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Se dobló hacia delante, sus extendidas manos parando el segundo golpe dirigido a su cuerpo. Yashim sintió que la hoja le cortaba la articulación de su dedo pulgar. Trató de agarrar algo en la oscuridad y encontró una muñeca. Por un segundo mantuvo la presa; levantó la pierna derecha y la descargó todo lo violentamente que pudo contra el lugar donde debía de estar el brazo que sostenía el cuchillo del naziry, alcanzándolo en el costado de la cabeza.

La muñeca se deslizó violentamente de su presa. Yashim trepó hacia atrás por los escalones, y escuchó, manteniendo una pierna levantada. En la otra podía sentir la sangre brotando por una herida en su pantorrilla.

No oía nada. Ninguna respiración, ningún chapoteo. Nada más que un sonido como de un suave chasquido que parecía venir de muy lejos. Un sonido que no significaba nada para él, que no podía ayudarlo a vencer.

Y luego el silencio.

Una débil brisa le golpeó su rostro.

Yashim soltó una patada con toda su fuerza, en la oscuridad.

Se dio cuenta de que el naziry había estado más cerca de lo que pensaba cuando lo alcanzó en el hombro, antes de que sus rodillas se desplegaran. Acompañó el golpe de un poderoso empujón y tuvo la satisfacción de oír que el naziry caía hacia atrás con un gruñido.

Lo cual fue la última cosa que Yashim pudo oír antes de que el túnel estallara con un rugido que pareció llenar la oscuridad, rebotando de pared en pared como un disparo de cañón. Un viento salpicado de espuma se abalanzó sobre él, tirando de sus piernas. Algo golpeó contra sus pies. Oyó un chirrido como de metal.

Luego, nada. Sólo un retumbar, muy lejano, y un suave borboteo en el túnel, abajo.

Yashim se quedó absolutamente inmóvil. El hecho había sido tan repentino que no podía comprenderlo.

Pero, a doscientos metros de distancia, Amélie quedó aterrorizada cuando un enorme chorro de agua brotó de la boca del túnel, estallando contra la columna más cercana en una explosión de espuma y residuos, con un ruido como el de un trueno.

Los escombros golpearon la superficie a su alrededor, y luego el agua se detuvo. Algo que podía haber sido una figura humana se deslizó de la columna, se estrelló contra el plinto y cayó con un chapoteo en el oscuro lago.

Cuando Amélie levantó la mano para quitarse un poco de barro de la mejilla, observó algo muy pálido y tentaculado balanceándose a su lado en el agua. Bajó la lámpara para ver mejor.

Inmóvil en los duros escalones, Yashim oyó su grito.

118

Vio a Amélie primero, bañada en el halo de luz de la lámpara que ella había dejado a su lado. La mujer tenía una mano alzada junto a su boca.

– ¡Amélie! C'est moi! ¡Yashim! -gritó.

Amélie retrocedió hacia un plinto. Su falda se extendía a su alrededor como una hoja de nenúfar.

Yashim empezó a bajar por los escalones. Apenas notó el agua hasta que tropezó con el naziry, que estaba flotando boca arriba.

Pasó al lado del cuerpo.

Amélie estaba llorando cuando él se aproximó, llevándose las manos a la cara, sin tratar de detener las lágrimas.

Yashim la tomó silenciosamente en sus brazos. La mujer parecía estar temblando contra él. La apretó con fuerza, frenando las convulsiones que la atenazaban.

Muy lentamente, sosteniéndola contra su pecho, se dio la vuelta. La cabeza de la mujer se movió como si estuviera mirando fijamente alguna cosa; luego, se relajó y cayó contra el hombro de Yashim. Éste miró hacia abajo, a través de su cabello, hacia el borde de su falda en el agua. A la pálida luz, pudo distinguir una mano humana.

Se estremeció y apretó con fuerza la mano de la muchacha. Cómo había ocurrido, no lo sabía con exactitud, pero Enver Xani, muerto desde hacía tiempo, le había salvado la vida por segunda vez.

Amélie se fue calmando gradualmente. Primero, dejó de temblar; luego, levantó la cabeza.

– Estuvimos muy cerca -dijo ella, y se separó.

– ¿Cerca? ¿El uno del otro? -preguntó Yashim estúpidamente.

Era consciente de un dolor palpitante en su pierna, y cuando levantó su mano a la luz vio que estaba negra de la sangre que manaba.

– De las reliquias -dijo Amélie.

Sus ojos brillaban bajo la luz de la lámpara.

Yashim se sentía mareado. Se abrió camino a través del agua y encontró los escalones. Se quitó el turbante y empezó a rasgarlo en tiras, vendándose con ellas la pierna. Amélie vadeó hasta él ayudándolo a atarse el vendaje y también a envolverse la mano.

– Yo… yo no quería que vinieras.

– No. -Yashim se sentía terriblemente cansado-. De no ser por ti, no lo habría hecho.

Las manos de la mujer temblaban. Yashim vio que trataba de atar el nudo con unos dedos que estaban rígidos por el frío.

– He encontrado las reliquias -dijo ella.

Él sabía que no era verdad. Todavía no.

– Este hombre venía a matarte -dijo él.

Vio que ella se enderezaba, una vez terminado el vendaje. Adelantó una mano y apartó un mechón de pelo de la frente de la mujer.

– Aún puedes ayudar -dijo ella.

Y se apartó, vadeando, con la lámpara en la mano. Cansadamente, Yashim se esforzó por ponerse de pie.

– ¡Te habría matado! -Su grito sonó muy débil, allí, en aquel misterioso bosque oscuro-. Tal como mató a los otros. Tal como mató a tu marido.

Ella no se detuvo; se limitó a volver la cabeza y decir:

– Estoy haciendo esto por Max. Es lo que él hubiera querido.

Yashim se estremeció de frío.

– Fuiste a casa de Millingen, ¿verdad? -gritó Yashim-. Tú me encerraste.

Amélie no respondió. Sus faldas la seguían, como un séquito.

– Mira -dijo ella finalmente.

Levantó la lámpara, y su brillo cayó sobre el plinto, que soportaba una columna cuyo término se perdía en la oscuridad que se cernía sobre sus cabezas. La juntura quedaba oculta por una capa de cobre verdoso moteada de humedad, y sobre el plinto mismo, parcialmente sumergida en la negra agua, Yashim reconoció una cabeza esculpida.

Aun cuando estaba en posición invertida, con la frente hundida bajo el agua, Yashim se quedó paralizado. Majestuosos en su simetría clásica, aparecían aque llos grandes y ciegos ojos, las ensanchadas ventanillas de la nariz, los gruesos y redondeados labios… Pero demoníaca, también, era la expresión de agonía y de mando. Era la cara de una mujer. Su cabello era espeso y enmarañado.

Yashim se acercó, olvidándose del frío, mientras la lámpara temblaba en la mano de Amélie y proyectaba sombras que danzaban y corrían a través de profundas incisiones en la piedra. Entonces se echó para atrás con un jadeo. Por un momento le había parecido que las hebras de aquellos enmarañados mechones se enrollaban y retorcían como seres vivientes.

– La Medusa -murmuró con un estremecimiento.

– ¿No lo ves? -Repentinamente, Amélie dejó escapar una risa temblorosa-. Max suponía… ¡Los mitos! La Medusa convierte a los hombres en piedra. Su mirada te clava. Confiere una especie de inmortalidad.

– El emperador -dijo Yashim tartamudeando-. Convertido en piedra.

Las serpientes volvieron a levantarse cuando Amélie dio la vuelta hacia él.

– ¡Sí! El emperador muere, y el emperador despertará. Algo oculto reaparecerá algún día y estremecerá al mundo. -Dejó la lámpara sobre el plinto-. El emperador era sólo un pobre, valiente diablo que no pudo hacer nada para detener a los turcos. Pero en el mito… ¡Es una idea! El instrumento de Dios sobre la tierra. La idea del poder sagrado.

Deslizó sus manos sobre el esculpido mármol.

– Se trata de suspender el tiempo. Congelarlo.

Puso sus manos sobre la cima del plinto y empezó a agitar el agua con los pies.

– Están aquí. Lo sé. Las reliquias están aquí.