarios de la artillería. El peaje cotidiano de la enfermedad. Todo el mundo sabe que Byron fue a Missolonghi y murió, y la mitad de esa gente piensa que él estaba dirigiendo una carga de caballería en aquella época, acompañado de suliotas con pañuelos y fustanellas, blandiendo pistolas. Creen que fue glorioso porque era un poeta, y que su muerte fue gloriosa. Pero no fue así. Missolonghi era sólo una trampa, y Byron murió exactamente igual que murió la mayoría de ellos, de fiebre, o calambre, o disentería, o cólera. A veces la gente moría cuando una granada aterrizaba sobre ella en la calle, llovida del cielo. Bueno para un doctor, ¿eh? Muchos casos con los que romperse la cabeza. Muchas viudas y niños huérfanos que asistir y mandar a la tumba. Y eso, amigo mío, fue nuestra guerra revolucionaria.

Millingen sujetó la pipa entre los dientes y se puso de pie.

– Se lo dije ya el otro día. No me gustan los post mortem. Y le dije por qué, también. Atiendo a los vivos, no a los muertos. Mi trabajo es preservar la vida.

Yashim asintió. Lo que Millingen decía sonaba cierto. Y también sonaba como un discurso.

– Me estaba preguntando sobre Meyer.

Millingen frunció el entrecejo.

– Ya veo. ¿Qué pasa con él?

– Bueno, si a Byron no le gustaba, supongo que él no atendió al poeta… Como médico, quiero decir.

– No.

– De modo que tuvo suerte, en ese sentido. -La voz de Yashim reflejaba algo de desconcierto.

El rostro de Millingen se oscureció.

– ¿Qué está usted diciendo?

– Nada. Pero, a fin de cuentas, el poeta murió. A pesar de… todo. De todo lo que usted pudo hacer.

– ¡Por el amor de Dios! -soltó Millingen en inglés-. ¿Cree usted que matamos a Byron? ¡Estupideces! Aplicación de ventosas. Purgas. Sacamos pintas de sangre… Todo según el manual. ¡No creo que Meyer pudiera haber hecho algo mejor!

El tono de Millingen era de incredulidad; manchas de color habían aparecido en sus mejillas.

– No, perdóneme. -Yashim adelantó las manos en un gesto apaciguador-. Sólo quería decir (había oído) que Meyer se había perdido, cuando el resto de ustedes escapó. Usted se unió a la evasión, y funcionó. Los afortunados dos mil. Debe de haber sido una escena de espantosa confusión. Una multitud de personas aterrorizadas, abriéndose paso a tientas a través de las líneas turcas, en la oscuridad. Perdiendo el mutuo contacto. Imposibilitados de levantar la voz. Gente tomando por caminos diferentes en las colinas. ¿Es así como fue?

Los labios de Millingen estaban apretados.

– Algo parecido.

– Sin embargo, Meyer se quedó atrás. Intentando (y fracasando en su empeño) proteger a su esposa, quizás.

Millingen abrió y cerró los dedos. Estaba respirando con dificultad.

– Tenía una esposa en la que pensar, ¿no es así? -preguntó Yashim.

Millingen se frotó los ojos con el pulgar y el índice, y cuando los volvió a abrir, parecían enrojecidos y cansados.

– Quizás Missolonghi acabó tal como dice usted. Meyer no tomó parte en la evasión… Hasta ahí es cierto. Pero tampoco se quedó detrás.

Yashim parecía desconcertado.

– Pero entonces…

– Ya se había ido. -Millingen hizo tintinear los hierros del fuego con la punta de su bota-. La evasión era nuestra única esperanza, pero todo el mundo sabía cuán arriesgada era. Diez mil personas tratando de escapar a través de las líneas enemigas. Formando una manada, todos juntos, algunos de nosotros teníamos una oportunidad.

– Pero ¿y Meyer?

– No esperó a averiguarlo. Se largó la noche antes de la que nosotros habíamos planeado escapar. No sé si censurarlo mucho. Tenía muchas más posibilidades de escapar yendo solo. Pero no dijo una palabra a nadie… Y menos a su esposa.

– Ya veo. ¿La abandonó?

– Nos abandonó a todos. Podría decir, monsieur, que puso en peligro todo el plan. Si los egipcios lo hubieran capturado… Bueno, puede usted imaginárselo. Supongo que hizo lo que creía que tenía que hacer para salvar el cuello. Tuvimos un día inquietante por ello, cuando descubrimos que se había ido. No podíamos estar seguros de que los egipcios no supieran que íbamos a ir.

Se enderezó e hizo una aspiración.

– Pero Meyer no fue capturado por los egipcios.

– No -dijo Millingen lentamente-. No fue capturado.

Yashim se quedó muy quieto. Sus ojos recorrieron con lentitud la figura del hombre con levita que se inclinaba contra la chimenea, después las dos sillas, y luego la recargada alfombra que cubría el suelo de madera.

– ¿Y Chronica Hellenica? ¿Aún está usted suscrito?

– ¿Chronica…? -El doctor Millingen frunció el entrecejo-. Nadie está suscrito a esa revista estos días. Cerró hace años.

Yashim alzó un tanto la cabeza.

– Me he estado preguntando si él le enseñó ese truco con la moneda. ¿Era así como el doctor Meyer pasaba las horas? ¿O estaba demasiado ocupado con la Hetira? ¿Fue constituida en Missolonghi, también?