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Pele el ojo, señor secretario. ¿Dónde está nuestro joven líder? ¿Qué edad tiene el lambiscón Tácito de la Canal? ¿Cincuenta y dos como usted? Y Bernal Herrera su contrincante, ¿cincuenta y poco, cuarenta y mucho? ¿Cree que la chaviza les tiene confianza? ¿Cree que esos millones de chamacos que vemos pasar en moto como si la Harley-Davidson fuera el Siete Leguas del mero Pancho Villa, cree que esos chamaquillos medio encuerados que bailan la noche entera en las discos, cree que esos disc jockeys que vuelan de Los Ángeles a México a Jonolulú por 25 mil dólares la noche sólo para programar CDs, cree que los hijos de los millonarios en cadena que han venido heredando desde 1941, tienen fe en uno solo de nosotros?

Y eso que le hablo de lo que dicen la élite en los periódicos, señor general. ¿Qué me dice del chamaco de clase media que cada seis años ha visto a su familia quedarse sin automóvil, sin casa y sin siquiera lavadora porque no pudieron pagar las mensualidades? ¿Los estudiantes que no pudieron estudiar porque las universidades públicas se la pasaron en huelga y las privadas cobran un ojo de la cara?

Mírelos, mi general, querían ser ingenieros, abogados, chingones, mórelos, manejan taxis, distribuyen pizzas, acomodan en los cines, son esa mentadiza del valet-parking, son humillados que debieron ser otra cosa y ahora por ahí te pudras, cabrón. Y las muchachillas que sólo aspiraban a ser amas de casa de clase media decente y ahí andan de mecanógrafas y empleadas de almacén y de meseras si bien les va y si no al table dance y al burdel. Yo no le cuento la de rancheritas que ascienden a la maquila y se hacen ilusiones de que un gringo les va a pedir la mano a las muy pendejas y la maquila quiebra o se va a China, donde el trabajador recibe diez veces menos que en México y vámonos a la calle a mendigar, de vuelta al pueblo a comer nopalitos, de marías cargando bebés en los rebozos junto con miles de jóvenes buscando pasar la frontera, hacerse gringos, trabajar del otro lado aunque se ahoguen en el río o se asfixien en el camión de carga del pollero o se mueran de sed en el desierto o los deje como coladera a balazos la patrulla fronteriza gringa…

Dígame, mi general, ¿para dónde van a mirar nuestros setenta millones de chamacos?, ¿para dónde? Piénselo a tiempo, mi general, a tiempo.

Y nomás recuerde que en estos asuntos, se tarda rápido.

24

Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván

Bueno, mi bella y exigente señora, desde el primer día me advirtió que para usted todo es política, aunque yo ya tuve mis dudas cuando me citó de noche a verla desnudarse desde el bosque que rodea su casa. Y para colmo, se me adelantó (a ciencia y paciencia de mi bella dama) don Tácito de la Canal. ¿Eso también es política o, más sinceramente, sexo? Ah, mi señora doña María del Rosario, ¿cuántos otros secretos no tendrá usted que nada tienen que ver con la política, sino con la zona del "corazón que tiene sus razones" que la razón (o la política) no entienden?

Pues figúrese que yo he recibido otra lección, no sé si política, aunque sí humana. Porque, ¿hay en nuestro país política sin eso que llamamos aguante? Como le dije otro día, he intimado bastante con uno de los archivistas de la oficina presidencial, un viejo que ya le describí antes. Tuvo la amabilidad de invitarme a su casa. Bueno, no es casa sino apartamento, un tercer piso con motea allá por Vallejo, cerca del Monumento a la Raza.

Se entra por una miscelánea improvisada para aprovechar el espacio entre puerta y escalera y si quisiera describirle el edificio, no podría. Es un lugar, señora, que una vez visto huye de la memoria. Así hay actos, así hay personas, así hay lugares: por más que uno intente recordarlos, no vuelven al recuerdo… Claro, uno se dice qué triste, no me acuerdo, hasta que uno se da cuenta de que lo que quedó en la memoria no fue un sitio que no tenía nada de memorable, sino un grupo de personas que no se dejan olvidar, no se dejan olvidar, señora mía, porque no tienen más posesión que la de una mente ajena, ni más ojos que la vista de quien los ve.

¿Me entiende? Para mí fue una suerte de revelación, precisamente porque ellos no me pedían nada y sin embargo yo me sentía fascinado, atraído, por la súplica de quienes nada me pedían. ¿Qué súplica era esa? El archivista se llama Cástulo Magón y tiene un parentesco lejano -me dijo cuando hice la asociación- con los revolucionarios hermanos Ricardo y Jesús Flores Magón, los anarquistas que durante la dictadura de Porfirio Díaz languidecieron en la fortaleza de San Juan de Ulúa frente a Veracruz y que yo vi de lejos el otro día cuando me mandó usted a visitar a El Anciano del Portal. Bueno, don Cástulo va a cumplir sesenta años, es archivista desde la Presidencia de López Portillo, cuando tenía veinte años, se casó tarde porque le costó reunir la lana para el matrimonio y encontrar a una mujer de su agrado que además trabajara para juntar las mesadas.

Don Cástulo tiene esa vista rutinaria y cansada del archivista, y como le dije, ni siquiera le faltan la visera verde y las ligas en las mangas para parecer el pequeño burócrata de comedia. Los archivos son lugares oscuros, no sé si por miedo a que los papeles se vuelvan pálidos e ilegibles si les pega el sol, no sé si para que los documentos se olviden en sus sepulturas de metal gris y fólders amarillos. No sé, en fin, si para exorcizarlos de todo contenido, digamos, luminoso, mi ama y señora tan desdeñosa. Sí, don Cástulo es como el fantasma de los archivos. Así como el personaje de Gaston Leroux vivía en los laberintos subterráneos de la ópera de París, don Cástulo Magón vive en el subsuelo de la Presidencia de la República.

Su cara es gris, su mirada, si no cansada, resignada, pero sus dedos, María del Rosario, sus dedos son de una agilidad pasmosa, viera cómo recorre las divisiones de los archivos, con qué velocidad, con qué precisión… En ese momento su edad, su desaliño personal, su físico agotado, se transfiguran y don Cástulo es algo así como un alquimista del registro oficial. Sabe dónde está todo y, sobre todo, dónde está lo que no debería estar, es decir, lo que le ordenaron destruir y Cástulo, no por desobediencia, sino porque ni siquiera lo pensó dos veces, archivó lo inarchivable, por así decirlo, de acuerdo con el excéntrico sistema mexicano: no por personas (v gr.: Galván, María Del Rosario o Herrera, Bernal) ni por dependencias (v gr.: Secretaría de Gobernación, Congreso de la Unión), sino por referencias.