De la misma suerte, no es una ocurrencia mía, señor Presidente, que los precios determinen el volumen de los recursos empleados o que las ganancias dependan del flujo monetario o que la productividad de un empleado determine el límite de su demanda en el mercado de trabajo. Pero usted ya conoce eso que mis enemigos -quiero decir, mis colegas- llaman mi "cantinela" y sin embargo, señor Presidente, hoy más que nunca, dada una situación que nos castiga y que usted ha decidido, sin duda sabiamente, abordar con medidas populistas (que sus críticos, se lo advierto, llamarán meros desplantes y sus amigos, como yo, concesiones tácticas), hoy más que nunca, digo, yo le reitero mi Evangelio para la salud económica del país.
Primero, evite la inflación. No permita que se pongan a funcionar las maquinitas de billetes so pretexto de emergencia nacional. Segundo, aumente los impuestos para sufragar la emergencia sin sacrificar los servicios. Tercero, mantenga bajos los salarios en nombre de la emergencia misma: más trabajo pero menos sueldo es, si así lo sabe presentar usted, la fórmula patriótica. Y por último, precios fijos. No tolere, castigue severamente a quien se atreva, en situación de emergencia, a aumentar precios.
Una vez me dijo usted que la economía nunca ha detenido a la historia y quizá tenga razón. Pero que la economía hace historia (si no la historia) es igualmente cierto. Usted ha decidido adoptar dos políticas que le aseguran apoyo popular (¿por cuánto tiempo?) y conflicto internacional (con la única gran potencia mundial). En cuanto al apoyo popular, vuelvo a preguntarle, ¿por cuánto tiempo? En cuanto a la tensión internacional, pues para que vea que no soy tan dogmático como proclaman mis enemigos, no voy a decirle que durará más que el fugaz apoyo patriótico que siempre nos será dado si nos enfrentamos a los gringos, sin calcular las consecuencias. Pondré la otra mejilla y le diré, señor Presidente, bajo pena de cinismo, que México y la América Latina sólo avanzan si se dedican a crear problemas.
La importancia de México y de Latinoamérica es que no sabemos administrar nuestras finanzas. En consecuencia, somos importantes porque les creamos problemas a los demás.
Espero con impaciencia su informe al Congreso mañana y quedo, como siempre, a sus órdenes.
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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván
No sé qué admirar más, señora, si su belleza o su crueldad. La belleza sólo tiene un nombre y no hay sinónimo que valga. ¿Con qué puedo comparar lo incomparable? No me juzgue usted inocente ni ciego. He visto a muchas (¿demasiadas?) mujeres desnudas. Y sin embargo, viéndola a usted, por primera vez vi de verdad a una hembra plenamente despojada de ropa.
No me refiero sólo a su belleza, señora -de eso tendré tiempo de hablar-, sino a la totalidad obscena de su desnudez. Tampoco quiero jugar con las palabras (usted me atribuye más inteligencia de la que mis años acumulan apenas: una torrecilla corta de referencias cultas), pero cuando digo que su desnudez es obscena, fuera de escena, incomparable e invisible, inimaginable si no apareciese fuera del escenario de su -mi- habitual existencia, de su -nuestra vida cotidiana, de la manera como usted se viste y se muestra en el mundo, desnuda, fuera del escenario, obscena y de mal augurio, repito, es usted otra, la misma, ¿me entiende?, pero transfigurada, como si al despojarse de la ropa anticipase usted, señora, una hermosura final, la de una muerte eternamente viva.
Una adorable paradoja. Como la estoy viendo, así será siempre, incluso en la muerte.
No, permítame corregirme. Debí decir Hasta en la muerte o Sólo en la muerte. Intuía en usted desde que la conocí el placer exaltado, la sensualidad mayor de mi vida, en nada comparable a mi experiencia ni a mi imaginación anteriores. El premio inmerecido de verla desde un bosque mientras, en el único cuadro iluminado de la casa, se despojaba usted del vestido negro de coctel y enseguida, con los brazos retraídos hasta la espalda, desabrochaba el brassiere negro también con un movimiento sombrío y audaz para desenganchar el sostén y en seguida, cupo de las copas, póker de copas, retirar la parte frontal del sostén y liberar los senos con una doble caricia para quedar sólo con las pantimedias negras también, retiradas cuando se sentó al borde de un lecho que imagino -perdón- demasiado frío, solitario, absurdo, irguiéndose en seguida, usted, señora mía, con todo el esplendor de su madurez sexual, blanca toda, rosada dos veces, negra una sola, dándome la cara y enseguida la espalda para admirar las nalgas de la Venus calipígea, la Venus admirada hasta hundirse en la tierra con glúteos temblorosos y lograr lo que me dijo el otro día: la visión del placer que debo conquistar a un precio -me río de mí mismo, señora- acaso inalcanzable.
Sí, no me haría falta nada más. Guardaría para mí solo el obsequio que usted se dignó hacerme, María del Rosario, porque me dije:
– Es sólo para mí. Esta escena de medianoche, desde la única estancia iluminada en una casa escondida en medio de un bosque de pinos, ella me la ofrece a mí…
¿Por qué, señora, por qué crueldad infinita, por qué resabio del mal, me obligó usted a compartir la visión que juzgué incomparablemente mía, con otro mirón, otro voyeur como yo, apostado unos cuantos metros más adelante de mí, descubierto por un crujir de ramas, imperceptible normalmente, pero estruendoso para mi finísimo oído enamorado? ¿Por qué, señora? ¿Por qué ese intruso en una visión que creía sólo mía, o sólo de nosotros dos, usted y yo solos?