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Entre el Palacio Topkapi, la cisterna de Gillius y la Suleymaniye se levantaba un antiguo edificio más famoso que los otros. Santa Sofía, la Gran Iglesia de los bizantinos.

Yasmin mantenía los ojos cerrados con fuerza.

La tubería debía de conducir al Hipódromo.

Gillius lo debía de haber descubierto trescientos años atrás; debía de haber supuesto dónde había que buscar las reliquias.

Y luego había abandonado la ciudad para marchar con los ejércitos otomanos hacia Persia. Como si alguien, o algo, lo hubiera ahuyentado. Igual que habían asustado a Lefèvre haciéndolo huir, tres siglos más tarde.

Los hombres no viven trescientos años, pero las ideas sí. Los recuerdos sí. Las tradiciones sí.

El mismo sou naziry lo había dejado claro.

Yashim se separó de repente de la pared y empezó a correr.

113

Amélie se quedó en la boca del túnel con la linterna levantada. Sus ojos brillaban.

Gillius había dicho la verdad.

Se encontraba de pie unos metros por encima de un vasto lago subterráneo. De su reluciente superficie sobresalían enormes columnas de pórfido y piedra que subían a partir de sus macizos plintos, centelleando bajo la luz de la lámpara hasta que se perdían en la oscuridad, sobre su cabeza.

Lentamente bajó por los escalones hasta llegar al nivel del agua.

Se estremeció involuntariamente en el silencioso bosque. Columnas hasta donde llegaba su vista, bellamente fabricadas, el orgullo de templos paganos procedentes de todo el Imperio romano. Los emperadores bizantinos las habían saqueado para ésta, la mayor cisterna jamás construida, perdida para el mundo y enterrada bajo el suelo.

Dio otro paso, y la helada agua se cerró en torno a sus tobillos. Buscó el siguiente escalón con los pies; el agua le llegó a las rodillas. No había más escalones. Dejó escapar un jadeo de alivio.

Depositó el carrete de hilo en el escalón detrás de ella. Rechinando los dientes, empezó a vadear a través de las negras aguas.

Las reliquias estaban ahí, lo sabía.

En alguna parte, entre las congeladas columnas de la antigüedad, encontraría el signo.

114

Una mano extendida, la otra siguiendo el hilo en el que él había depositado su fe, Yashim se escabulló hacia delante en la oscuridad.

En alguna parte, ante él, unida a él por el delgadísimo filamento de algodón, una mujer estaba avanzando hacia la muerte. Si era valiente o ignorante, Yashim no podía juzgarlo, pero el castigo sería el mismo.

Grigor había hablado de las fronteras de la ciudad. Entre fe y fe; entre un barrio y el siguiente; entre el presente y el pasado.

Pero los guardianes del agua patrullaban por otra frontera de la que pocas personas en Estambul eran conscientes. La frontera entre la luz y la oscuridad. Bajo las calles, y ocultas a la vista, las palpitantes arterias de Estambul.

El mundo muerto, frío, oscuro, que daba la vida a la ciudad.

Y los guardianes del agua estaban dispuestos a matar para preservar su único conocimiento de ese mundo.

El turbante de Yashim rozó el bajo techo, desconchando una nube de mortero. Amélie tenía una lámpara, Yashim estaba seguro de ello, y en cualquier momento vería la luz.

Volvió la cabeza. Por un momento se quedó confuso, desorientado. ¿Había vuelto sobre sus pasos… alejándose de la lámpara de la mujer? Porque allí estaba. Un pálido resplandor que iba y venía, pero por detrás de él.

Sacudió la cabeza. Sus ojos, en aquella oscuridad, le estaban jugando malas pasadas.

Siguió avanzando.

115

El sou naziry parpadeó. Se detuvo y tocó la bola de cera con el dedo.

La cera se separó fácilmente de la piedra. El sou naziry la cogió y sintió el tirón del hilo entre sus dedos.

Sacó la lengua y se humedeció los labios.

Había creído, hasta este momento, que el trabajo estaba hecho.

El sou naziry cogió su linterna y se aflojó la daga en el cinto. La daga tenía una empuñadura enjoyada y su hoja era curva.

El sou naziry cogió la hebra de hilo y entró en el túnel.

116

Amélie peleaba contra el peso de su falda mientras avanzaba por el agua, zigzagueando entre las grandes columnas, siguiendo sus fríos contornos con los dedos, buscando el signo que sabía que estaría allí.

Apenas a quinientos metros de distancia Yashim sintió un cambio en la atmósfera del túnel, notando que aumentaba la humedad a medida que se aproximaba a la cisterna ciegamente. Miró hacia atrás. No había ninguna duda de que alguien estaba bajando por el túnel detrás de él ahora. Sintió el debilísimo tirón del hilo en su mano, y vio la luz de la lámpara balanceándose a medida que se acercaba. Quienquiera que fuese se movía más deprisa a través del exiguo túnel de lo que él podía hacer. Alguien experto.

Yashim vaciló. Más tarde o más temprano, el hombre lo alcanzaría… Si no podía encontrar algún pasaje lateral donde pudiera esconderse. Pero en la oscuridad sus posibilidades de hallar alguno eran escasas. ¿Y qué pasaría, si lo conseguía? ¿Qué pasaría, si salvaba la piel… y el hombre proseguía hasta descubrir a Amélie?

Soltó el hilo de sus dedos. Sin él, podía moverse más deprisa, confiando en la suerte de que el túnel no volviera a bifurcarse, o de que, cuando lo hiciera, pudiera recuperar el hilo y averiguar qué rama había tomado la francesa.

Sus dedos iban rozando las paredes. Durante algunos metros sintió el áspero ladrillo dentado bajo sus yemas, y entonces, bastante repentinamente en el lado izquierdo, su mano se encontró palpando el fino aire. Cautelosamente recorrió la abertura con los dedos. Deslizó un pie, luego otro, en la brecha. Había un escalón hacia arriba.

Yashim no perdió más tiempo. Se metió en la abertura y subió varios escalones, luego se aplastó contra la pared, y aguardó.

Notó que la oscuridad se iba disolviendo.

Oyó el chapoteo de los pies del hombre a medida que éste avanzaba por la poca profunda corriente.

Entonces la luz se volvió cegadora, y Yashim no pudo ver nada en absoluto, sólo la luz y el centelleo de ésta cuando se reflejaba en la curvada superficie de la hoja de acero.

Y en algún lugar, a centenares de metros de distancia, en un apestoso túnel secundario que llevaba ahora casi un día entero bloqueado, un delgado hilillo de agua empezó a filtrarse a través de la hinchada masa de carne y hueso, piedras y lana empapada.

117

Yashim se echó hacia atrás apoyándose contra los escalones y lanzó una patada a la linterna. La lámpara estalló al estrellarse contra el techo del túnel, y la luz se esfumó, pero él y el sou naziry se habían reconocido. Cuando Yashim cayó al suelo, giró y golpeó con su puño.

Golpeó contra algo, no podía decir qué, y dio la vuelta en redondo. Se quitó la capa de los hombros y la sostuvo como una pantalla en el túnel.

Sintió el tirón en los dedos cuando el cuchillo del naziry cortó la tela; entonces bajó ambas manos con tanta fuerza como pudo, tratando de agarrar al hombre por sus muñecas y sujetarlas contra el suelo.

Pero el naziry fue rápido. Sus muñecas ya no estaban allí. Yashim cayó de lado sobre sus rodillas, en los escalones, y sintió la presión de un pie del naziry contra la rasgada capa.

Saltó sobre una pierna en busca de los escalones nuevamente, mientras golpeaba con la otra en la oscuridad. Tocó algo, pero sin fuerza. Cuando trataba de retirarla, el naziry hizo presa en ella. Yashim soltó una patada con su pierna libre, pero su fuerza se vino abajo cuando un dolor abrasador le atravesó la pantorrilla.