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– Administradores, obligaciones y correcciones -me respondes hábilmente.

– ¿Y cómo se limitaría a sí misma esa sociedad sin poderes visibles, cómo se administraría, cómo se obligaría, cómo se corregiría? -digo con un tono de voz que no puedes sino juzgar afectuoso.

– Aboliendo la propiedad -me espetas, como un editorial, un eslogan, una bandera, una bofetada.

– Lo superfluo pertenece de pleno derecho a quienes nada tienen -cito sin ufanarme, creo que eso te debe agradar en mí, directo, quiero ser honesto contigo, siempre…

– Exacto, Nicolás. Si distribuyes equitativamente la riqueza y le das a cada cual lo suyo, habrá igualdad y habrá paz.

Miro tus ojos intensos y provocadores. Dudo que tú quieras la paz. Quizá la igualdad. Pero no la paz. -¿Quién administrará? -te repito.

– Todos. Cada cual se gobernará a sí mismo. Una colectividad desenajenada.

– ¿Puede serlo una sociedad nacida de la violencia y el crimen? -te dice Nicolás Valdivia, tu abogado del Diablo.

– No es ningún crimen si acabas creando la sociedad sin crimen, la república de los iguales.

¿Cómo iba a perder la ocasión de lanzarte una gran cita?

– "Córtale sin piedad el cuello a los tiranos, a los patricios, a los dorados millonarios, a todos los seres inmorales que se podrían oponer a nuestra felicidad común."

– ¡Eres una casa de citas, Nicolás! -exclamas con buen humor.

– Es parte de mi mayéutica para azoteas, mi joven amigo.

Qué bueno que me regalas tu sonrisa.

– O K., gracias por citar a mi héroe Graco Babeuf. Me ahorraste el esfuerzo.

Te digo que sonreíste, tú siempre tan juvenilmente solemne, mi querido Jesús Ricardo Magón.

– Ponme al día, Magón. Los anarquistas nacieron en el siglo diecinueve para oponerse a las máquinas industriales. ¿A qué te vas a oponer tú? ¿A las computadoras? ¿No hizo Marcos su mini-revolución por Internet?

Esta vez sí que soltaste la carcajada.

– Te presto mis palomas, Nicolás. Ahora no tienes otra mensajería.

– Es cierto. Tengo que ser mi propio mensajero, traer mis cartas en persona pero nunca recibir carta tuya, como si fueras político de la era del PRI: Nada por escrito.

Te interrogué ávidamente con la mirada antes de decirte:

– ¿Y sabes qué mensaje enviaré con tus palomas? -respondí enérgicamente, tan rápido como te hice la pregunta-: Que no hay anarquista que no termine en terrorista. Que el rechazo de la autoridad y la expectativa del milenio son cosas muy bellas mientras no se someten a la prueba de la acción.

Tu rostro se iluminó, milenarista.

– No niegues la belleza de la revuelta -dijiste de regreso a tu seriedad habitual.

– ¿Aunque los resultados sean espantosos? -te contesté con ese florete verbal que me obligas a sacar en nuestros diálogos.

– ¿La igualdad te parece espantosa? -dijiste sin rictus de humor.

– No. Sólo te repito que el gran problema de la igualdad no es vencer el orgullo de los ricos, sino vencer el egoísmo de los pobres.

¿Sabes qué me gusta de ti? Te encabronas sin grosería. Rumias tu rabia por dentro. Por eso me resultas más peligroso que si explotaras con violencia externa, verbal o física.

Me miras y sabes que sé. Te entiendo. Y si te repito nuestros diálogos es porque comparto contigo, aunque nuestras políticas sean distintas, la fe en la palabra.

¿Sabes cuál fue la grandeza de los diálogos platónicos sobre los que se funda todo el discurso humano del Occidente liberado del despotismo oriental? Fue la de concebirnos a ti y a mí hablando aquí en una azotea de México D. F en el año 2020. El dúo Sócrates-Platón nos convierte a dos interlocutores cualesquiera en compañeros de un lugar y una hora que de otra manera -sin la palabra- sería imposible. Sin este lugar y esta hora compartidos, no sabríamos nada el uno sobre el otro. Es más: ignoraríamos nuestras existencias. Seríamos ajenos el uno al otro, barcos que se cruzan en la noche, transeúntes de la gran avenida de los mudos.

¿Qué cosa une este lugar y esta hora nuestras, Jesús Ricardo?

La palabra, la palabra que nos acerca un momento y nos separa al siguiente, la palabra amiga o enemiga que se convierte al cabo en sentido autónomo de lo dicho. Y es esa fragilidad pasajera la que nos impulsa, mi joven y ya querido amigo en esta stoa con cagarrutas de paloma y polución irremediable, a decir la siguiente palabra, a sabiendas de que ella también se nos escapará para ingresar a la gran razón del mundo que nos rodea:

– No dejen de hablar. No digan nunca la última palabra.

Platón decía que escribir es un parricidio porque continúa significando en ausencia del interlocutor. Mientras sea yo el que te escriba a ti, sería, en todo caso, un fratricidio. Y sólo el día -que sospecho muy lejano si no imposible- en que tú me escribas a mí, hablaríamos de parricidio. Parricidio: nueve años apenas de diferencia entre tú y yo. Y yo jugando ya el papel de un perverso Mefistófeles que le ofrece al joven Fausto hacerse viejo. Madurar.

¿Has leído el maravilloso Ferdydurke de Gombrowicz, la gran novela polaca del siglo pasado? Para él, madurar equivale a corromper. Matamos los favores de la adolescencia deviniendo adultos. Matamos al inconsolable joven corrompiéndolo con la madurez. Pero fatalmente, no estando solos en la juventud, acabamos por crearnos unos a otros corriendo así el riesgo de crearnos desde fuera, deformes, inauténticos. "Ser un hombre significa nunca ser uno mismo." Si quieres ver así nuestra relación, lo acepto. Déjate corromper tantito.

– Ser un poco corrupto es como ser virgen a medias -me dices.

Y yo te digo y te repito:

– No puedes rechazar lo que desconoces. Somete a juicio tus propias ideas. No hay otra prueba de la honradez intelectual que pregonas. Tú no te comprometes a nada. Ven a trabajar conmigo a la oficina presidencial. Conocerás "las entrañas del monstruo", como dijo José Martí viviendo en Estados Unidos. No tienes por qué sacrificar tus ideas. Verás si resisten o no. Sólo tienes que sacrificar tu apariencia. No puedes trabajar en Los Pinos con esa melena de Tarzán. Tienes que cortarte el pelo. Y no puedes ir de blue jeans. Tampoco exageres. No te vistas de clasemediero cursi como Hugo Patrón, el noviecillo de tu hermana. Que Arman¡ sea tu hermano. Yo me encargo de eso. Decídete, oh heredero de la Utopía. Arrímate a mí. Déjame salvarte de un lenguaje impotente que, desesperado, pase a la acción criminal.