Se levantó y se dirigió a la ventana, secándose las mejillas con las manos.
– Me alegro de que ella lo matara. Estoy muy, muy agradecida.
Alargó una mano para tocar las cortinas. Yashim oyó un golpe en la puerta del apartamento.
La mano de madame Mavrogordato hizo una bola con la cortina.
– Debe de haberlo odiado mucho -dijo.
El golpe volvió a sonar, con más fuerza. La mujer de la ventana volvió la cabeza.
– ¡Entre!
El criado entró en el apartamento e hizo una reverencia. Lanzó una mirada a Yashim.
– Hanum -dijo con voz titubeante-, el sultán ha muerto.
Madame apartó la cara.
– Cierra los postigos de delante, Dimitri.
– Sí, hanum.
– El mozo del establo pondrá crespones en el carruaje. También en las bridas de los caballos. Pregunta al cocinero si habrá bastante comida para mañana, antes de que cierren los mercados. Monsieur Mavrogordato comerá en casa. Eso es todo.
– Me ocuparé de ello, hanum.
Cuando el sirviente se hubo ido, ninguno de los dos habló durante varios minutos.
– El sultán ha muerto -dijo madame Mavrogordato al final-. Larga vida al sultán.
Yashim se miró las manos. Captaba la ironía en el tono de la mujer, pero estaba pensando en alguna otra persona…
Se puso de pie. Madame Mavrogordato había cerrado los ojos y por entre sus dientes apretados dejó escapar un ahogado gemido.
127
Al otro lado del Cuerno de Oro, en una desvencijada mansión próxima a la Grande Rue, un hombre se encontraba de pie ante una ventana abierta.
– Y eso es todo -dijo finalmente, pero tan bajito que la mujer de la habitación sólo pudo imaginar que había hablado.
Dejó la bandeja cuidadosamente sobre la mesa.
Por las ventanas oía a los lejanos almuecines llamando a la oración por el muerto.
Palieski se dio la vuelta. La botella de la bandeja era vieja y chata. Muchos años atrás, un noble polaco la había pedido, junto con algunas docenas más, a una de las mejores casas de coñac de Francia, para guardar en las bodegas de su hacienda. Aquel hombre era el padre de Palieski. «Es un buen Martell -había dicho-. En caso de duda, deshazte de los cuadros, pero conserva el coñac.»
Palieski sacó una navaja de bolsillo y quitó el capuchón de cera que rodeaba el cuello de la botella. La descorchó y sirvió un poco en cada copa.
Con suavidad cogió ambas copas por el pie.
Marta enrojeció.
– Señor… yo no puedo… yo…
Palieski movió negativamente la cabeza.
– Es en recuerdo suyo -dijo-. Gobernó este imperio desde que yo conozco Estambul. Toda tu vida, Marta.
Levantó el vaso a la luz.
– ¡Por Mahmut!
– Por Mahmut -repitió Marta, sonriendo.
128
El ruido lo sobresaltó, aun antes de ver a la multitud. Un murmullo de voces como el mar. Los alabarderos se pusieron firmes en la puerta, y, en el Primer Patio del serrallo, donde sólo unos días antes había andado en medio de un absoluto silencio, Yashim se encontró empujado y rodeado por todas partes.
El sultán Mahmut había muerto. En las caras que lo rodeaban, Yashim veía expresiones de angustia y desesperación. Descubría temor en los ojos de un hombre, y esperanza en el siguiente. Oía el murmullo de los sutras, y risas, y el grito de un vendedor de mazorcas pregonando su mercancía. Un distinguido pachá caminaba en medio de un torbellino de capa y cuero, con su montura, un caballo tordo, haciendo corvetas, llevado de las riendas por un mozo de establo. Un hombre mayor, con la cabeza descubierta, yacía en el suelo, boca abajo, con los miembros extendidos, como si hubiera caído del cielo. Una falange de niños pequeños permanecía en silencio apoyada contra la pared. Un perro de un blanco amarillento se levantó de la sombra de un plátano y se alejó rígidamente, como si estuviera disgustado por ver interrumpido su sueño, mientras un hombre tocado con un fez, y poseedor de una enorme barriga, lloraba abiertamente sobre el hombro de otro hombre, que vestía como un sirviente. Muchas personas -musulmanes, armenios- pasaban las cuentas de su rosario y observaban.
El sultán había muerto en Besiktas, como una joya metida en una caja; pero aquí, a Topkapi, al antiguo palacio de los sultanes, a la grande y vieja corte de las personas del imperio, el pueblo venía con sus esperanzas y sus lamentaciones.
Yashim avanzó a través de la multitud hacia la segunda puerta. Los alabarderos no lo reconocieron al principio, y levantaron las picas, pero el clavero lo descubrió y le hizo una señal con la cabeza para que pasara. Anduvieron ambos en silencio hasta la puertecita que daba al harén, con tantas cosas, y tan pocas, que decir.
Encontró a Hyacinth sollozando en una pequeña habitación del corredor.
– ¿Quién está con la Valide, entonces? -quiso saber Yashim.
Hyacinth levantó sus ojos bordeados de rojo hacia los suyos.
– ¡Oh, Yashim! ¡Estamos todos muy tristes!
– Ya lo veo -dijo Yashim.
Encontró a la mujer sola, y completamente vestida, sentada en el borde de un diván, con las manos en el regazo.
– Esperaba que serías tú, Yashim. Veo que tú, también, contienes el llanto.
Yashim no dijo nada.
– He despedido a los demás. No soporto ver sus caras desencajadas, sus narices moqueando. Pura comedia. No tienen ni idea de lo que va a pasarme a mí, de manera que lo sienten por ellos mismos. Su corazón es pequeño y duro.
Yashim reprimió una sonrisa.
– El Primer Patio está lleno de gente, Valide. Me recuerda los viejos tiempos.
– ¿Sí?
La Valide levantó la cabeza como para escuchar. Sus pendientes de plata tintinearon suavemente.
– Es algo extraño, Yashim -dijo, con una sorprendente vocecita-. Día tras día, no hago nada excepto envejecer… Sin embargo descubro que, nada menos que hoy, no tengo nada que hacer. No puedo hacer otra cosa que estar sentada.
Yashim se frotó la barbilla pensativamente. Luego se arrodilló al lado de la Valide.
– Tengo una idea -dijo.
129
La multitud congregada en el Primer Patio era más densa que antes, y solamente un sufí, con las manos levantadas y un ojo fijo en la segunda puerta, vio a las dos figuras que salían del sagrado patio interior. Quizás si el sufí se hubiera detenido a pensar, podría haber imaginado la identidad de la mujer con velo que caminaba lentamente, con un bastón, sostenida por su poco distinguido compañero; pero el sufí había vaciado deliberadamente su mente de todo pensamiento para concentrarse mejor en los noventa y nueve nombres de Dios.
Yashim sintió que la Valide apretaba con más fuerza su brazo a medida que avanzaban hacia la multitud, y lo consideró una buena señal. Era imposible que pudieran hablar por encima de los gritos y murmullos de los dolientes que atestaban aquel vasto espacio, pero observó que la cabeza de la Valide iba de un lado para otro mientras observaba las caras de los hombres que la rodeaban, y de vez en cuando se detenía, para ver mejor. De esta manera, la Valide delataba su particular interés en los niños, el maíz hervido, las tradicionales ululaciones de las mujeres árabes, y la más bien flacucha montura de un jinete albanés de largas piernas, que iba ataviado con unos pantalones franceses.
Yashim se preguntó, mientras caminaba lentamente, si debería llegar tan lejos como la verja de Topkapi. A diario tenía una fantasía en la cual acompañaba a la Valide a través de la puerta y hasta la plaza; pasando junto a la fuente, cogían un carruaje y se marchaban traqueteando por las calles hasta el muelle de Eminönü, donde él metía a la francesa en un barco francés y la mandaba a disfrutar de la vida en París. Era una fantasía que a veces se había permitido por su cuenta, pero que le sobresaltaba ahora, como si hubiera cometido un acto de traición. Empezó a preguntarse dónde, realmente, debía conducir a la Valide. Ésta no mostraba signo alguno de desear volver, aunque su peso sobre el brazo de Yashim iba aumentando y estaba evidentemente empezando a cansarse.