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Yashim se abrió camino lenta y discretamente hacia delante siguiendo su estela, hasta llegar a la puerta misma donde se estaban vendiendo las entradas en una atmósfera de obsceno desacuerdo. Un viejo de corta estatura, prematuramente arrugado, que portaba un pequeño turbante, examinaba con cuidado las monedas que la gente le entregaba, con la ayuda de Mina, a la cual Yashim reconoció, inclinada sobre el viejo, juzgando volublemente la calidad de las monedas mediante su interés en las caras de los hombres que las arrojaban. Parecía que se hubieran agotado las localidades.

Yashim encontró a Preen entre bastidores, con perlas de sudor en su frente, gesticulando con las manos y hablando muy deprisa con un gordo hombrecillo que llevaba el mayor turbante que Yashim había visto en su vida. Preen divisó a Yashim y lo paró con un gesto, sin dejar de hablar ansiosamente con el gordito, cuyos ojos parecían estar cerrados.

Al final, el gordo asintió solemnemente, todo su turbante balanceándose arriba y abajo como un pecio abandonado en el mar, y se retiró.

– ¡Un caos! -murmuró Preen-. ¡Un pandemonio! -De repente sonrió-. Siempre es una buena señal, Yashim. ¿Dónde has estado?

Yashim murmuró una respuesta, luego retrocedió un paso para dejar que una mujer de ropas europeas con un mono sobre su hombro se dirigiera a Preen con una voz baja, urgente. Preen le ofreció alguna enérgica seguridad, luego se dio la vuelta para enfrentarse con una delegación de músicos, que se quejaban de que no tenían espacio para actuar. Llegó Mina, sofocada y con aspecto triunfante, y le susurró algo a Preen en el oído. Ésta asintió con expresión ausente. Mina hizo un gesto de saludo a Yashim.

Éste tomó asiento en una mesa de café para contemplar la representación. Que constituyó un gran éxito, pese a su vulgaridad y pesadez. La ventrílocua y su mono; un encantador de serpientes; una extravagante y bonita muchacha vestida como una odalisca, que cantaba y bailaba y, más tarde, reapareció para ser serrada por la mitad por un mago ruso; todo salpicado con varios cuadros vivientes interesantes: un hogar franco, un lobo cazado en los Cárpatos, y una cita romántica en un jardín persa, en cuya escena la dama parecía estar representada por una pequeña babucha enjoyada. Mientras tanto, al auditorio le servían café, té, sorbete y pipas unas danzarinas con pantalones, y todo el mundo hablaba incesantemente, entre aplauso y aplauso.

A mitad del segundo acto, Preen se deslizó con gracia en el asiento al lado de Yashim. Apoyó un codo sobre la mesa de café y habló cubriéndose con la mano.

– Qué pequeño es el mundo -dijo-. Tu amigo Alexander Mavrogordato acaba de llegar.

Yashim reprimió el impulso de darse la vuelta.

– ¿Solo?

– Está con un hombre. Un franco. Más viejo, bajo. Que fuma un pequeño cigarro.

Yashim dejó escapar lentamente el aire a través de los dientes. En el escenario, una soñolienta cobra se estaba alzando lentamente de una cesta mientras un indio tocaba una pequeña flauta. La serpiente giraba la cabeza para seguir la música. El indio bailaba gravemente alrededor del cesto. Yashim se dio la vuelta en su silla, y vio a Alexander Mavrogordato y Maximilien Lefèvre, Meyer, mirando la representación sin hablar.

Los ojos de Lefèvre se deslizaron hacia él.

La cabeza de la cobra estaba ya más alta que el borde del cesto, balanceando su grueso y ondulante cuerpo. Detrás de su cabeza, el capuchón se aplastaba y ensanchaba.

Lefèvre y Yashim se miraron. Sin sonreír, el francés asintió con la cabeza e hizo un ligero gesto de saludo con el cigarro.

Yashim movió negativamente la cabeza. Luego parpadeó y dedicó su atención nuevamente al escenario.

El encantador y la serpiente estaban ahora moviéndose al unísono; cuando el indio se balanceaba hacia atrás, la cobra se inclinaba hacia él, sacando y metiendo su pequeña lengua. El indio avanzó lentamente la mano, con la palma hacia abajo, hasta que las puntas de sus dedos estuvieron justo debajo de la garganta de la cobra. Muy despacito y siguiendo las suaves notas de la flauta, la cobra posó su cabeza sobre los dedos del hombre.

Yashim observó con desagrado cómo la mano del hombre se iba oscureciendo lentamente. La cobra avanzaba ondulando sobre la muñeca del encantador, la caperuza encima de su mano, saliendo con lentitud del cesto y subiendo por el brazo extendido, deslizándose hacia arriba hasta el hombro del encantador. El indio continuó tocando la flauta con una mano, manteniendo el brazo inmóvil hasta que la serpiente entera se hubo extendido a lo largo de su brazo. El hombre se dio la vuelta y se enfrentó a la multitud. Se oyó un jadeo cuando la cabeza de la serpiente apareció sobre la cabeza del encantador y se levantó, ensanchando su caperuza como una corona pagana.

El hombre y su serpiente dieron una vueltecita por el escenario, inclinándose; luego el hombre alargó la mano y cogió a la serpiente por la cabeza, la metió otra vez en el cesto y cerró la tapa. El auditorio estalló en aplausos.

– Vamos, Yashim -dijo Preen, dándole con el codo-. Es sólo una serpiente. Parece como si hubieras visto un fantasma.

125

La campana del buque repicó, y un pelotón de marineros elegantemente vestidos se pusieron firmes en la cubierta de proa, al parecer no afectados por sus correrías en Pera la noche anterior. Un eructo de negro hollín salió vomitando de la chimenea y derivó hacia los enrollados obenques y palos del mástil mayor, desvaneciéndose lentamente en el cielo azul.

Un gordo cochero hizo detenerse un elegante barouche lacado en negro sobre los adoquines. Sostuvo las riendas firmemente con la mano y volvió la cabeza para mirar el Ulysse. Nadie salió del carruaje.

Al pie de la pasarela un marinero uniformado intercambiaba miradas con otros dos hombres, en camiseta, que esperaban sobre cubierta.

Amélie Lefèvre alargó la mano.

– Adiós, embajador.

Palieski le tomó la mano y se inclinó hacia ella.

– Adiós, madame. -Hizo un gesto a Lefèvre-. Doctor.

Ahora ella estaba mirando a Yashim. Había una extraña, casi apagada expresión en los ojos de la mujer. El sol iluminaba su cabello, encendiendo bucles. No le ofreció la mano; en vez de eso se la puso sobre el pecho.

– El sultán Yashim -dijo-. Y el poeta. No lo olvidaré.

Yashim sonrió con tristeza.

– Tal vez.

Lefèvre, observó Yashim, estaba mirando nerviosamente alrededor del muelle. La pasarela crujió cuando el Ulysse cabeceó levemente en la corriente.

– Recordaré su valor -dijo Yashim.

– Mi valor -repitió Amélie sin inflexión en su voz-. Pero yo creía en las reliquias, sabe. Pensaba que el mito era real.

El doctor Lefèvre la cogió del codo. Ladeó la cabeza para captar la mirada del Yashim; luego levantó su cigarro, y le apuntó con él. «¡Pah!», hizo un sonido explosivo suave con los labios y sonrió de torcido. Parecía como una broma privada.

Yashim retrocedió un paso y frunció el entrecejo.

Palieski enarcó las cejas y miró a Yashim.