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– Para mí -prosiguió- el político debe ser como un aviador japonés: con pistolas pero sin paracaídas.

Hizo un insólito gesto de galán de cine, extraído de alguna antiquísima película de Tyrone Power.

– Pero entre el extremo del Quasimodo y del kamikaze, yo escogí ser El Zorro. Al enmascarado se le supondrán todas las perfecciones.

¿Suspiró? Tomé el asiento de la silla con las dos manos. El Anciano lo advirtió y me dijo con voz compasiva:

– No se apure. No he lanzado mi último suspiro. ¡Cuántas veces no me habrán dado por muerto! Me adelanté. Me aventuré.

– No se me muera sin enterarme primero, señor Presidente.

– ¿De qué? -dijo el perico, como si estuviera entrenado para esa pregunta. Tuve que reír.

– Del secreto que no suelta.

No se inmutó. Lo esperase o no, mi pregunta no alteró su tranquilidad.

– Nadie debe saberlo todo -dijo al cabo-. No es bueno para la salud.

– ¿O más bien dicho, nadie puede saberlo todo?

– Qué noble es usted, Valdivia. Póngase chango. No, no se trata de poder, sino de deber.

– Es que nos acercamos a la hora límite. Yo le voy a implorar, como el joven que usted mismo fue, que no me mande de regreso a México con las manos vacías…

– Yo nunca fui joven -me respondió con un dejo de amargura-. Tuve que sufrir y aprender mucho antes de ser Presidente. Si no, se sufre y aprende en la Presidencia, pero a costa del país.

Me miró con franco desprecio.

– ¿Qué se cree usted?

Hizo una pausa.

– Es necesario haber perdido mucho para ser alguien antes y después de ejercer el poder.

– Pero a veces el que pierde con tanto secreto, tanta intriga palaciega, tanta ambición personal, no es el poderoso, es el pueblo. Y eso es una catástrofe -dije con mi tono más digno.

– Las catástrofes son buenas -se relamió el viejo como el gato de Alicia-. Refuerzan el estoicismo del pueblo.

– ¿Más? -dije con cierta exasperación.

El Anciano me miró con una mezcla de piedad, simpatía e impaciencia.

– Mire: Todos creen que me pueden encerrar en un asilo de ancianos. No cuentan con mi astucia. Yo me hago indispensable con mi astucia. El papaloteo verbal se lo dejo al perico. Por eso está usted aquí, porque yo sé algo que todos quisieran saber y que podría ser la clave para la sucesión presidencial.

Angostó diabólicamente la mirada, María del Rosario.

– ¿Cree que voy a soltar prenda para que me tiren a la basura? ¿Está usted pendejo o nomás se hace?

– Yo lo respeto, señor Presidente.

– Lo dicho. Sigo con la boca cerrada.

– Créame que su franqueza no disminuirá mi respeto.

Rió. Se atrevió a reír.

– Será que soy muy mañoso, camarada Valdivia. Creo en la ley de la compensación política. Lo que doy con una mano, lo quito con la otra. Si yo le doy lo que quiere, ¿qué le quito en cambio?

Inquirí, inquieto:

– Quiere usted decir, ¿qué espera de mí?

Contestó como una flecha:

– O de quienes lo mandaron aquí.

– Mi protección -murmuré, dándome cuenta inmediata de mi estupidez.

El Anciano que nunca reía dejó de hacerlo pero mantuvo una gran sonrisa.

– Nunca crea en lo improbable. Sólo crea en lo increíble.

Cogí la ocasión del rabo:

– Pero usted no me ofrece ni lo improbable ni lo increíble. No me da nada.

Ah qué caray. ¿Qué tal si le digo que México necesita la esperanza? ¿Crear ilusiones absolutas y realidades relativas? ¿Animar la fantasía?

– Creeré que me engaña.

– ¿Ya ve? Y sin embargo le estoy diciendo la puritita verdad. Y le doy, además, la clave de mi secreto, por si de veras quiere entenderla.

– Me regala usted una piedrecita. Yo quiero la roca entera, señor Presidente.

– Una piedrecita arrojada al agua hace una ola chiquitita, pero la ola chica hace las olas grandes.

Pausa. Suspiro. Resignación.

– Y al cabo, todas las olas son igualitas.

Recuperó en un instante el vigor que se le iba como las olas si el Golfo de México fuese una gigantesca coladera. Y quizá, esa tarde, lo era. En mi primera visita, El Anciano había evocado las mareas de invasores que entraron a México por Veracruz. Lo propio de las mareas, sin embargo, es retirarse, llevándose consigo parte de la tierra, quizá la tierra que la tierra ya usó, ya no quiere o ya no necesita. ¿Qué se llevaban las corrientes del Golfo? Todo, pensé, si el Viejo lo permitía. Nada, si su terquedad le prohibía al mismísimo mar moverse.

– La bruma de la conspiración cubre a México y nadie tiene la cabeza más alta que el aire que respira -dijo, por primera vez, con ensoñación (una ensoñación contradictoria y poco justificada), mirando hacia los muelles, el Castillo, el mar…

– Un aire contaminado, señor.

– Yo sólo le digo una cosa -repuso El Anciano con su mirada, su tono habituales-. Para respirar a gusto, para disipar la bruma, para acabar con las conspiraciones, se necesita devolverle al país una ilusión.

– ¿Otra vez? -pregunté, resignado.

– Hablo de un símbolo -la voz del expresidente ganó en autoridad-. Engañado, perdido, corrupto, nuestro país sólo se salva si encuentra el símbolo que le dé nuevas esperanzas.

– No hemos hecho más que renovar esperanzas cada seis años para perderlas en seguida. ¿Usted tiene la clave de la esperanza perpetua?

Ahora sí que calló y pensó largo rato. Evité mirarlo, por simple buena educación. Me di cuenta de que los zopilotes ya no volaban sobre Ulúa. Me pregunté si eso ya lo había notado en enero, cuando vine a ver al Anciano por vez primera. La sensación de que los zopites no circulaban en los cielos era quizá sólo una repetición, una reprise, de algo que ya había visto y que ahora, como si la vida fuese un sueño, veía por primera vez, habiéndolo sólo soñado antes. ¿O era al revés? ¿Lo vi ayer para soñarlo hoy?