Me hice güey, le pedí que tradujera.
– Divide y vencerás -me dijo muy ufano.
Conque sí, me dije por dentro, vienes a triunfar dividiendo, cabrón. Me guardé por el momento el comentario. Quería oírlo como quien oye una canción rayada que fue éxito hace veinte años. Me repitió aquello de que quiere ser el mejor expresidente, el Jimmy Carter mexicano, nunca quejarse, actuar como si nunca hubiese habido una sola afrenta contra él. Léase: Ha regresado con una sed de poder propia del náufrago que lleva años flotando en la balsa de la Medusa, rodeado de agua y sin poder beber gota.
Dijo que quiere ser factor de unidad y cooperación en lo que queda del viejo PRI fracturado. Léase: Quiere adueñarse del partido, reconstruirlo a partir de promesas a las antiguas bases corporativas, hoy disminuidas pero latentes, y convertir lo que hoy es dispersión -los poderes locales y cacicazgos que por desgracia han propiciado nuestra democracia y el dejar hacer del Presidente- en unidad opositora para arrojarnos del poder.
Y dijo el muy cínico que sería conducto entre la Presidencia y nuestro inmanejable Congreso, puesto que no hay mayoría en San Lázaro y las iniciativas del Ejecutivo se ven estancadas o archivadas.
Me ofreció, en una palabra, colaboración para salvar estos obstáculos y llegar con el camino desbrozado a la elección presidencial.
Me le quedé mirando sin decir palabra. No necesito decirte que esto no lo desconcertó. Sus ojillos
de pillete brillaron y dijo muy despacio: -Herrera… todo lo que pasó… no pasó. Lo miré intensamente.
– Señor Presidente -le dije con la cortesía del caso-. Cuando usted era incomparable, no odiaba a nadie. Ahora que es comparable, ¿a quiénes odia?
El muy astuto me contestó:
– La cuestión, señor secretario, es ¿a quién se compara usted?
Tuve que reír ante su nunca desmentido ingenio, pero la risa se me heló en los labios cuando los ojillos dejaron de brillarle y me dijo con ese tono de fuerza y amenaza que tanto amedrentaba en su día a sus colaboradores y enemigos por iguaclass="underline"
– Si quiere mi consejo, no se meta para nada en el caso Moro.
Supongo que previno, a menos que se haya vuelto demasiado tonto o demasiado confiado, que viene a ser lo mismo, mi reacción. Una reacción, comprendes, indispensable ante hombre tan astuto y peligroso:
– Por lo visto no se da usted cuenta de que su tiempo ya pasó…
– ¿Todo lo que pasó antes… no pasó? A ver, ¿cómo está eso?
– No, simplemente la ley de usted ya no es la ley de hoy… Ya no son los mismos problemas, no son las mismas soluciones, ni es, le repito, el mismo tiempo.
Ah, pero usted y yo, con problemas y tiempos diferentes, acabaremos por hacer el mal cuando hacer el mal sea necesario, ¿verdad?
Alzó la cabeza leonina y me miró con una mezcla de altanería y desprecio.
– No toque el caso Moro, señor secretario. No lo toque y nos llevaremos a todo dar.
– Cállese usted -perdí la paciencia-. Conozco la verdad del caso, pero no me interesa hacerle el trabajo a la policía.
– Pues veremos si la policía no hace su trabajo tan espléndidamente, que el que acaba en un calabozo es usted…
Me puse de pie con violencia y le espeté:
– No es usted más que un sueño perdido. -No -me sonrió dirigiéndose a la puerta y volteando a mirarme antes de salir-. Qué va. Soy una pesadilla viviente.
Me di un golpe con el puño sobre la frente cuando César León cerró la puerta detrás de sí. Nunca debí perder la serenidad frente a esta víbora.
¿Hacia dónde, querida amiga, van las olas de la laguna?
19
Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván
Tiene usted derecho a reprocharme mi lentitud, señora. Déjeme confiar en la conocida máxima italiana, siendo Italia fuente de toda sabiduría, pero también de toda malicia política: Chi va piano va lontano. Y ojalá que algún día me otorgue la distinción de otro italiano menos anónimo que el autor de proverbios y reconozca en mí, señora, un niño mimado de la fortuna pero que, como previene otro Nicolás, mi tocayo Maquiavelo, jamás dependerá enteramente de la fortuna, que es (¿en quién pienso, señora?) variable, inconstante y por así decirlo, casquivana…
En todo caso, ¿le parece poco haber minado la soberbia de Tácito de la Canal convirtiendo en toda una mujer a la adorable Dorita, subyugada como lo estaba por su jefe y por su madre?
He seguido esta táctica, querida María del Rosario. Ayer, por ejemplo, 14 de febrero, Día de San Valentín, fiesta de los novios (quién sabe por qué) organicé un agasajo del amor en la oficina. Escogí el Salón Emiliano Zapata porque México es un país que primero asesina a sus héroes y luego les levanta estatuas. Me pareció el espacio adecuado para invitar a todo el personal de la casa presidencial. Usted sabe, los que nunca son vistos porque no deben ser vistos. Ya le he mencionado a las secretarias, tan apuradas estos días sin teléfonos ni computadoras ni faxes, obligadas a regresar a las viejas Remington que se estaban empolvando en los archivos…
¡Los archivos! ¿Quién ha visto nunca a esos viejos -porque en los archivos no trabaja un solo joven, ¿se ha fijado usted?- que llevan la notaría documental de la Presidencia con un esmero y devoción merecedores de una medalla? Son los invisibles entre los invisibles, viven en cuevas de papel y son guardianes de todo lo que se quiere mantener secreto y olvidado. Los archivistas.
Invité a los jardineros, a los ujieres, a los choferes, a las cocineras y a las camareras, a las afanadoras y a las lavanderas. Le encargué a la fiel Penélope -nunca fuese dama mejor nombrada- hacer los arreglos del caso, colgar linternas, adornarlo todo con corazones, distribuir serpentinas, ordenar el buffet, todo.
Viera usted la alegría que reinó -hasta que el licenciado don Tácito de la Canal hizo su triunfal entrada y cayó sobre la fiesta un silencio fúnebre-. Cosa que alegró al jefe de Gabinete. Se vistió de fiesta, que para él consiste en quitarse la corbata y abrirse los tres botones más altos de la camisa con propósito algo más que informal, María del Rosario. Nos quería mostrar a todos el pecho. Calvo como un melón, deseaba que viéramos la pelambre -impresionante: Tarzán podría columpiarse allí de teta a teta- de su viril apostura. Muy bien. ¿Pero a que no te imaginas lo que traía colgándole del cuello, enredándosele entre los pelos? Un camafeo, mi querida amiga. ¿Y quién nos sonreía desde la pintura? Pues nadie más y nadie menos que usted, doña María del Rosario Galván. ¿Qué dijo, la virgencita de Guadalupe? No, señora, usted, ¡cónica entre las peludas tetillas de Tácito. ¡Nada más que usted! ¿Qué pasó, pues? Que don Tácito fue a anunciar que era algo más que íntimo amigo de la íntima amiga del señor Presidente y que usted, distinguida dama, gozaba de los pilosos favores del licenciado de la Canal.