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El sonido de los almuecines le pilló a media subida de la colina. El sol se estaba desvaneciendo al oeste, a sus espaldas; delante, la oscuridad ya había caído.

Al otro lado del Cuerno, recordó Yashim, el embajador francés estaría pronto redactando el informe.

Al llegar ante su puerta, en lo alto de la escalera, hizo una pausa y escuchó.

No se oía ningún sonido: ningún susurro de páginas pasadas, ningún suspiro. Ninguna Amélie.

Yashim empujó la puerta con cautela, suavemente, y atisbo en la penumbra. Todo se encontraba en su lugar.

Entró lentamente y buscó a tientas la lámpara. Cuando la hubo encendido, se sentó durante largo rato en el borde del diván, con únicamente su sombra como toda compañía.

Amélie se había ido, sin dejar nada detrás. Sólo una sensación de su ausencia.

Al cabo de un rato, Yashim fijó su atención en la estantería.

Algo más había cambiado, observó. El Gillius también había desaparecido.

110

Auguste Boyer, encargado de negocios del embajador, no había dormido bien. Al dejarse llevar por el sueño, había recordado con un inicio de vergüenza su escena en la ventana del patio, babeando sobre los adoquines. El embajador podía haberlo visto. Ya dormido, soñó con hombres sin rostro y perros salvajes.

La llegada de Yashim poco después de que Boyer se hubiera vestido, y antes de que hubiera tomado su bol de café, chocaba desdichadamente en la mente del attaché con el recuerdo del cadáver desangrado de Lefèvre.

– El embajador no puede ser molestado -dijo con vehemencia.

– ¿Está dormido?

– Desde luego que no -replicó Boyer-. Está ya resolviendo varios asuntos, en discusión con el personal de la embajada.

Con el chef, pensó. Había un almuerzo programado. Con tal que, por supuesto, el embajador estuviera despierto. La tripa de Boyer empezó a hacer ruidos; sacó un pequeño pañuelo y tosió.

– ¿Sabe usted por casualidad si el embajador ha completado su informe sobre la muerte del desgraciado monsieur Lefèvre?

Boyer miró al eunuco con cierto disgusto.

– No tengo ni idea -dijo.

Yashim seguía manteniendo una pequeña esperanza de conseguir una demora.

– ¿Y el testimonio de madame Lefèvre? ¿Ha resultado útil?

Boyer lo miró con expresión vacía.

– ¿Madame Lefèvre?

– Amélie Lefèvre. Su esposa -explicó Yashim-. Llegó aquí hace un par de días, por la tarde.

Auguste Boyer pensó en su bol de café, que se estaba enfriando.

– De monsieur Lefèvre -dijo incorporándose-, la embajada es consciente. Pero por lo que se refiere a madame… No, monsieur. Me temo que está usted completamente equivocado.

Yashim se balanceó lentamente sobre sus talones.

– Madame Lefèvre vino aquí a la embajada. Había estado en Samos, y necesitaba ayuda para volver a casa, a Francia.

Boyer captó el cambio de táctica de Yashim. El informe del embajador escapaba a su jurisdicción, pero esto era fácil.

– Está usted completamente equivocado. Esa madame Lefèvre, quienquiera que pueda ser, no ha sido vista en la embajada -dijo resueltamente, conectándose mentalmente con su café y un cruasán caliente-. Buenos días, monsieur.

Giró sobre sus talones y se marchó a grandes zancadas a través del vestíbulo, dejando a Yashim mirándolo fijamente, con una desconcertada arruga en su rostro.

O el diplomático estaba mintiendo… o Amélie se había ido a algún otro lugar. Había desaparecido en la gran ciudad tan repentinamente como había venido, llevándose su pequeña bolsa y con la cabeza llena de peligrosas nuevas ideas. Decidida, había dicho ella, a averiguar quién había matado a su marido.

La arruga de la frente de Yashim se hizo más profunda. Las ideas eran peligrosas, ciertamente; pero los hombres podían ser mortales.

111

Amélie Lefèvre se estremeció cuando la puerta se cerró de golpe a sus espaldas.

Posó su linterna sobre un estante bajo, levantó el cristal y encendió la mecha con una temblorosa mano. El aire estaba frío.

Sostuvo la linterna encima de su cabeza, recogiendo el borde de su falda con la mano libre, y empezó a descender lentamente por la espiral de depósitos de agua que conducían a la boca del túnel.

Al llegar al fondo se metió en la poco profunda agua.

Gotas de condensación en la linterna proyectaban motas de luz hasta el fondo del túnel, deslizándose por las bastas paredes de ladrillo para perderse repentinamente en las negras alas de su propia sombra en el techo.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolita de cera blanca y un carrete de hilo de algodón negro. Ablandó la cera al calor de la linterna, y la utilizó para fijar un extremo del hilo a la abertura del túnel, más o menos un par de centímetros por encima del nivel del agua. Se enderezó y se remangó las faldas. Sosteniendo, sin apretarlo, el carrete de algodón entre sus dedos, entró en el túnel, soltando la hebra detrás de ella.

En la primera bifurcación se desvió a la derecha, sin vacilar, pero al cabo de unos cinco metros se detuvo a escuchar. El agua discurría suavemente en torno de sus pies. Instintivamente, miró hacia atrás. La acuciante oscuridad la pilló por sorpresa, y balanceó la linterna nerviosamente sobre su hombro. Una gota del techo aterrizó sobre la punta de su nariz, cosa que le hizo pegar un brinco hacia atrás.

«Cálmate -murmuró para sí, y siguió vadeando-. Concéntrate en el detalle.» Ladrillos romanos. Una reparación posterior, con materiales más toscos; quizás los constructores se habían abierto camino a través del techo en alguna época remota. Los turcos parecían haber redescubierto el secreto del cemento romano, pensó. Las paredes estaban desnudas; nada podía crecer allí.

«Amélie Lefèvre. Arqueóloga. Como mi marido.»

Empezó a contar sus pasos.

Contó un centenar, doscientos. A los quinientos, empezó a sentir el peso de la ciudad presionando sobre ella, cerrando lentamente la distante boca del túnel. Dejó de contar.

«Ésta es la Serpiente -se dijo a sí misma-. Ha permanecido firme durante mil años, una perdida proeza de la ingeniería bizantina.

»Estoy en buenas manos: obreros bizantinos, un erudito del Renacimiento… y Maximilien Lefèvre.»

Lo había leído todo en el libro de Yashim; el libro que su marido había escondido en su apartamento. El libro que Max siempre había querido que ella encontrara.

El hilo se tensó del todo en su mano. Miró hacia abajo y sacó otro del bolsillo. Ató los extremos del hilo, dobló los dedos sobre el nuevo carrete y prosiguió su camino.

112

Una idea, un recuerdo, se agitaba en la mente de Yashim. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Olvidándose de la gente que pasaba por la calle.

Amélie se había desvanecido en el tenue aire. La única pista de sus planes era el libro que se había llevado con ella. Gillius debía de haberle servido a Amélie -y quizás, antes de eso, a Lefèvre- para identificar la ubicación de las reliquias bizantinas.

Amélie creía en su existencia. Se encontraban, había dicho ella, en un espacio hueco bajo la primitiva iglesia de Santa Sofía. Una cripta.

El camino hacia la cripta discurría a través de una red de túneles que corrían bajo la ciudad. La mayor parte de ellos no era mayor que una madriguera de conejos, pero algunos eran lo bastante grandes para permitir el paso de un hombre. Uno, al menos, parecía discurrir desde el sifón de Balat hacia la iglesia de Santa Irene, en los terrenos del Palacio Topkapi, donde Yashim había visto su boca. Cerca de donde Gillius afirmaba haber bajado a los sótanos de la casa de un hombre y paseado por una cavernosa cisterna en la oscuridad. Un hipódromo hueco, tal como Delmonico había dicho: el At meydan, donde la Columna de la Serpiente se había alzado durante quinientos años.