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Aram chasqueó los dedos y un muchachito acudió corriendo a tomar el pedido.

– No, no. Por favor, no miremos ahí… Esto es para personas que no saben nada en absoluto. ¡Bendito sea el ignorante! Tengo algunas piezas que son interesantes.

Sacó una bolsita de tela y dejó caer varias monedas sobre la mesita baja.

– El médico inglés, el doctor Millingen, es un gran coleccionista de monedas. Pienso que deseará tener éstas.

Yashim suspiró.

– Increíble. Todos los coleccionistas pasan por su tienda, ¿no?

El viejo armenio meneó la cabeza, sin decir ni sí ni no.

– Lefèvre, por ejemplo. Un francés.

– Monsieur Lefèvre. Lo conozco, sí. Es un arqueólogo de gran erudición.

– ¿Qué clase de cosas le interesan?

Malakian cogió una semilla de girasol y la partió entre sus dientes.

– Obras bizantinas. Vajillas de plata, mosaicos, joyería. Viejos iconos. Manuscritos incunables e iluminados.

– ¿Incunables?

– Los primeros libros impresos. Esas cosas son, por supuesto, muy raras… a menos que uno sepa dónde mirar. Ése es el primer paso.

Yashim esperó a que continuara.

– ¿Y luego?

– Effendi, ¿qué quiere que le diga? No soy un cazador. Me siento y espero, y si el tesoro viene a mí de vez en cuando, me siento satisfecho. En tanto que Lefèvre… él es un arqueólogo.

– Cava en yacimientos, sí.

– Creo que cava, en efecto, pero no siempre con una pala. -Malakian se tiró del lóbulo de la oreja-. Tengo un primo, effendi. Es un monje, de Erzurum. Un francés visitó su monasterio hace unos años, para estudiar… El monasterio tiene una famosa biblioteca. Muchos, y muy raros libros… Y muchos viejos curas ignorantes. El francés mostró al bibliotecario algunos libros que estaban muy deteriorados. Agradecido por la ayuda de los monjes en su trabajo, se ofreció a hacer que restauraran esos libros.

– ¿En Estambul?

Malakian giró su cabeza en todas direcciones, como una tortuga vieja.

– ¡El té! ¿Dónde está ese té? En Estambul, sí. Pero más tarde escribió al bibliotecario, explicando que el mejor encuadernador para el trabajo estaba en Francia… en Dijon. Eso fue hace casi tres años.

Yashim arqueó las cejas. Malakian levantó la mano.

– En realidad, los libros regresaron. Este año, creo. Fue mucho tiempo… pero estaban bien encuadernados, y el bibliotecario quedó encantado. Pero, lamento decirlo, su placer duró poco. Faltaban algunas de las páginas originales ilustradas. El encuadernador de Dijon… ¿se mostró descuidado, o quizás no era honrado? Es difícil decirlo. Lefèvre ha dejado de responder a las cartas. ¿Ve usted?

– No creo que éste sea un caso aislado -prosiguió-. Lefèvre parece ser un hombre listo, bien informado. Sabe apreciar las cosas de calidad… mejor que los pobres monjes a los que engatusa. Pero ha tenido suerte, también.

– ¿Suerte? ¿Quiere usted decir que a veces encuentra lo que quiere por casualidad? Seguramente todos los anticuarios tienen esa experiencia.

– No, effendi. No es esa suerte a lo que me refiero. -Miró tristemente a Yashim-. Hace tres días, vendí una moneda falsa a un dragomán de la embajada rusa. Saqué un buen precio por ella.

Asintió pensativamente.

– Sí, se ha escandalizado usted. Lo veo. Quizás, está usted pensando, «no le voy a comprar nada más a Aram Malakian». Así que, ¿qué se ha perdido?

– Mi confianza, tal vez.

Malakian sonrió y asintió.

– Pero sabe usted, effendi, los dos sabíamos que esa moneda era una falsificación. Pero como estaba hecha en la misma época que la moneda auténtica, se trataba de un artículo de coleccionista. Ahora… -hizo chasquear sus afilados dedos- su confianza se ha restablecido, espero.

Antes de que Yashim pudiera responder, el muchachito del té reapareció, lanzándose contra las plegadas puertas.

– ¡La vigilancia de noche! -jadeó-. En el Bazar de los Libros. Dicen que hay sangre por todas partes. ¡Voy a ver!

Malakian se volvió lentamente.

– ¿Sangre?

El muchacho salió con precipitación, su vacía bandeja balanceándose frenéticamente a punto de caer de sus dedos.

– Tonterías -murmuró Malakian. Parecía ansioso. Empezó a recoger las monedas en la bolsita de tela, y Yashim observó que sus manos estaban temblando-. Yo estaba hablando de confianza. Unas pocas palabras y… ¡puf. La confianza se ha ido. -Dejó caer la bolsa en un cajón y lo cerró.

Yashim asintió lentamente.

– A veces pienso que Lefèvre debe de haber olvidado que esos ignorantes monjes, aislados del mundo, tienen todavía poderosos amigos y protectores. Nosotros, los armenios, somos un pueblo pequeño y preferimos no hacernos enemigos. Pero ¿y los griegos? Me sorprende que Lefèvre haya regresado a Estambul. Creo que quizás tienta demasiado la suerte.

Malakian hizo una pausa y paseó su mirada por su cubículo.

– Lo siento, effendi, pero uno nunca es demasiado cuidadoso. El chico habla de muerte, y sangre. Podría ser la obra de ladrones, para asustarnos. Dejamos nuestras tiendas para ir a mirar y…, ¡paf!, entran en ellas. ¿Entiende usted?

Yashim se había puesto de pie.

– Quédese aquí -dijo-. Iré a ver.

13

El mercado estaba alborotado. Malakian no era el único comerciante que guardaba apresuradamente sus mercancías y bajaba las persianas mientras los compradores salían atropelladamente en dirección a las puertas del recinto. Siguiendo los pasos del muchachito del té, Yashim había esperado encontrarse cada vez con más barullo a medida que se aproximaba al Bazar de los Libros; en vez de ello, la atmósfera se volvió más tensa y helada, y en el mismo callejón apenas se podía percibir algún sonido.

Una multitud de hombres silenciosos bloqueaba su visión.

– Palacio -murmuró.

Los hombres se echaron a un lado automáticamente, dedicándole apenas una ojeada. Se adelantó, con una mano levantada, y recibió un saludo de un hombre pálido que llevaba el uniforme rojo que lo identificaba como guardia del mercado.

– Palacio -repitió Yashim-. ¿Un hombre muerto?

– Así es, effendi. -El guardia tragó saliva-. Aún estamos tratando de encontrar al cadí.

– ¿Puede usted decirme lo que ha pasado?

– La puerta estaba cerrada, effendi. Eso es todo. Podría haber estado cerrada toda la noche, y daba la impresión de que lo estaba con llave. Quiero decir, estaba puesta la barra y todo.

– ¿Observó usted eso durante la vigilancia nocturna?

El guarda se agitó con nerviosismo.

– Bueno, effendi, no exactamente. Yo, yo no recuerdo bien. Fue esta mañana, aproximadamente hace una hora, cuando veo la barra todavía puesta, y el candado… Estaba sólo colgando ahí. No se ve mucho en la oscuridad, effendi.

– Pero con la luz del día… ¿pensó usted que parecía extraño?

– Todos los comerciantes habían venido ya. Talak, mi compañero, dijo que deberíamos echar una mirada. Llamé a la puerta con mi bastón. Suena un poco estúpido, ¿no? Hacerlo con la puerta medio cerrada por fuera.

– No, pero comprendo -dijo Yashim. Lo había visto anteriormente, la muerte repentina convierte en una tontería las cosas que la gente hace y dice. El asesinato, sobre todo, trastornaba el orden natural de la creación de Dios: por lo tanto, no podía esperarse otra cosa que lo siguieran la sinrazón y el absurdo-. ¿No vino nadie… y usted abrió la puerta?

El guardia asintió.

– Estaba oscuro. Habíamos apagado las linternas, y no vimos nada que debiera preocuparnos, al menos al principio. Yo toqué algo con el pie, y cuando me agaché vi que era un rollo. Estaba pegado al suelo. Entonces sentí que también mis botas se estaban pegando al suelo. Miré detrás de la mesa, y… -Se estremeció-. Goulandris.