– ¿Y los empleados?
– Al carajo.
– Le advierto que Kike, su redactor de discursos, se pasa de listo presumiendo de que él le da todas sus ideas a usted, patrón.
– A ese pinche lameculos córrelo de una vez. Sácale todas sus cosas de la oficina y pónselas en la calle.
– Le ha servido fielmente doce años…
– Un lambiscón siempre encuentra chamba…
– ¿Y los inversionistas?
– A la chingada.
– ¿Y los fiscales?
– Tú tranquilo. No reveles nada. Nadie nos va a mandar a la cárcel. Demasiada gente depende de nosotros.
Mi madre era mejor. Como mi padre siempre vistió de negro:
– Siento luto por México. Un luto eterno,
ella lo imitó e incluso acentuó la severidad fúnebre usando falda negra larga hasta el tobillo.
Vas a tener que imaginarme de niña, sentada a la hora de la comida entre un padre y una madre vestidos de negro que no se dirigían la palabra.
Él no dejaba de mirarla con sus ojos de gato montés.
Ella nunca levantaba la mirada del plato.
Los criados habían aprendido a no hacer ruido.
Pero había más odio en la mirada baja de mi madre que en el feroz semblante de mi padre en perpetuo acecho.
Sólo asomaba la ternura -una ternura indeseable, culpable- en los ojos amarillos de mi padre cuando me observaba a mí. Escuché para siempre su recriminación a puerta cerrada a mi madre.
– No supiste darme un heredero. Ni para eso sirves.
– Tú mandas en todo, Barroso Junior, pero a Dios no le puedes dar órdenes. Dios dispuso que fuera mujercita.
Lo dijo como si la Virgen María se disculpase con el Espíritu Santo porque le salió niña el bebé.
Ese resentimiento de mi padre obró en mi favor. No tuvo heredero varón. Mi madre Casilda Galván no pudo exponerse a una segunda gestación por orden médica. Los dos se guardaron rencor. Mi padre decidió educarme como hombre para heredar sus negocios y administrar su fortuna. Por eso pude estudiar en París, conocerte y enamorarme de ti, Bernal. Yo, la niña bien mexicana con todo pagado para estudiar en la Universidad de París y salvar la herencia millonaria de mi padre. Tú, el joven becario del gobierno, protegido y enviado a Francia casi como un desagravio por la muerte de tus padres y por las injusticias de la homonimia.
– Como me llamo Bernal Herrera, igual que mi padre, me tomaron preso y me torturaron, creyendo que era mi propio padre, hasta que entró el jefe de la policía de Juárez y les dijo: "No sean brutos. El padre ya se murió y hasta lo enterramos."
Había en tu mirada, Bernal, un sufrimiento sereno que te envidié: una mirada heredada del dolor y el valor y la fe, no sé. Tú, en cambio, viste en mis ojos un rencor hereditario y me lo reprochaste:
– Chamaca, el rencor, la envidia y también la compasión de sí son venenos y matan. Transforma lo que sientes en voluntad de amar. En libertad de acción. No te agotes odiando a tu padre. Supéralo. Sé más que él. Sé mejor que él. Pero sé distinta de él. Verás cómo lo desconciertas -reíste, mi amor.
Tú y yo enamorados, Bernal Herrera. Enamorados a primera vista. Nuestro amor nacido en las aulas y las lecturas, los cafés del Boul'Mich, los paseos a orillas del Sena, las películas viejas en la Rue Champollion, las comidas apresuradas de croque-monsieur y café-lait, la lectura apasionada del inmortal Nouvel Obs y Jean Daniel, el repaso compartido de los exámenes, las expediciones en busca de libros a lo largo de la rue Soufflot, las noches de amor en tu buhardilla de la rue Saint Jacques y los amaneceres con la vista del Panteón protegiéndonos. Amor a primera vista.
– Estamos en París. Aquí nada cambia. La ciudad es siempre la misma. Por eso los amores de París son para siempre.
Tralalá.
Regresé con prisa a México por dos motivos.
El primero fue que mi padre defraudó a mi madre. Se habían casado con régimen mancomunado de bienes. Mi madre era heredera de un gran consorcio cervecero y quedaba entendido que la mancomunidad no se extendía a las obligaciones de mamá para con la compañía, sino que se limitaban a su fortuna personal.
Un buen día, el Consejo de Administración de la compañía convocó a mamá y le informó que mi padre había perdido no sólo la fortuna personal de ella en sus operaciones financieras fraudulentas, sino que había falsificado la firma de Casilda Galván de Barroso para disponer de las acciones de la compañía, defraudando a todos.
Llegué a México en medio de este melodrama. No hice más que agravarlo. Le anuncié a mi padre que estaba enamorada de ti y que quería casarme.
– ¡Un comunista! ¡Un muerto de hambre! ¡El hijo de mis enemigos más feroces, los alborotadores sindicales del Norte! ¡Te has vuelto loca! -gritó mi padre y me arrojó el plato de sopa hirviente a la cabeza, se levantó de la mesa y se me fue a golpes mientras yo gritaba,
– ¡Déjame! ¡Pégame a mí pero no a mi hijo!
Bernal, mi amor. El melodrama es inevitable en la vida privada. No hay familia sin su propia telenovela que relatar. ¿Y qué es el melodrama sino la comedia sin humor?
– ¡No quiero yernos! -explotó mi padre.
Las furias que agitaban desde siempre el alma de mi padre se desataron ante el cúmulo de desgracias, la hija "perdida" según él, la esposa que lo "arruinaba" también según él, siendo él quien nos arruinaba a ambas con esa cólera que lo desbordaba a él mismo, lo sacaba de su propia piel y lo convertía en una tormenta física, una tempestad en descampado, una agitación de árboles secos y páramos estériles y cielos encabronados, Bernal, una furia encrespada como una resurrección de todas las estaciones muertas de su propia vida, primaveras mudas, veranos sin piedad, otoños negros, inviernos descontentos, sí, Bernal, mi padre desatado, como si no le bastara envenenarse a sí mismo sin enfermar al mundo entero.
– ¡Mi hija la puta de un comunista! -aullaba como un animal-. ¡Mi hija la amante de un hombre que acosó a mi familia y quiso arruinar a todos los Barroso! ¡Mi nieto con la sangre envenenada!
Puta, cerda, a la pocilga, me gritaba, me pegaba, arrancando el mantel de la mesa, destruyendo la vajilla, manchando los tapetes, todo ello ante mi madre inmóvil, fría, toda ella de negro, recriminando a mi padre con una mirada mortal, hasta levantarse y sacar de la bolsa la pistola, constatar el fugaz asombro de mi padre, que a su vez sacó su pistola del cinturón y los dos se enfrentaron como en un grabado de Posada o una película de Tarantino, apuntándose el uno al otro y yo en medio, golpeada, aterrada, dispuesta a separarlos, pero vencida por mi propio vientre, por la voluntad incontenible de salvar a mi hijo, nuestro hijo…
Me distancié de las figuras oscuras y obscenas de mis padres. Me fui retirando de espaldas, fuera del comedor. Los vi mirándose con un odio que tenía signos de dólares y de dolores en las pupilas. Uno frente al otro, armados, apuntándose, midiéndose, ¿quién dispararía primero? El duelo venía de lejos.
Grité, fuera del comedor, tapándome los oídos para no escuchar los disparos, temblando, abrazando mi vientre, sin atreverme a regresar al comedor.
Estaban muertos.
Mi padre de bruces sobre la mesa, absurdamente arañándola y con la cara medio hundida en un plato de fresas con crema.
Mi madre escondida bajo la mesa, la falda negra levantada hasta el sexo. Vi por primera vez la blancura lechosa de sus piernas. Usaba tobilleras, me dije con incongruencia.
Estaban muertos los dos.
Heredé la fortuna de ambos. Liquidé las deudas de mi padre. Salvé las acciones de mi madre. La compañía cervecera fue comprensiva y hasta generosa conmigo. Pero ganó la mala suerte. O más bien, la buena suerte llegó acompañada de la mala, como sucede casi siempre.
– ¡Qué chaparra está mi fortuna! ¿Cuándo la veré crecer? -como decía el difunto general Arruza.