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Ella permaneció callada mientras él aplicaba su hombro contra la pared. Un ruidito como de gruñido poco a poco se fue transformando en un sonido más grave cuando la piedra empezó a moverse y la barra de luz se fue ensanchando, centímetro a centímetro.

Antes de que alcanzara una anchura de quince centímetros, Yashim hizo una pausa y aplicó el ojo a la grieta.

Estaba mirando a través de una extensión de agrietado y pulido mármol hacia una enorme ventana de barrotes, situada a unos quince metros de distancia. La luz le hirió en los ojos. Levantando la mirada, vio un techo abovedado. Algo en las proporciones del edificio y la polvorienta negrura de sus muros le recordaba un lugar, pero por el momento no pudo imaginar dónde estaba.

Volvió a empujar. La pared, descubrió, estaba montada sobre un eje, de manera que un extremo se balanceaba hacia fuera y el otro lo hacia el interior. Pronto fue capaz de introducirse por la grieta y utilizar espalda y piernas para hacer girar la piedra, y fue entonces cuando comprendió de golpe lo que pasaba.

Habían hallado un camino para entrar en Santa Sofía.

No en la planta baja, y en ningún lugar próximo al antiguo altar mayor. La escalera en espiral había sido construida dentro de una de las vastas columnas que soportaban la gran cúpula, y ellos emergieron mucho más arriba, en la abandonada galería que se extendía bajo las cúpulas menores del mayor edificio del mundo antiguo.

120

Faisal al-Mehmed deslizó sus ojos a lo largo de las estanterías bajas que lo rodeaban en su caseta delante de la Gran Mezquita y meneó negativamente la cabeza. ¡Tantos zapatos! Con un tiempo como aquél, todo el mundo quería entrar en la Mezquita; nadie quería salir. Pero tan pronto como la lluvia cesara, se lanzarían sobre él, exigiendo recuperar su calzado, provocando confusión.

Faisal al-Mehmed aborrecía la confusión, sobre todo en un recinto sagrado.

Un movimiento de la multitud le hizo mirar a su alrededor. Un hombre y una mujer, que no recordaba haber visto antes, estaban emergiendo por la puerta, saliendo a la lluvia torrencial, y ya, observó, estaban empapados hasta los huesos. La mujer apenas podía caminar: el hombre la rodeaba con un brazo, y con el otro le sostenía la mano.

Faisal se mesó la barba y asintió con la cabeza. Tantas personas llegaban a esta mezquita sin un pensamiento piadoso… Simplemente, incluso, para resguardarse de la lluvia. ¿Dónde estaba la piedad, en utilizar una mezquita como refugio? La verdadera piedad ignoraba la lluvia.

Faisal sonrió enviando mentalmente una bendición a la pareja, porque en su corazón comprendió que poseían entusiasmo.

121

Cuando Yashim se despertó, era tarde. Las nubes de tormenta se habían disipado, como si jamás hubieran existido, y un cálido sol de la tarde estaba ya trazando un dibujo de sombras oblicuas a través de la habitación.

Se puso de pie lentamente, sintiéndose ligero y hambriento. Había una rebanada de pan que nada tenía ya de tierno; rompió un trocito y lo masticó, y luego con disgusto lo soltó y removió el fuego. Sopló las brasas y alimentó su brillo dejando caer trocitos de carboncillo con los dedos, escuchando su seco crujido, sintiendo su inconsistente peso, preguntándose, mientras observaba el brillo que se extendía, cómo algo tan liviano podía generar tanto calor. Colocó su mano plana por encima de la estufa y agradeció el ardiente calor en su palma.

Miró en el cesto de las verduras. En un plato de loza, bajo una tapa en forma de cúpula, aparecía una lonja de queso blanco desmenuzable, beyaz peynir.

Peló un par de cebollas y las cortó toscamente, luego les echó sal. Cogió dos tomates, los cortó y picó los trozos, junto con unos pimientos, ajo y un puñadito de perejil marchito. Trituró el queso con un tenedor.

Partió la rebanada de pan duro longitudinalmente y restregó la miga con un diente de ajo y con el tomate cortado. Roció los tozos con aceite y los dejó en una esquina, sobre el calor.

Metió las cebollas en un cuenco de agua para quitarles la sal, y las puso en un bol junto con los pimientos, los tomates y el perejil. Una gota de aceite cayó en las brasas con sonido silbante. Esparció el queso desmigajado por la ensalada y un gran pellizco de kirmizi biber, que había comprado después de que le revolvieran el apartamento… Generalmente lo hacía él mismo, con un gran puñado de guindillas machacadas en un mortero y rehogadas en una sartén, sobre las brasas.

Vertió un generoso chorro de aceite de oliva sobre la ensalada, añadió sal y machacó unos granos de pimienta en el mortero. Clinc-clinc-clinc.

Removió la ensalada con una cuchara.

Sacó el pan tostado del fuego y lo puso sobre una fuente. Se lavó las manos y la boca.

Comió con las piernas cruzadas sobre el sofá, el sol bañando su mano izquierda, pensando en las oscuras madrigueras que había bajo la ciudad, la enorme cisterna como un templo, y la vacilante luz que le había perseguido a través de sus sueños. La luz que él había visto en los ojos de Amélie.

«Estoy haciendo esto por Max», había dicho ella. Cumpliendo sus deseos. Siguiendo sus instrucciones como si aún estuviera vivo; como si, al igual que el propio Bizancio, él tuviera el poder de dirigir y controlar las acciones de la gente en el mundo de los vivos.

Yashim cogió con la cuchara un poco de la ensalada, con una rebanada de pan tostado. «Estoy haciendo esto por Max.»

Por Max. Por el hombre cuyo cadáver, brutalmente mutilado, él y el doctor Millingen habían examinado unos días antes. Un cuerpo sin rostro, pero con buenos dientes.

122

– Es usted.

El doctor Millingen hizo subir la mecha; una cálida y suave luz se esparció por la habitación.

Yashim dejó en el suelo una bolsa delante de él.

– ¿Y madame Lefèvre? -preguntó.

– Muy débil, después de tanto sufrir. Pero es una luchadora. Estoy seguro de que usted ya lo sabe.

El médico se inclinó hacia delante y cogió una moneda que dejó lentamente sobre el escritorio.

– ¿Una superviviente? Sí, como su marido. Nuestro viejo amigo Meyer -dijo Yashim.

El doctor Millingen frunció el ceño y miró hacia la puerta.

– Ya he arreglado las cosas para que madame Lefèvre sea repatriada -dijo, sosteniendo la moneda bajo la luz-. Sale mañana, para Francia.

– ¿En un barco francés?

– El Ulysse. Está atracado en Tophane, en el muelle. -Se echó hacia atrás, llevándose con él la moneda-. Mi hombre la acompañará a bordo. Se acabaron los accidentes, Yashim.

– ¿Accidentes? -dijo Yashim fríamente-. No fue idea mía enviarla a las cisternas, doctor Millingen.

La moneda empezó a correr por los dedos del doctor Millingen.

– Supongo que ya sabrá usted que no encontró nada -dijo Yashim.

– Eso fue lo que me dijo.

Yashim avanzó un paso y extendió las manos.

– Las pistas encajaban. Usted habría conseguido sus reliquias, si hubieran estado allí. Pero no estaban. Y yo no creo que existan -añadió, moviendo la cabeza negativamente-. Lefèvre vendía humo.

El doctor Millingen miró a Yashim pensativamente.

– Estoy de acuerdo con usted -dijo al cabo-. Y, no obstante, como dice, las pistas encajaban.

– El problema con las pistas es que puede usted hacer que señalen hacia donde más le guste. Algunas viejas leyendas, un libro raro. Lefèvre no tenía más que elegir un tema, et voilá. Una historia que él sabía vender.

Millingen frunció el entrecejo.

– Pero ya se lo dije. No iba a conseguir nada de nosotros hasta que las reliquias fueran halladas.

Yashim sonrió.

– Por el contrario. De usted consiguió todo lo que necesitaba. Autenticidad, doctor Millingen. Creo que se llama «ascendencia». Su interés sólo hacía subir el precio… para otros.