Выбрать главу

– Al fin te encontramos. Te perdiste en la selva.

Ay, señor Presidente, ¿en qué pensaba usted? ¿De veras cree lo que me dijo?

– Todo en México requiere simbolismo. Si pueden hacer santo a un indio amnésico, manipulable e ignorante como Juan Diego, ¿por qué no hacer Presidente a Moro en el momento oportuno, que es este año de 2020, no el pasado 2012? ¡Milagro, milagro! O sea como la suave patria mía, vives de milagro, como la lotería… Milagros, fe, credulidad, ¿hay algo que legitime más en México? Un Presidente electo, perdido en la selva, amnésico como un santo, reaparece a reclamar nada menos que la Silla del Águila. ¡Sensación, señorita De la Garza! ¡Sensación sensacional si además es usted, su novia santa, usted la que lo rescata y devuelve al sitio que le corresponde! ¡Historia de amor! ¡Amor y milagro, señorita! ¿Quién puede contra todo esto? Es la obra maestra de mi vida, ya puedo morir en paz, quedan atrás los sobres lacrados, el tapado, los chanchullos electorales, el carrusel, el ratón loco, los votos de las almas muertas, y cuanto organicé siendo Presidente. Ya culminé mi tarea política: le di a México el Presidente necesario en el momento necesario, lo resucité como Dios Padre a su hijo Cristo, lo devolví al mundo rodeado de todos los atributos del misterio, las aventuras de capa y espada, las ascensiones místicas, el dolor indispensable, el sentimiento melodramático, el amor recuperado… Señorita Dulce, Dulce Señorita, ¿no siente usted la emoción de mi voz, mi vigor recuperado, mi obra maestra concluida?

Sí, señor Presidente, lo siento y me da usted pena, vergüenza y odio. Creo que se ha vuelto usted loco. Es usted un perturbado mental, un monstruo senil que juega con las vidas y emociones de las gentes sin humanidad cual ninguna… Con razón me mandó a mí a ver a Tomás y fui con alegría pero con el corazón en la garganta, palpitante, inquieta, desasosegada, sin saber en realidad qué cosa me esperaba…

Me guiaron por esos túneles sombríos con olor a muertes olvidadas. Una rata inmunda me miró como si me deseara. Goteaba sal de las bóvedas y el castillo entero crujía como si mis pasos lo ofendieran. Le digo esto para que sepa la elocuencia que se apoderó de mi cabeza y de mi lengua, preparándome para la emoción más grande de mi vida…

Tenía la máscara puesta cuando entré al calabozo.

– Tomás, mi amor, soy yo…

Hubo un silencio. El más largo de mi vida, suficiente para recordar mi encuentro con Tomás en el Museo de Monterrey y luego todos y cada uno de los minutos de nuestro amor.

– Tomás, mi amor, soy yo…

Me dio la espalda.

Escribió en la pared con un gis lo que ha escrito mil veces, pues las celda está llena de esos garabatos blancos, desvaneciéndose en la humedad:

PAN. TIEMPO. PACIENCIA.

Lo abracé. Se libró de mí con un movimiento áspero de los hombros. Me desconcerté, partida por un rayo inesperado. Me hinqué abrazándole las piernas.

– Tomás, he regresado, soy yo…

Lo miré implorando.

Estaba encerrado en el silencio.

Lo acaricié hincada. Lo miré implorando.

– Quítate la máscara. Déjame verte otra vez.

Se rió, señor Presidente. Nunca he oído una carcajada igual, ni espero volver a oírla. Era como si tuviera cadenas en la garganta. Reía como si arrastrase fierros en vez de palabras. Mi propia voz tembló, como si yo fuera la novia de la muerte, una enamorada surgida del mismo sepulcro que he visitado durante ocho años, llevándole flores, llorando a veces, a veces negándome a regar de lágrimas esa losa. Mi propia voz tembló, como si yo fuera una enamorada que un día se resignó a desaparecer y ahora debía cortejar a la muerte, porque ese hombre que usted cruelmente engañó, encarceló y manipuló perversamente, sí, perversamente, señor, ese hombre ya no es mi hombre.

Es otro y no sé cómo llamarlo, ni cómo hablarle.

No respondía a mis palabras. Con las manos arañé la máscara, quise abrirla como una lata de conservas. Él nomás se rió. Entonces salió una voz ahogada, una voz peluda, una voz que no reconocí y me preguntó que quién era yo, qué hacía allí, como me atrevía a meterme en el lugar que era sólo de él.

– Tu cara… déjame ver tu cara, Tomás…

Que no fuese idiota, que no me gustaría ver la cara debajo de la máscara, ¿por qué pensaba que se la habían puesto si no era para ocultar algo horrible, un rostro de monstruo, una cabeza de águila en cuerpo de hombre, unos ojos de serpiente y una boca de perro?, ¿eso quería yo ver, pobre idiota de mí?, que tenía cara de loco, que la barba lo ahogaba y le deformaba la voz, que ni los carceleros querían mirarlo cuando le quitaban la máscara para darle de comer, lo vigilaban y se la volvían a poner, él ya no peleaba, dejó de pelear hace siglos, él se acostumbró -"pan, tiempo, paciencia."- él se volvería totalmente loco si salía a la luz, él no creería que la realidad estaba fuera, él creerá siempre, hasta morir, que la realidad está allí adentro, prisionera pero libre del engaño del mundo, la mentira está afuera, afuera rondan la ilusión y el sueño…