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Miró a Yashim directamente a los ojos. Yashim asintió. Monsieur Mavrogordato, evidentemente, era búlgaro. A Yashim no le importaba. Abandonado a sí mismo, supuso, monsieur Mavrogordato podría estar todavía llevando las cuentas de la iglesia en algún viyalet de provincias. En vez de eso, se había convertido en un próspero comerciante en la capital del Imperio otomano, guiado por la mujer cuyos pequeños derechos sobre el legado Mavrogordato habían proporcionado la necesaria influencia. Una mujer cuya audacia no podía ponerse en duda.

– Mi marido es un hombre moderado, de hábitos completamente regulares. En mí recae la tarea de mantener un hogar que sea tranquilo, ordenado y apropiado. Cualquier cosa que perturbe a monsieur Mavrogordato en su trabajo también nos perturba aquí.

Madame Mavrogordato, observó Yashim, no había tocado el café.

– Sé muy poco de negocios -dijo Yashim.

– No es necesario que tenga que saber. Lo que se requiere es cierta… inteligencia. Y discreción.

Hizo una pausa. Yashim no dijo nada.

– ¿Y bien?

– Espero, hanum, ser discreto.

Los labios de la mujer se apretaron.

– Yashim, mi marido recibió anoche la visita de un francés. Éste le pidió un pequeño préstamo. En el transcurso de la discusión, el hombre hizo algunos ofrecimientos que fueron en cierto sentido inquietantes para mi marido. Más tarde, yo pude detectar su agitación.

Yashim parpadeó.

– ¿Ofrecimientos, hanum?

– Sí, ofrecimientos. Promesas. Me resulta difícil decirlo.

– ¿Cree usted que su marido estaba siendo extorsionado?

El rostro de madame Mavrogordato permaneció impasible, pero retorció la ristra de cuentas en sus manos con tanta fuerza que Yashim pensó que quizás iba a romperlas.

– No lo creo así. Mi marido no tiene nada que temer. Creo que el francés le estaba proponiendo venderle algo.

– Lo cree usted… pero ¿no está segura?

– Mi marido no me oculta nada, pero le resultó difícil recordar exactamente lo que el hombre dijo. Si es que, realmente, dijo algo. Fue más una cuestión de… del tono. Como si estuviera insinuando algo.

– Maximilien Lefèvre -dijo Yashim.

Madame Mavrogordato lo miró atentamente.

– Así es. ¿Qué más sabe usted?

Yashim extendió sus manos ampliamente.

– Muy poco. Lefèvre es arqueólogo.

– Muy bien, yo (es decir, mi marido y yo) querríamos que encontrara usted algo más. Si es posible, me gustaría que animara usted a monsieur Lefèvre a llevar a cabo su… investigación, en algún otro lugar. Me molesta esta agitación de mi marido.

Yashim compuso una mueca con el labio inferior.

– Puedo tratar de averiguar algo sobre Lefèvre. Pero debería hablar con su marido.

Los ojos de Madame Mavrogordato eran negros como el hierro.

– Es suficiente con que hable usted conmigo.

Cogió la campanilla, y la sacudió. Apareció un sirviente, y Yashim se levantó para irse.

– Una cosa -añadió, cuando llegaba a la puerta-. ¿Le concedió su marido ese préstamo?

Madame Mavrogordato apretó los labios y lo miró airadamente.

– Eso… -empezó a decir; y con esa vacilación Yashim comprendió que la mujer era mucho más joven de lo que originalmente había pensado; aún no tendría los cuarenta- no lo pregunté.

10

Cuando Yashim seguía al criado por el vestíbulo, se abrió una puerta y un joven salió por ella.

– Un momento -dijo el joven-. Vete, Dimitri. Yo acompañaré al amigo.

El muchacho en cuestión tendría algo más de veinte años. Tenía una espesa pelambrera negra y era de fuerte constitución, con anchos hombros y una gran mandíbula que no había perdido sus mofletes de mocoso. Iba ataviado con una bien cortada estambulina, almidonado cuello de camisa con una corbata de seda, negros pantalones de tubo y un par de finos escarpines de cuero negro. Era casi tan guapo como su madre -el parecido era notable-, pero sus ojos, que eran más pequeños, más duros, contrastaban con su sensual boca, cosa que a Yashim le gustó más bien poco.

– Buenos días -dijo cortésmente.

El joven frunció el ceño, y miró fijamente a Yashim.

– Le vi llegar. Estaba usted hablando con madre.

Yashim levantó una ceja y no respondió.

– ¿Hablaban de mí? -preguntó bruscamente el joven.

– No lo sé. ¿Quién es usted?

– Mi nombre es Alexander Mavrogordato -añadió en actitud desafiante, como si medio hubiera esperado que Yashim lo negara.

Yashim se quedó un momento pensativo.

– No. No, no hablábamos de usted en absoluto. ¿Deberíamos?

El joven Mavrogordato le lanzó una mirada de sospecha.

– ¿Se está usted haciendo el listillo?

– Así lo espero, monsieur Mavrogordato. Pero ahora, si me perdona usted…

El joven alargó la mano y agarró a Yashim por la manga.

– ¿Por qué está usted aquí, entonces?

Yashim bajó lentamente la mirada a la mano que sujetaba su manga y frunció el ceño. Se produjo una pausa. Mavrogordato soltó su presa. Yashim se alisó la manga con la mano.

– Quizás podría usted discutirlo con su madre. Por favor, no vuelva a detenerme.

Pasó por el lado del joven. Cuando lo hacía sintió su respiración sobre su cara; apestaba como una taberna.

11

Sosteniendo la lámpara en una mano, Goulandris inspeccionaba las estanterías que se alineaban en su chiribitil del Gran Bazar. De vez en cuando alargaba la mano para alinear los libros con un golpecito y llenar los huecos. Satisfecho, regresó a su taburete, dejó la lámpara sobre la mesa y sopló la llama.

Una sombra cruzó la mesa. Goulandris levantó la mirada, sin entusiasmo.

– La tienda está cerrada -dijo. Movió la cabeza para ver mejor, pero la figura de la puerta permanecía recortándose contra la luz-. Vuelva usted mañana.

Giró nuevamente la cabeza, esperando identificar al hombre de la puerta. Si volvía al día siguiente, eso demostraría que estaba ansioso. Goulandris quería poder reconocerlo.

– Había un libro -dijo el hombre lentamente.

El librero lanzó un suspiro. Abrió el cajón y dejó caer el pequeño libro de contabilidad en él. Cerró el cajón con ambas manos.

– Hay muchos libros -dijo quejumbrosamente-. Mañana.

Las sombras se hicieron más intensas. Goulandris tuvo la impresión de que el hombre había avanzado un paso, entrando en la habitación. Pero para él, con un solo ojo, siempre era difícil decirlo.

Pero sí, la voz parecía más cercana.

– No muchos libros. Sólo uno. Un libro latino. Estoy seguro de que puede usted recordarlo.

Goulandris tragó saliva. Se inclinó, apartándose un poco de la mesa, dejando que sus manos se movieran un poco hacia una pequeña campanilla que se encontraba en una estantería baja detrás de su taburete.

– Ahora no -dijo-, me voy a casa.

El hombre estaba cerca de la mesa.

– Por favor, señor Goulandris, no toque esa campanilla.

Goulandris se reprimió. Empezó a levantarse de su taburete, apoyando ambas manos sobre la mesa.

Pero el desconocido, al parecer, no quería que Goulandris volviera a ponerse de pie.

12

Aram Malakian sacó un manojo de llaves con sus largos y finos dedos, y encajó una de ellas en la cerradura.

– Paciencia, paciencia -murmuró con una sonrisa.

La cerradura cedió y las puertas de metal de su tienda giraron hacia atrás.

– Entre, amigo mío. Tiene usted que mirar y tocar… tengo algunos tesoros nuevos que me gustaría mostrarle. No le pido que los compre (hoy no hablaremos de eso); pero contémplelos y admire qué artesanía existía en el pasado. Siéntese, por favor. Tomaremos juntos el té, effendi.