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¿Y dónde se situaba él, entre aquella gente cuyos orígenes eran tan nebulosos y confusos?

Años atrás, suponía Yashim, las distinciones habían sido sencillas. Nacías dentro de una fe, y vivías y morías en ella. A muy pocos se les concedía -Yashim entre ellos- cambiar su condición en la vida. Pero la gente ahora cambiaba de piel, como las serpientes. Lefèvre era Meyer. Estambul era Constantinopla. Un lascivo matón se convertía en un cura, y Millingen era de la Hetira… Una organización revolucionaria que al ser examinada más detenidamente resultaba ser un club de anticuarios. A veces la única prueba de su presencia era la capa exterior de su piel, mudada cuando se movían de una encarnación a otra. Quizás la antigua profecía era cierta: con la Columna de la Serpiente destruida, Estambul había sido invadida.

Pensó nuevamente en Lefèvre. Éste había hablado de su pasión por Estambul, de las capas de historia que se habían construido en las orillas de Bosforo, en el punto donde se encontraban Asia y Europa, y el mar Negro desembocaba en el Mediterráneo. Un hombre y una ciudad cuyas identidades habían sido rehechas. Constantinopla, o Estambul. Meyer, o Lefèvre.

Yashim suspiró, obligado, pese a sí mismo, a reconocer una afinidad con el muerto. Yashim el muchacho, esperando llegar a ser un hombre -el hombre en el que, al fin, no llegó a convertirse completamente-, era el recuerdo de una personalidad que se aferraba a él del mismo modo que las serpientes se enrollaban juntas en el Hipódromo. Las serpientes habían tenido sus tres cabezas y sus tres anillos, pero ocupaban el mismo espacio, en una sola columna.

Meyer. Lefèvre. ¿Podía ser que hubiera, quizás, un tercer aspecto en el hombre? Tenía una fugitiva visión de un espantoso cadáver, tan provisto de colmillos y tan terrible como la propia cabeza de una serpiente.

¿Qué era lo que Grigor había dicho? Que una ciudad no cambia porque le cambies el nombre. Una ciudad no es un nombre. Es una secuencia de vidas, gestos, recuerdos, todo entrelazado. Lefèvre descubría historias en sus escombros; para Yashim, estas historias se descubrían en las voces que uno oía en la calle, en el murmullo que rodeaba mezquitas y mercados, en un niño cansado que apoyaba su carga contra una sucia pared, un gato saltando para atrapar murciélagos en la oscuridad, la curva de la espalda de un remero en su bote.

Una ciudad sobrelleva todo aquello que también crece, añadiendo siempre nuevas identidades a la antigua. Para un parisino, Estambul era el Este. Para un indio, era el Oeste. ¿Y qué pasaba con los judíos, apiñados en Balat…? ¿Vivían en una ciudad judía? ¿Veía Preen una ciudad de artistas? ¿O la Valide, una ciudad de palacios y concubinas?

Un día, si los hombres como el doctor Stephanitzes se salían con la suya, Estambul podría volver a ser la capital de Grecia. Podrían demoler los minaretes, cambiar la media luna por la cruz, pero la ciudad musulmana de Solimán seguiría sobreviviendo, acurrucada en el substrato mismo del lugar, sumergida como las cisternas del Estambul bizantino.

Esta ciudad, reflexionó Yashim, era muy resistente. Una superviviente.

Como el propio Lefèvre.

108

– No creía que volviéramos a vernos -dijo Grigor. -Aún compartimos esta ciudad.

Grigor suspiró.

– En el espacio, Yashim, y en el tiempo. Pero ¿y aquí? -Se clavó el dedo pulgar en el pecho-. ¿O aquí? -Y colocó el dedo índice contra su sien.

Yashim movió la cabeza.

– Compartimos… Ciertas obligaciones, al menos.

– ¿Hacia quién?

Yashim percibió la burla en la voz de Grigor.

– Hacia los muertos.

Grigor levantó una mano y deslizó los dedos por su barba.

– La experiencia me ha enseñado que deberíamos limitarnos a nuestras propias competencias. A nuestros límites. Hay fronteras en Constantinopla. Si las cruzamos, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo.

– Me dijiste hace unos días que a la iglesia le conciernen las cosas del espíritu -respondió Yashim cuidadosamente-. El César exige obediencia. Pero Dios quiere la Verdad, ¿no es así?

Grigor hizo un movimiento desdeñoso con la mano.

– No creo que Dios esté muy interesado en nuestra clase de verdad, Yashim. Es muy pequeña. Quién hizo qué a quién… Quién habló, quién guardó silencio, el año 1839. Dios es el Eterno.

– Tenemos una larga memoria, sin embargo. Las ideas nos sobreviven.

– ¿Qué estás diciendo? -gruñó Grigor.

– El tesoro bizantino. Las reliquias. Sé dónde están.

El archimandrita miró por la ventana.

– ¿Tú, también?

– ¿Me pagarías por ellas?

Grigor se quedó en silencio durante un rato.

– Lo que pagaría o no pagaría está fuera de discusión -dijo finalmente-. Le correspondería al Patriarca decidir.

– ¿Qué decidió el Patriarca… la última vez?

– ¿La última vez?

– Lefèvre.

– Ah, monsieur Lefèvre -repitió Grigor, colocando sus manos sobre la mesa-. ¿No responde eso a tu pregunta?

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Pienso -dijo Grigor, levantándose- que olvidaré que hayamos hablado alguna vez. ¿Sabes realmente dónde están las reliquias?

– No estoy seguro siquiera de que existan.

– Lo creas o no, me alegro de que hayas dicho eso, Yashim. Por los viejos tiempos.

109

Yashim regresó caminando lentamente a su apartamento, rumiando sobre las palabras de Grigor. Si éste creía que las reliquias existían… Pero eso no era lo que Grigor había dicho.

Giró en el mercado, para subir por la colina.

– ¡Yashim!

Éste se inclinó en la pendiente.

– ¡Yashim! Sé lo que te quitaron… ¡y no fueron las orejas! ¿Por qué estás sordo hoy?

Yashim levantó la cabeza y miró a su alrededor. Giorgos se encontraba de pie ante su puesto, las manos en las caderas.

– ¡Vaya! ¿Comes en lokanta estos días? ¿Olvidas lo que es comida? Pequeño kebab. Pequeñas dolma. ¡Sabe a mierda!

Giorgos había tenido una notable recuperación, observó Yashim.

– ¿Estás viendo un fantasma? -rugió Giorgos, golpeándose el pecho-. Sí, soy un hombre delgado ahora. Pero este puesto… ¡Es como las mujeres! Las mujeres están felices de volver a ver a Giorgos. Así que ella es… ¡ella es muuuuy gorda!

Yashim se acercó a grandes zancadas al tenderete.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, señalando las grandes pilas de berenjenas, los pepinos y tomates que rebosaban de las cestas, junto a una pirámide de limones.

– Eh -suspiró Giorgos, rascándose pensativamente un sobaco mientras revisaba su mercancía-. En su mayor parte es mierda, effendi. Mi huerto -añadió disculpándose, inclinando la cabeza hacia una cesta de pepinos muy grandes curvados como unas hoces delgadas de color verde-. Hoy lo doy todo por nada.

Yashim asintió. Durante la semana en que Giorgos había estado en el hospital las verduras de su parcela se habrían desmandado.

– Pero -y la voz de Giorgos se volvió ronca al emplear un acento de conspiración- encontré una cosa bonita.

Fue a mirar detrás de su tenderete y regresó llevando dos pequeñas berenjenas en la palma de su maciza mano, y una ristra de tomates en miniatura en la otra.

– ¿Todo muy pequeño, ves? Sin regarlas.

Yashim asintió.

– Son tan bonitos que podría comérmelos crudos.

Giorgos lo miró con una expresión de preocupación en su cara.

– Si te los comes crudos -dijo, meneando las berenjenas en la mano- enfermarás del estómago. -Metió las verduras en las manos de Yashim-. Ningún locanta, effendi. Lentamente, lentamente, vamos mejorando otra vez. Tú. Mi huerto. Y yo, también.

Yashim tomó el regalo. En su camino de vuelta colina arriba, pensó: «Giorgos dejó su huerto durante una semana, y ahora ha vuelto.»