La pregunta quedó en el aire.
– Pensé, al principio, que la Hetira era como un ejército secreto -continuó Yashim, cuando el doctor Millingen no replicó-. Asumiendo el control de los griegos en la ciudad… Sacándoles dinero, aterrorizándolos, castigándolos por cruzar la línea. Preparando, quizás, un levantamiento. Éstos son tiempos delicados. Pensé que los de la Hetira eran asesinos.
Millingen suspiró.
– Ya le conté una vez lo que era la Hetira. Un club de muchachos. Una sociedad culta. Chronica Hellenica, editada por Meyer, era la revista de nuestra sociedad. Nuestro objetivo ha sido siempre preservar la cultura griega. Recaudamos dinero para el mantenimiento de iglesias, aquí y en todo el Imperio otomano. Patrocinamos escuelas. No es nada tan siniestro.
– Entonces, ¿por qué el secreto?
– En parte como diversión. En parte porque, cuando fundamos la sociedad, nos considerábamos rebeldes. Y en parte por prudencia. Podría usted llamarlo una cuestión de tacto. No todo el mundo en el Imperio otomano acepta buenamente la idea de una unidad cultural griega. Pero quizás hemos llevado el secreto demasiado lejos.
Yashim parecía dubitativo.
– Pero el libro del doctor Stephanitzes es incendiario, ¿no?
– El doctor Stephanitzes tiene una mentalidad mística, Yashim. Y es una especie de erudito. Podría usted considerar ese libro como una declaración de intenciones, no lo sé. Para Stephanitzes, es simplemente un ejercicio de investigación de la leyenda de la restauración a lo largo de los siglos. Él es griego, por supuesto. Quiere demostrar que los griegos son diferentes. Realmente lo que le importa es que los griegos desarrollaron una resistencia cultural a la dominación otomana… De lo contrario, serían simplemente otomanos con ropas griegas. Y entonces, ¿qué nos queda? Sólo la política. Y la política, como estoy seguro de que le he dicho, es el vicio nacional griego.
Millingen hizo una pausa para volver a encender su pipa.
– Eso -dijo, mientras chupaba- es lo que Missolonghi nos enseñó. Y es por lo que fundamos la Hetira. Secreta, cultural… y esencialmente no política.
– Si eso es verdad -dijo Yashim con desaliento-, me ha hecho usted perder gran parte de mi tiempo.
Una voluta de humo brotó de la pipa del doctor Millingen, subiendo lentamente hacia el techo.
– Cuando vio usted a Lefèvre -dijo Yashim con parsimonia-, ¿mencionó él la posibilidad de otros compradores?
Millingen se encogió de hombros.
– Un hombre como Lefèvre -empezó-, si estuviera usted tratando de vender algo, ¿no trataría de crear una subasta?
– Pero nadie podía confiar en él.
– No. Pero no lo olvide, recibí instrucciones de comprar, nada más verlo. Queríamos que Lefèvre encontrara su… -Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas-. Sus reliquias bizantinas. Pero otras personas podrían haber deseado… que no fueran halladas. Es solamente una idea.
Yashim se quedó en silencio durante un momento.
– ¿Cree usted que los Mavrogordato lo hicieron asesinar? -preguntó finalmente.
– ¿Por qué?… ¿Qué le hace pensar eso?
– Ya sabe usted la respuesta a eso, doctor. Madame Mavrogordato.
– Qué disparate -replicó Millingen, comenzando a incorporarse.
– Lefèvre estaba casado con madame Mavrogordato. En Missolonghi… Hasta que huyó.
– No sé de qué está usted hablando -dijo Millingen furiosamente-. ¡Petros! -Se levantó rápidamente y bramó hacia la puerta-. ¡Petros!
Se oyó un ruido de pies apresurados fuera. Para Yashim, sonaba como si alguien estuviera subiendo por unas escaleras… Y de nuevo, aquel curioso ruido susurrante que había oído antes. Pero entonces apareció Petros, con aspecto alarmado.
– Este caballero se marcha -dijo Millingen tajantemente-. Muéstrale la salida, Petros.
106
La mezquita de Solimán, la Suleymaniye, se alza en la tercera colina de Estambul, con vistas al Cuerno de Oro. Construida por Sinán, el maestro arquitecto, para su amo, Solimán el Magnífico, en 1557, refleja toda la piedad y grandeza de su época. Algunos de los primeros eruditos del islam trabajaron en su madrasa o consultaron su bien provista biblioteca. Sus cocinas alimentaban a más de mil bocas al día, por caridad; y su fuente central, en el Gran Patio, alegraba los corazones de los fieles y refrescaba las manos y caras de los compradores que salían del cercano Gran Bazar.
Cuando, en el transcurso de la mañana, los fuertes chorros de la fuente fueron menguando hasta convertirse en un débil goteo, surgió la irritación… y cierta ansiedad. Algunos de los fieles objetaron que el agua quizás no era muy fresca; los más supersticiosos se preguntaron si estaba a punto de estallar una crisis hasta entonces larvada, y pedían noticias de la salud del sultán.
A unos treinta y tantos metros bajo el suelo, en un ramal de la tubería principal que había construido el propio Sinán, el agua se estaba acumulando contra una poco común obstrucción, formada en un punto donde se encontraban dos tuberías de diferente calibre. La obstrucción al principio era meramente una enmarañada masa de lana y piedras sueltas, pero se convirtió en un problema más tarde, cuando se combinó con el cadáver a la deriva de un guardián del agua llamado Enver Xani. Éste obstruía el paso casi totalmente, y la lana y las piedras se atascaban aún más firmemente contra la estrecha boquilla del tubo más pequeño, el cual acabó perfectamente sellado.
El goteo de agua de la fuente de la Suleymaniye finalmente dejó de fluir; pero el sultán, según todos los informes, seguía vivo.
107
Yashim estaba sentado al sol, meciendo su taza de café. Pidió un poco de baklava. Las horas pasadas en el sombrío estudio de Millingen le habían mermado energías.
Un anciano griego, levemente encorvado, las manos cogidas detrás de su espalda, estaba bajando por un lado de la calle. Llevaba un fez rojo, una larga chaqueta y pantalones blancos. De vez en cuando se detenía para mirar en un escaparate, o estiraba el cuello para inspeccionar alguna nueva obra de construcción. En una ocasión se dio completamente la vuelta para seguir las balanceantes caderas de una bonita armenia que llevaba un cesto, y el cabello recogido en una trenza. Sus azules ojos brillaban bajo un par de tupidas cejas blancas. Cuando divisó a Yashim, volvió a detenerse, sonrió, y levantó aquellas cejas ligeramente, como si hubieran compartido juntos una broma, o una pena, antes de reanudar su solemne avance por la Grande Rue de Pera.
Un grupo de francos, guiados por un hombre de enorme barriga, que se secaba la frente continuamente con un pañuelo, paseaba a lo largo de la calle. Los hombres llevaban chaqueta negra y chaleco a rayas; las damas, sombreros, y volvían la cabeza de un lado a otro, como caballos con anteojeras. Yashim no podía oír lo que estaban diciendo, pero supuso que eran italianos, probablemente alojados en una de las casas de huéspedes que había más arriba en la calle. Su intérprete llevaba un matamoscas y lucía bigote. Yashim se preguntó si sería griego, pero decidió que no; más probablemente, un nativo de Pera de habla italiana, descendiente de los habitantes genoveses de la ciudad.
Le parecía a Yashim que antaño había sido capaz de mirar a los pies de una persona y decir quién era, y adónde pertenecía. En Fener o Sultanahmet, quizás, pero en Pera ya no. Las distinciones se borraban; las categorías ya no se mantenían. Aquella desgarbada figura con ropas francas… ¿Era rusa? ¿Belga, quizás? ¿O un otomano realmente…? ¿O un maestro de escuela bosnio, o un consignatario de buques moldavo rusificado?
La baklava era dura y pegajosa; estaba hecha, sospechó Yashim, con jarabe de azúcar, así como con miel.