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– Pero madame Lefèvre… Ella se creyó la historia, también.

– ¿De veras? -Yashim se acordó de Amélie bajo la luz de la lámpara, hundiéndose hasta las rodillas en las oscuras aguas-. Creo, doctor Millingen, que la única persona que puede haber creído en toda esta charada es usted. Fue usted quien en una ocasión me dijo que un coleccionista es un hombre débil. ¿Recuerda? Usted con esta moneda de Malakian que yo le traje (la moneda que le faltaba en su colección), ansioso por poseerla, casi a cualquier precio. Quizás no podía estar seguro de Lefèvre. ¿Por qué tendría que confiar en él? En lo más recóndito de su pensamiento usted esperaba que él pudiera tener razón.

El doctor apretó los labios, sin hacer ningún esfuerzo por negarlo.

– De manera que convenció a madame Lefèvre de que encontrara la pista. -Yashim cruzó sus manos sobre el pecho-. Ignoro si eso quería decir que era usted débil. Pero lo convertía en alguien poco escrupuloso.

– Siga -gruñó Millingen.

– Podía haberle ofrecido dinero por las reliquias. Ella necesita dinero, estoy seguro. -Yashim se acordó de Amélie en el agua, vadeando mientras se alejaba de él, girando su adorable cabeza para decir que estaba haciendo aquello por Max. Por un hombre muerto-. Pero pienso que le ofreció usted algo más. Algo que a ella le importaba incluso más que el dinero.

Los dedos que daban vueltas a la moneda se detuvieron.

– Me pregunto qué va a decirme, Yashim. Estoy muy interesado en saberlo.

– Yo no creo que la propia Amélie creyera jamás realmente en las reliquias. Y tampoco creo que usted lo creyera. Pero usted quería estar seguro, doctor Millingen, ¿verdad? De manera que concibió un trato, arriesgando una vida por otra. Ése es su oficio, no. La vida.

Millingen no se movió, Yashim bajó la cabeza y dijo:

– Le prometió a Maximilien Lefèvre.

123

Millingen dejó la moneda sobre la mesa con un sonoro ruido metálico.

Sus ojos se encontraron.

– Lefèvre está muerto -dijo Millingen.

Estaba observando a Yashim ahora, tratando de medir el efecto de sus palabras.

Yashim asintió lentamente.

– No sería la primera vez, ¿verdad? Lefèvre muerto.

– No sé qué quiere usted decir.

– Vamos, doctor Millingen. -Yashim frunció el ceño con impaciencia-. Es una cuestión de identidad, eso es todo. Él mismo me dijo eso.

– Él le dijo… ¿qué? -El tono de Millingen era desdeñoso.

– Bizancio. Constantinopla. Estambul. Todo son nombres reales. Todo, lugares reales. Lefèvre estaba fascinado por ellos, también; tres identidades, entrelazadas en una sola… Exactamente como las serpientes de la columna, en el Hipódromo. Son todas el mismo lugar, por supuesto. Del mismo modo que Meyer y Lefèvre son el mismo hombre…

Millingen hizo un gesto de impaciencia.

– No me dedico a la metafísica. Soy médico… Y reconozco a un hombre muerto cuando lo veo.

– Aquel cuerpo, en la embajada, estaba sin duda muerto. Pero no era exactamente quien pensábamos. No era Lefèvre. -Ladeó la cabeza-. ¿Quién era, doctor Millingen? Tengo mucha curiosidad. ¿Era un cadáver que usted proporcionó para la ocasión? ¿O sólo un desgraciado peón, en el lugar erróneo, en el momento inadecuado?

Millingen empezó a dar golpecitos con su dedo contra la moneda.

– Bueno, ésa no es la cuestión más importante ahora -dijo Yashim apaciblemente-. Estaba usted encantado de dejar que el mundo creyera que Lefèvre estaba muerto. -Levantó la mirada y sonrió-. Pensó que los Mavrogordato estarían satisfechos, supongo. ¿Es eso lo que él esperaba, también?

Millingen, frunciendo el ceño, desvió la mirada hacia una esquina de su mesa, pero no abrió la boca.

– Pero él no podía contar con su ayuda, ¿verdad? Al menos, después de Missolonghi. De manera que aceptó el trato. Su vida por las reliquias. La última, el tesoro perdido de Bizancio, hecho desaparecer por un cura en el altar cuando los otomanos invadieron la Gran Iglesia. Un cáliz y un platillo… si es que siguen existiendo. Y el coleccionista que hay en usted no podía rechazar la oferta.

El doctor Millingen apoyó el codo en la mesa y se protegió los ojos de la luz.

– Algunas personas piensan -dijo lentamente, y había un temblor en su voz- que se trataba del Santo Grial.

Yashim lo miró en silencio.

– Usted ha mantenido oculto a Lefèvre -dijo finalmente-. En el puerto, quizás.

Millingen se encogió lentamente de hombros.

Yashim frunció el ceño.

– Él escondió el libro en mi apartamento. No hay mucha confianza entre ustedes dos, ¿verdad?

Millingen emitió una especie de ladrido de desprecio.

– Sólo un estúpido confiaría en un hombre como Meyer -dijo.

– Amélie lo hizo.

Incluso mientras hablaba, Yashim recordó las tres serpientes. Las tres ciudades. Meyer. Lefèvre. Y un hombre muerto.

Pero Lefèvre no estaba muerto. Seguía vivo. Poseía una identidad que no se había manifestado. Una piel que no había mudado.

– Ustedes dos necesitaban a alguien para llevar a cabo el plan.

– Ésa fue su idea -dijo Millingen, pasándose las palmas por el lado de la cara-. Él no confiaba en mí. Y yo no podía dejarlo ir. Dejó el libro con usted y envió a buscar a su mujer.

Yashim se inclinó hacia delante y apoyó las palmas en el borde de la mesa de Millingen.

– ¿Cuál fue su trato, doctor Millingen? ¿Por qué Amélie vuelve a casa sola? -Yashim sintió debilidad en sus piernas-. ¿Porque ha fracasado?

Millingen asintió suavemente.

– Me temo, Yashim, que el doctor Lefèvre ha muerto, a fin de cuentas. -Su voz sonaba desgarrada y envejecida.

Yashim enrojeció de una ira repentina.

– Yo no lo creo así, doctor Millingen. Esta vez no puede huir de lo que es. Madame Lefèvre tiene algo más que vender.

Se arrodilló en el suelo y desató la bolsa.

Millingen se estiró hacia delante. Yashim sacó algo envuelto en una tela, y lo dejó en el otro extremo de la mesa. Tenía unos sesenta centímetros de largo, y parecía pesado.

Yashim posó una mano encima del objeto.

– Espero que me comprenda, doctor Millingen. Madame Lefèvre arriesgó su vida. No creo que deba marcharse sola.

Los ojos de Millingen eran como barrenas.

Yashim desenvolvió la tela de golpe.

Millingen dio un salto hacia atrás, como si le hubieran picado. Levantó la mirada hasta fijarla en la cara de Yashim, y luego otra vez hacia los ojos hundidos y la fría expresión de aquel rostro.

– La Serpiente de Delfos -dijo-. Yo no… ¿dónde encontró esto?

– No puedo decir dónde -repuso Yashim-. Pero le diré por qué. Madame Mavrogordato jamás intentó matar a Lefèvre.

– Pero ¡eso no es verdad! Su gente simplemente dio con el hombre equivocado, como usted dijo, y…

– No, doctor Millingen -replicó Yashim suavemente-. Ése es su error. Madame Mavrogordato jamás descubrió quién era, exactamente, Lefèvre. Sospechaba, pero no estaba segura.

Millingen frunció las cejas.

– Entonces, ¿quién estaba tratando de matarlo?

– Digamos sólo que él pisó la cola de una serpiente -dijo Yashim-, y ésta le mordió.

Yashim dirigió su mirada hacia la cabeza de la serpiente.

– Le voy a entregar esto a cambio de dos pasajes para el Ulysse. -Y parpadeó-. El doctor Lefèvre vuelve a Francia, con su mujer.

124

Yashim tardó menos de diez minutos en llegar al teatro, pero era consciente, cuando llegó, de que había ido más lejos de lo que pensaba. Una multitud se había reunido en la calle delante del local… La misma multitud, observó con diversión, que acudía a presenciar las reyertas callejeras, los incendios de las casas o las ejecuciones públicas. Los habituales griegos que estiraban el cuello para ver mejor, y los habituales turcos con fez que se situaban de pie con aspecto grave y las manos en los costados; holgazanes extranjeros de altos sombreros negros, que deslizaban sus dedos esperanzadamente en bolsillos ajenos, intercambiando miradas con estudiantes de madrasas de aspecto atareado y ataviados con turbante, que habían venido a protestar y se habían sentido intimidados por la naturaleza y variedad de aquella multitud. Gran parte del movimiento de la muchedumbre lo proporcionaban las tripulaciones de los barcos extranjeros, que parecían izarse hacia la puerta principal mediante invisibles cables. Y un grupo de marineros que Yashim reconoció por sus curiosos gorros sin alas, bordados en oro con la palabra «Ulysse».