Quiero creer que El Anciano leyó mi pensamiento. No en sentido literal, sino gracias a una intuición que es otro nombre, en él, de la malicia y aun de la perversidad… Un ruco bien chido, pues.
En todo caso, esto es lo que me dijo:
– Mi único pesar es que conozco todas las historias, pero jamás conoceré toda la historia.
– Yo tampoco -me atreví a interrumpir.
– Nadie, es cierto -afirmó con la cabeza entrecana, muy cepillada.
No quise añadir nada. Él llevaba la batuta.
– Así como se miden las cucharadas de azúcar en el café -continuó- uno debe saber qué cosas cuenta, cuándo las cuenta y a quién se las cuenta…
– ¿Y llevarse un secreto a la tumba?
No sé por qué esto le causó tanta gracia y me mostró los dientes. Por una sola vez, vi hambre en esos caninos.
– Con pesar a veces, por discreción otras, por orgullo la mayor parte del tiempo -dijo-, ¿cuántos secretos no revelamos nunca y sólo muertos nos reprochamos: Si hubiera dicho esto a tiempo, todo habría sido distinto? Y de repente, ¿hasta mejor?
Yo no iba a apresurar las palabras de El Anciano. Yo me había propuesto guardar una distancia formal, respetuosa, que lo intrigase a él más que su propio secreto a mí. Porque de un secreto se trataba, Jesús Ricardo. Si sumas todas mis visitas al portal de Veracruz, puedes pensar que vine porque María del Rosario me lo pidió como parte de mi educación política, pero yo entendí poco a poco que en realidad el Viejo se guardaba un secreto y esperaba el momento para sacarlo a la luz. Sería coincidencia, capricho o azar, al principio. Pero al final de cuentas sería fatalidad, sería necesidad.
Ahora yo era el secretario de Gobernación en el momento en que el Presidente había muerto y el Congreso se disponía a nombrar Presidente Sustituto para cumplir lo que quedaba del mandato de Lorenzo Terán y convocar a elecciones. Mi educación política, origen -¡qué remoto me parece hoy!- de estos viajes a Veracruz, era hoy mi decisión política. ¿Quién sería el Sustituto? ¿Y quiénes, los candidatos en el 2024?
Ya sabía que con El Anciano del Portal, las sentencias precedían, como un hors d'oeuvre, a los platos fuertes.
– Sabe usted, Valdivia, yo ya me cansé de guardar secretos que la mayoría de los ciudadanos han olvidado y que a nadie le interesan. ¿Que el hermano de un Presidente mandó matar al amante de su mujer y luego murió envenenado? ¡Misterio! ¿Que una salvaje bataclana dejó tuerto de un guitarrazo a un expresidente celoso? ¡Misterio! ¿Que un expresidente fue arruinado por una docena de mujeres confabuladas que un día lo dejaron abandonado bajo el sol en una playa solitaria hasta que el viejo se achicharró? Misterio. Anécdotas de la comedia política nacional… Dígame si hoy esto le interesa a nadie.
Levantó con el dedo índice al perico mudo y le acarició el plumaje multicolor.
– En cambio, hay secretos que, si se saben, pueden cambiar el rumbo de la historia.
Cerró la boca. El perico regresó a su sitio sobre el hombro de El Anciano. No mostré curiosidad alguna.
– En política -prosiguió- no hay que dejar que la locomotora guíe al conductor. María del Rosario lo mandó aquí para que se fogueara. Eso dijo la muy zorra. En realidad, lo mandó a averiguar mi secreto. Usted no averiguó nada. Regresó cada vez sólo con un montón de consejos. Un saco de papas.
Hizo algo insólito. Soltó el bastón, que cayó al piso con estrépito. Ahora sí, me dije, todos van a voltear a mirarnos. No. Nadie se inmutó. El pacto de discreción entre El Anciano y los parroquianos del portal era indestructible. Lo insólito fue que me tomara el puño con una fuerza de atleta, cerrándomelo dolorosamente. Quise; extrañamente, imaginarlo desnudo, qué clase de musculatura tendría, a su edad la carne se arruina, todo se afloja, pero el Viejo me daba una mano de fierro con un vigor que imaginé nacido de la cabeza y de los testículos.
– Esta vez no, Valdivia. Esta vez no.
¿Qué quería decir? El loro seguía misteriosamente callado, como si El Anciano lo hubiera rellenado de nembutales o el loro entendiese cuándo debía jugar al bufón para distraer y cuándo comportarse con eso que los franceses -¡némesis de El Anciano!- llaman sagesse, una sabiduría que tiene tanto de conocimiento como de experiencia, de contención y de cortesía.
– Sabe usted, lo sucio y lo sagrado comparten una cosa. No nos atrevemos a tocarlos -dijo mirando al perico, no a mí.
Las ojeras se le ensombrecieron aún más.
– ¿Recuerda usted a Tomás Moctezuma Moro?
Casi me sentí ofendido por la pregunta. Moro fue el candidato triunfador en las elecciones del año 12, pero cayó asesinado antes de asumir el poder. Se celebraron nuevas elecciones en medio de la conmoción nacional y en 2013 tomó posesión el incoloro Presidente de la Coalición de Emergencia, un mandatario gris, olvidado, de ocasión, marcado por la ineficiencia, la transitoriedad y la fragilidad acomodaticia. El Congreso gobernó en ese periodo y gobernó mal. Unidos para elevar a un Don Nadie a la Presidencia, en seguida volvieron a la guerrilla de la gorila. El Congreso dictó la política a su leal saber y entender, y el Ejecutivo -¡por Dios!, ¿cómo se llamaba?- obedecía con las manos cruzadas.
Por eso suscitó tanto entusiasmo Lorenzo Terán en el 2017, cuando su vigor y personalidad -tan evidente aquél, tan fuerte ésta- lo llevaron a la Presidencia en una ola de triunfo y esperanza, con el 75% de los sufragios para él y el 25% restante dividido entre los minipartidos que ya habían cansado y desencantado al elector…
Tomás Moctezuma Moro. Un incidente olvidado. Un fantasma político más. Presencia ayer, espectro hoy.
– Un hombre honesto -comentó El Anciano-. De ello doy fe. Se creía el Hércules que iba a limpiar los establos de la política mexicana. Yo se lo advertí: