– Señor Presidente, usted sabe que yo soy su amigo totalmente desinteresado.
Lo cual no es totalmente cierto. Mi interés es que el Presidente se sacuda la fama de abúlico que en sus casi tres años de gobierno se ha venido creando, falazmente convencido, como lo está, de que los problemas se resuelven solos, de que un gobierno entrometido acaba creando más problemas de los que resuelve y de que la sociedad civil debe ser la primera en actuar. Para él, el gobierno es la última instancia. Ahora habrá que darle la razón. Quién sabe qué bicho le picó para iniciar el Año Nuevo invocando principios de soberanía y no intervención, en vez de dejar que los frutos se desprendieran del árbol, así cayesen descompuestos. ¿Qué nos va ni nos viene Colombia? ¿Y por qué no atender a que el trabajo sucio del mercado del petróleo lo hagan, como siempre, Venezuela y los árabes, en vez de solidarizarnos con una pandilla de jeques corruptos? Siempre hemos sabido beneficiarnos de los conflictos ajenos, sin necesidad de tomar partido. Pero uno nunca sabe por dónde va a salir el tiro de la escopeta cuando se andan dando consejos y a mí, lo admito, esta vez me salió por la culata.
– Suelte ideas, señor, antes de que se las suelten a usted. A la larga, si usted no tiene ideas, será arrollado por las ideas de los demás.
– ¿Como las tuyas? -me dijo con cara de inocente don Lorenzo.
– No -tuve la osadía de contestar-. No. Como las de su lambiscón Tácito de la Canal.
Le pegué al amor propio, ahora me doy cuenta, y acabó haciendo lo contrario de lo que le aconseja su valido, el jefe de Gabinete Tácito de la Canal, que no es un simple lacayo, sino el hombre que inventó el servilismo.
Un día, querida amiga, te sentarás a explicarme por qué un hombre inteligente, digno, bueno como nuestro Primer Mandatario, tiene a la vera de la Silla del Águila a un siervo adulador como Tácito de la Canal. ¡Basta ver cómo se restriega las manos y las junta humildemente a los labios, con la cabeza inclinada, para ver, con transparencia, que se trata de un vicioso cuya hipocresía sólo es comparable a la ambición que la falta de sinceridad malamente oculta!
Ve nada más, amiga mía (la más dilecta), qué paradoja: mis buenos consejos acarrean malos resultados y los malos consejos de Tácito nos hubieran evitado los desastres. Y es que me había adormecido, María del Rosario, acostumbrado a dar buenos consejos con la convicción de que, una vez más, no serían atendidos. Mis palabras, lo sé, acarician el ego moral del jefe del Estado y ello basta para que él piense, sólo porque me oyó y se sintió muy "ético", que le ha pagado su óbolo a los principios y ahora puede actuar con buena conciencia siguiendo los consejos, opuestos a los míos, de Tácito de la Canal.
Dime si no es como para desesperarse y sentir ganas de arrojar el arpa. ¿Qué me detiene?, me preguntarás. Una vaga esperanza filosófica. Si yo no estoy allí, con todos mis defectos, alguien peor, mucho peor, ocupará mi lugar. Soy el Simón Peres de la casa presidencial. Por graves que sean mis derrotas, al menos puedo dormir tranquilo: aconsejé con honestidad. Si no me hacen caso, no es mi culpa. Demasiadas voces reclaman la atención del poderoso. Pero algún sedimento, un ápice de mi verdad, debe anidar en el ánimo del señor Presidente Terán. Sólo que en ocasiones como ésta, querida amiga, pienso que hubiese sido preferible que el Presidente escuchase, no a mí, sino a mis enemigos…
3
María del Rosario Galván a Nicolás Valdivia
Insistes, querido y guapo Nicolás. Veo que mi carta no te convenció. Me duele menos tu falta de inteligencia que mi falta de persuasión. Por eso no te culpo. Debo ser espesa, muy lerda en verdad, muy inarticulada. Te digo directamente mis razones y tú, un muchacho tan listo, no me entiende. La falta, te repito, ha de ser mía. Admito, sin embargo, que tu pasión no me es indiferente y me mueve a desdecirme. No, no creas que con tu ardiente prosa has derrumbado los muros de mi fortaleza sexual -si así puedes llamarla-. No, el puente levadizo sigue elevado, las cadenas de la puerta tienen candado. Pero hay una ventana, hermoso y joven Nicolás, que se ilumina todas las noches a las once.
Allí, una mujer que tú deseas se desnuda lentamente, como si la observase un testigo más carnal y cálido que el frío azogue de su espejo. Esa mujer no es vista por nadie y sin embargo se desviste con una sensual lentitud que su imaginación puebla de testigos. Es delectable esa hembra, Nicolás. Y para ella es delectable desnudarse ante un espejo con la lentitud de los artistas de la escena o de la corte (una caprichosa evocación, lo admito), imaginando que ojos más ávidos que los del propio espejo que la refleja la están mirando con deseo -ese deseo ardiente que tu mirada comunica, niño malvado, chiquillo travieso, objeto tan deseable de mi deseo sólo porque eres objeto aplazable. Pues el deseo consumado, ¿todavía no lo sabes?, nos condena a la virtud subsiguiente o, lo que es peor, a la indiferencia.
Dirás que una mujer de casi cincuenta años se defiende -con derecho, admítelo- de la pasión juvenil, ardiente, pero acaso pasajera y frívola de un garcon que apenas rebasa los treinta. Piénsalo si así lo deseas. Pero no me detestes. Estoy dispuesta a aplazar tu odio y alentar tu esperanza, mi casi pero ya no imberbe amiguito. Esta noche, a las once, procederé a mi deshabillé. Dejaré abiertas de par en par las cortinas de mi recámara. Las luces estarán prendidas -con sabiduría, recato e insinuación parejas, te lo aseguro.
Asiste a la cita. No puedo ofrecerte más por el momento.
4
Andino Almazán a Presidente Lorenzo Terán
Señor Presidente, si alguien se ve afectado por las recientes restricciones a la comunicación soy yo, su seguro servidor. Sabe usted que mi costumbre inveterada ha sido la de consignar por escrito mis recomendaciones. Opiniones, las llaman algunos miembros de su Gabinete, mis colegas, como si la ciencia económica fuese materia de mera opinión. Dogmas, las llaman mis enemigos dentro del propio Gabinete, muestras de la insufrible certeza pontificia del secretario de Hacienda, Andino Almazán su leal servidor, señor Presidente. Pero, ¿es una ley un dogma? ¿Es dogmática la manzana que le cae en la cabeza a Newton, revelándole la ley de la gravedad? ¿Es una mera opinión de Einstein establecer que la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz en el vacío elevada al cuadrado?