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Se dio la vuelta y regresó por el callejón, reflexionando sobre la conversación de la cena. Por un momento tuvo la impresión de que algo se había movido en la parte superior del callejón, donde ardía una pequeña vela votiva en un nicho; pero cuando dobló la esquina, el callejón estaba oscuro, y oyó solamente el sonido de sus propios pasos. En una ocasión, antes de llegar a su puerta, volvió la cabeza involuntariamente y miró hacia atrás.

Palieski abrió la puerta bruscamente cuando Yashim llegó a lo alto de las escaleras. Llevaba cogida la botella de vodka por el cuello.

– No era la primera vez que mencionaba esas cabezas de serpiente, Yashim. Lo hizo en cuanto nos conocimos. -Palieski parecía impresionado por una idea-. Sabes, si vuelve a pedirme que nos veamos, le diré que no. Claro que no voy a dejar que se pierda de vista -añadió paradójicamente, descorchando la botella.

Mucho tiempo atrás, en un momento en que se dejó llevar, Palieski había conducido a Yashim hasta un vasto armario que se alzaba en lo alto de las escaleras de la embajada polaca. Girando la llave en la cerradura, había abierto las puertas para revelar dos de las tres cabezas de bronce que antaño habían adornado la Columna de la Serpiente en el Atmeydan. Las estuvieron contemplando, con los ojos desorbitados por el horror, durante unos minutos, antes de que Palieski cerrara bruscamente la puerta y dijera:

«Ahí está. Me ha estado corroyendo durante años. Pero ahora tú lo sabes, y me alegro.»

– Ni siquiera Lefèvre miraría en ese armario en busca de las cabezas de la serpiente, amigo mío.

Palieski dio una sacudida a la botella con tanta fuerza que unas salpicaduras de vodka cayeron sobre su muñeca.

– ¡Por el amor de Dios, Yash! -Miró frenéticamente hacia la puerta-. Ese francés podría reaparecer en cualquier momento. -Se lamió la muñeca-. «Provechosas para todos», narices. Él las huele, y no tengo ni idea de cómo. -Se sirvió dos tragos y echó la cabeza hacia atrás-. Ah, estoy mejor. Esto te limpia por dentro, sabes. Me imagino que ese hombre es una especie de ladrón, Yashim. Sabe demasiado. Lamento haberlo traído. Sencillamente no sabía cómo librarme de él.

– Mi viejo y querido amigo, no hace falta que lo volvamos a ver jamás.

– Bebo por eso -dijo Palieski.

Y bebió.

9

– No es usted lo que yo había esperado -dijo madame Mavrogordato.

No era un reproche. Era la simple exposición de un hecho.

Estaba sentada, erguida y rígida, en una tallada silla de madera, su cabello, negro como el azabache, recogido y sujeto con agujas. Tenía el rostro de un dios capadocio, con rectas cejas negras y cincelados labios. Yashim parpadeó, y se balanceó un poco sobre sus pies. Madame Mavrogordato tampoco era lo que él había esperado.

Sopesándolo bien, eso era bueno; pero hoy el equilibrio era delicado. Las sienes de Yashim latían con fuerza. Sintió sequedad en la boca. Palieski probablemente tenía razón, y el sultán se estaba muriendo realmente a causa de aquel champán. Deseó haber ignorado la nota e ido al hammam primero… al menos habría tomado un poco de sopa. Sopa de callos, la mejor. Palieski, que había bajado cautelosamente por las escaleras de su apartamento a media noche, seguiría confortablemente dormido en su cama.

La nota le había sido entregada muy temprano. Mientras que los hombres consultaban a Yashim sobre temas monetarios, y a veces sobre la muerte, las mujeres lo llamaban más raramente. Las damas, por lo general, estaban más preocupadas por sus maridos, sus criados… o por ambas cosas. Y a veces no querían nada más que satisfacer su curiosidad sobre Yashim. Él estaba vinculado al palacio; vivía en la ciudad; de manera que ellas inventaban pequeños problemas y lo llamaban para que les alegrara el día. En circunstancias normales, incluso las mujeres cristianas se lo hubieran pensado dos veces antes de llamar a un hombre a sus habitaciones; pero Yashim estaba más allá de toda sospecha. Lo llamaban, cortésmente, lala, o «guardián». En una ciudad de un millón de personas, sólo un puñado de hombres merecían ese título, y la mayor parte de ellos trabajaba en las dependencias de las mujeres en los palacios del sultán.

Madame Mavrogordato no lo llamaba lala. Nunca querría tener problemas con el servicio.

La mansión Mavrogordato se alzaba solitaria detrás de unos altos muros ennegrecidos por el fuego, en el barrio de Fener, a mitad del camino del Cuerno de Oro. Yashim vivía en Fener también, pero eso difícilmente los convertía en vecinos: el hogar de Yashim era un pequeño apartamento encima de un callejón. Durante los disturbios griegos, dieciocho años antes, el distrito había sido asolado por un incendio; más allá de los ennegrecidos muros, la mansión era enteramente nueva. Y nuevos eran, también, los Mavrogordato.

Cuán absolutamente nuevos resultaba difícil decirlo. Algunas viejas familias griegas de Fener habían proporcionado durante siglos al Estado otomano dragomanes, gobernadores, sacerdotes y banqueros; pero muchos se habían vinculado al movimiento de independencia griego, y, después de los disturbios, esta supuesta aristocracia fanariota casi había desaparecido. Los Mavrogordato pertenecían a un círculo de familias opulentas que realizaban la misma clase de negocio que había llevado a cabo la aristocracia fanariota, e incluso su nombre parecía bastante familiar. Pero no era exactamente el mismo nombre y tampoco la misma gente.

Yashim hizo una reverencia. Los negros ojos de madame Mavrogordato parpadearon en dirección a un enorme reloj del abuelo alemán, que se alzaba contra la pared del oscuro apartamento.

– Llega usted tarde -dijo ella.

Yashim miró al reloj. Más allá de ése, otro reloj descansaba sobre una taraceada mesilla. Detrás de madame Mavrogordato, un reloj americano colgaba de la pared, con un pequeño panel de cristal a través del cual se podía ver el péndulo reflejando rítmicamente la suave luz de la gran sala, completamente cerrada por postigos. Entre las ventanas, aparecía otro gran reloj del abuelo. Sus manecillas indicaban algo más de las diez.

– ¿Por qué no lleva usted el fez?

– No soy un empleado del gobierno, hanum. Tengo casi cuarenta años y creo que soy lo bastante viejo para elegir lo que considero confortable. De la misma manera que elijo para quién trabajo -añadió fríamente.

– ¿Qué significa eso?

– Vivo modestamente, hanum. Me gusta más estar ocupado que ocioso, pero puedo estar ocioso.

Madame Mavrogordato cogió una campanilla de plata que tenía junto a su codo y la agitó. Apareció silenciosamente un sirviente en la puerta.

– Café. -La mujer miró a Yashim durante un momento-. No permito que se fume en estas habitaciones.

Hizo un gesto señalando una rígida silla francesa. El criado regresó con el café, en medio de un silencio acompasado sólo por el tictac de los cuatro relojes de madame Mavrogordato. Yashim tomó un sorbo. Era un buen café.

– Quizás le sorprenda saber que yo también he vivido modestamente en mi vida -empezó a decir madame Mavrogordato. Cogió un collar de cuentas de su regazo y empezó a pasarlas a través de sus esbeltos y blancos dedos-. Confío en que eso ya sólo sea cosa del pasado. El señor Mavrogordato y yo hemos trabajado duro y… hemos tenido a veces la buena fortuna de la que otros han carecido. Estoy completamente segura de que comprenderá usted lo que quiero decir… Como cuando digo que no permitiré que nada ponga en riesgo esa buena fortuna.

Las cuentas se deslizaban por sus dedos una a una.

– Tal vez haya usted oído decir que monsieur Mavrogordato es búlgaro -prosiguió-. Eso no es cierto. Procede de una familia eclesiástica, que residía antiguamente en Varna. Yo estoy emparentada con la familia Mavrogordato por sangre, y monsieur Mavrogordato, por su matrimonio conmigo. Muy pronto, reconocí su talento para las finanzas. Maneja bien las cifras. Disfruta con ellas. Pero no es un hombre osado.