Ay, señor Presidente. Grave, gravísimo error. Si escoge al que más le debe a usted, puede tener la seguridad de que lo traicionará para demostrar que no depende de usted. Es decir: el que más le deba será el que más obligado se sienta a demostrar su independencia. En otras palabras, su deslealtad. El canibalismo político se practica en todas partes, pero sólo en México se adereza el cadáver público con doscientas variedades de chile: del mínimo piquín al grande y sabroso relleno poblano, pasando por el jalapeño, el chipotle y el morrón. El acto propiciatorio del nuevo Presidente es matar al predecesor. Prepárese, señor Presidente. Cuídese. A ver quién lo acompaña en la desgracia como lo acompañó en la gloria. Allí se miden -sólo allí- las lealtades. La oportunidad -o virtud- que nos queda es la muy difícil de ser "el mejor expresidente" -no dejar que se nos escape una sola queja, pasar por alto que hirieron a los nuestros, borrar todas las afrentas, ser leal al nuevo jefe del Estado-. Se lo advierto: es la parte más difícil. Nos inclinamos a la rabia, el odio, el resentimiento, la intriga, la vendetta. Sentimos la tentación fatal de jugar al Conde de Montecristo. Grave error. Si a la voluntad de venganza se añade el dolor del exilio, voluntario de derecho pero obligado de hecho, acaba usted perdiendo la noción de la realidad, inventándose un país imaginario, creyendo que todo sigue como usted lo dejó al descender del trono del águila.
Señor Presidente: mi consejo más serio es que, aunque se sienta perseguido, finja que no pasa nada. Que su manifiesta fidelidad sea su más sutil y elegante vendetta. Le aseguro que yo hice lo imposible por olvidarlo todo y casi -casi- lo logré. Viví el exilio en Suiza y leí mucha historia antigua, pues no hay lecciones más permanentes para el ejercicio del poder que las relatadas por Plutarco, Suetonio y Tácito. Cuentan al respecto, señor Presidente, que al ser asesinado el noble Sabino, sospechoso de deslealtad al César, su perro no se apartaba del cadáver e incluso le llevaba alimentos a la boca. Finalmente, el cadáver de Sabino fue arrojado al Tíber, pero el perro también se tiró al agua y lo mantuvo a flote.
¡Maten al perro! -ordenó entonces el guardia.
Tales son los límites de la lealtad, señor Presidente. Cuente con la mía.
16
Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván
Si Tácito de la Canal es, como usted sospecha, señora mía, un pillo redomado, hasta ahora no he podido aportar más prueba que la de su obsequiosidad con los superiores y su crueldad con los inferiores. El secretario de la Presidencia se ha cuidado de mantener una fachada de modestia ejemplar. Usted lo sabe, vive en un apartamento de dos piezas y cocina en la Colonia Cuauhtémoc, con olor de chis de gato en el cubo de la escalera, muebles de Lerdo Chiquito y pilas de revistas viejas. Un monje, pues, sin más lujo que el poder por el poder.
Pues bien. Al fin tengo una prueba que en sí misma no es concluyente, pero que puede abrirnos el camino a misterios mayores.
¿Sabe usted, ama mía María del Rosario?: es como esos libros de cuentos de nuestras abuelas. Una página ilustrando el interior de un hogar tiene una ventana que permite entrever el jardín de la siguiente página, que a su vez tiene una reja que se abre -tercera página- sobre un bosque que -a su vez- desciende a la orilla del mar, donde nos espera un barco para llevarnos a la isla encantada. Etcétera. Es el cuento de nunca acabar, ¿verdad que sí?
Pues ahí tiene que una vez transformada Doris en modelito de Versace y debidamente aleccionada por el suscrito, le hizo creer a Tácito que ahora sí, ya sin complejos, elegante y moderna, podía tener una relación, digamos, más íntima con él. Como Tácito rima con sátiro, la máquina del dios Pan se puso en marcha y de poquito en poquito -debidamente aleccionada- la Doris, que sólo necesitaba liberarse de su siniestra madre para florecer, jugó de a poquito con Tácito, lo aplazó, lo obligó a llevarla a restoranes primero, a bares después, a exhibirse bailando tabaré en el Gran León, pero nunca a unos courts, mucho menos un hotel.
El ardor de Tácito iba en aumento. Toda la oficina lo notó. Por fin ella accedió a ir al apartamento de la calle de Río Guadiana. Entró, se tapó la nariz y registró una frase de Bette Davis que yo le enseñé.
– ¡Qué pocilga! What a dump! ¡Miserable changarro! ¡Infame chabola! ¡Cayampa de mierda!
Me cuenta la mujer, muerta de risa, que la humillación de Tácito fue tal que allí mismo la tomó de la mano, sacó un manojo de llaves, fue a la cocinita del apartamento, abrió el candado y la puerta, revelando un panorama de un lujo extremo. Igual que en esos cuentos antiguos de las abuelitas, ante la mirada de Doris se abrió un penthouse de lujo, una terraza de macetones floridos, piscina ovoide y chaise-longues para tomar el sol. Y detrás de la terraza, un salón de vasta extensión, muebles de lujo, cuadros de colección -mucho falso Rubens, colijo por la descripción de Doris-, tapetes persas, sofás mullidos, cristalería chafa y una puerta entreabierta a la recámara.
Doris, bien aleccionada, mostró asombro y encanto, Tácito orgullo y desaprensión, y cuando nuestro odioso jefe de Gabinete hizo su insinuación más galante, Doris pasó coquetamente al baño, como preparándose para un connubio vespertino, sacó el celular de la bolsa, me llamó; yo ya sabía la ubicación del apartamento en Río Guadiana y cinco minutos más tarde, fingiendo cólera amatoria, irrumpí en la recámara del inefable Tácito, descubriéndolo desnudo, grotescamente dotado por la cruel naturaleza, con cabeza calva y poderosa pelambre en el pecho y las piernas, amén de otras pilosidades que me callo, correteando por la recámara a la bien adiestrada Doris, totalmente vestida, gritando: