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El marinero uniformado avanzó un brazo protector para acompañar a la pareja por la pasarela.

– Faites attention, monsieur 'dame -murmuró.

A mitad del camino de la pasarela, Amélie aún no había mirado hacia atrás. Lefèvre se encontraba ligeramente por delante de ella, su mano sobre el codo de la mujer, girándose un poco, cuando todo sucedió.

Quizás fue el movimiento del barco. Quizás las babuchas…

Las babuchas que Yashim había comprado para ella, con sus extremos puntiagudos. Amélie tropezó. Se cayó de costado, estirando los brazos, agarrándose a su marido en busca de apoyo.

Pero entonces era ya demasiado tarde. Con un repentino grito de alarma, el doctor Lefèvre agitó los brazos al aire, y de repente desapareció.

Yashim saltó hacia delante. Por un segundo, lo vio todo congelado, como un cuadro en el teatro: Amélie, de rodillas sobre la pasarela, mirando hacia abajo; el oficial en el muelle dándose la vuelta, casi en cuclillas, con horror; los dos marineros de la cubierta inclinándose sobre la barandilla, sus cabezas juntas.

Entonces se oyó el sollozo de Amélie, y al punto el oficial llegó a su lado. Uno de los marineros estaba gritando algo por encima del hombro y el otro dejaba caer una cuerda por el estrecho espacio que había entre el barco y el muelle.

Yashim miró hacia abajo. Palieski estaba junto a su hombro, y Yashim lo oyó murmurar:

– No me lo acabo de creer.

Levantó la cabeza. El oficial estaba ayudando a Amélie a ponerse de pie, empujándola suavemente por la pasarela, hacia arriba. Un grupo de marineros, con palancas en la mano, estaba esperando bajar.

– ¡Por favor, madame! Por favor, ¡venga por aquí!

Los marineros bajaron en tropel por la pasarela. Apoyaron sus musculosos brazos contra las paredes de madera del barco, plantaron sus pies en el muelle, y empezaron a empujar.

– ¡Aflojad los cables de popa! ¡Dadnos espacio!

Sonaron gritos, más órdenes, y aparecieron más marineros. Un hombre empezó a deslizarse por una cuerda con los pies descalzos.

Amélie, colgando del brazo del oficial, sobrepasó la barandilla del barco y volvió la cabeza. Yashim sintió que su mirada resbalaba sobre él para ir a fijarse en algo más allá, e iba a darse la vuelta para mirar, cuando Amélie hizo un pequeño y curioso gesto con la cabeza. Se encontraba de pie contra el sol; parpadeó, deslumbrada; por un momento había dado la impresión de que sonreía. Cuando Yashim volvió a ver con claridad, el oficial estaba persuadiéndola de que entrara en el buque, y en unos segundos ella desapareció de la vista.

Yashim oyó un brusco crujido a sus espaldas, y se dio la vuelta viendo que el barouche había partido. Le pareció que reconocía un rostro en la ventanilla, el rostro de una mujer de espesas y oscuras cejas. Pero fue sólo una fugaz ojeada, y no podía estar seguro.

Palieski lo cogió por el codo.

– ¿Cómo ha ocurrido? -preguntó, horrorizado.

Yashim empezó a caminar lentamente siguiendo al carruaje. Al cabo de unos momentos levantó la cabeza y habló al aire.

– Madame Lefèvre pensaba que el mito era real -dijo. Luego asintió tristemente con la cabeza y se volvió hacia su amigo-. Hasta que descubrió que la realidad era un mito.

Palieski miró inquisitivamente al rostro de Yashim.

– No fue un accidente, ¿verdad? Ella lo empujó.

Yashim se mordió el labio.

– Digamos que madame Lefèvre era una mujer muy decidida.

Y empezó a caminar otra vez, colina arriba, a través de las polvorientas calles de Pera.

126

– Pensé que había sido usted -dijo Yashim-. Al principio.

Oyó el tictac de los relojes, el susurro de las sedas de madame Mavrogordato, el sonido metálico de su cuchara contra la salsera cuando ella la soltó muy lentamente.

– Debería haber sido yo -declaró ella-. La venganza es un plato…

– Que se sirve mejor frío, sí. He oído esa frase. Pero tampoco creo en ella.

Madame Mavrogordato entrecerró los ojos y miró a Yashim.

– Cuando oí que había muerto… Que lo habían matado en la calle. No me lo creí. No era así como había de sucederle… a él. Tenía más vidas que un gato.

«Más pieles que una serpiente», pensó Yashim.

Madame Mavrogordato se echó hacia delante.

– Pero dijeron que el cadáver era él. ¿Por qué?

Yashim juntó los dedos.

– Llevaba encima la maleta de Lefèvre. Los perros lo habían atacado… Quedaba muy poco de su rostro. Excepto que tenía unos dientes perfectos. Me hice preguntas al respecto. Lefèvre hablaba con un leve ceceo. Más tarde, me enteré de que había perdido un par de dientes en una reyerta… En Missolonghi.

Una expresión que Yashim no logró entender pasó por la divina cara.

– Entonces, ¿qué pasó? ¿Quién era?

Yashim se encogió de hombros.

– Un hombre que Millingen mandó a buscar a Lefèvre al barco. Millingen quería que Lefèvre estuviera a salvo, de manera que lo confinó en una casa, en algún lugar junto a los muelles.

Vaciló, preguntándose si debía decir lo que sospechaba: que su supuesto hijo, el impaciente Alexander, había sido su carcelero.

– Se supone que alguna otra persona llevó la maleta de Lefèvre a la casa del doctor -dijo finalmente-.

Un criado. No tuvo suerte. Los asesinos le siguieron la pista. Pero dieron con el hombre que no era.

Madame Mavrogordato asintió.

– ¿Y Millingen? ¿Por qué quería tener escondido a Lefèvre?

Yashim se revolvió un poco en su silla y suspiró.

– El doctor Millingen se enteró de que la vida de Lefèvre estaba amenazada. También él creía en el axioma de la venganza.

– ¿De manera que pensó que yo había ordenado su muerte?

– Ellos fueron amigos, una vez. Y Millingen, desde luego, estaba interesado en las reliquias. Esperaba que Lefèvre le dijera lo que sabía, a cambio de salvarle la vida. El Ca d'Oro es uno de sus barcos, ¿no, madame?

Madame Mavrogordato asintió brevemente.

– Cuando el hombre de Millingen fue asesinado -prosiguió Yashim- e identificado como Lefèvre, Millingen decidió no decir nada al respecto. Al principio, supongo, pensó que le había engañado a usted. Pero más tarde, cuando murió otra persona, se dio cuenta de lo mismo que yo había supuesto… Es decir, que no era usted en absoluto.

Madame Mavrogordato esbozó una pequeña sonrisa.

– Pero cuando eso ocurrió, cuando eso realmente ocurrió, fue una mujer. Hacía falta una mujer. Max Meyer no era un hombre que cualquiera pudiera matar.

– Cuatro hombres murieron primero, por causa suya.

Madame Mavrogordato echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Cuatro hombres? ¿Cree usted… que sólo fueron cuatro?

Volvió la cabeza para clavar su mirada en Yashim, con sus oscuros ojos, y él le devolvió la mirada con un estremecimiento de comprensión.

– Puede usted creer lo que le guste -casi escupió la mujer-. Millingen… ¡Vaya caballero inglés! Vaya escándalo, piensa el hombre, el doctor Meyer escapando así. Y abandonando a su esposa. ¡Vergonzoso comportamiento! No creo que Millingen lo recomendara en su club londinense.

Estaba casi temblando. Yashim no podía decir si era de ira o de desprecio.

– Pero yo conocía a ese hombre. Debería usted haber oído lo que me decía. Las promesas que hacía, la inocencia que destrozó con sus manos desnudas como arrancando un velo que me tapaba los ojos. Me mostró desnuda ante el mundo, luego escupió sobre mí y se alejó. -Bajó la voz y dos lágrimas corrieron por sus mejillas-. El hombre que era capaz de traicionarme así… Podía traicionar a cualquiera. Los turcos lo capturaron, estoy segura de ello. Y les vendió Missolonghi a cambio de su propia vida miserable. Nos vendió a todos, Yashim. Y usted habla de cuatro hombres muertos. ¡Cuatro hombres!