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– Aquí está mi casa, la verdad, la paz, el tiempo, la paciencia…

Todo esto me dijo, hiriéndome, sin reconocerme o fingiendo que no me reconocía, yo no sé, negándose a darme la cara, la voz ahogada por la pelambre como por esa selva que usted cruelmente le inventó, la voz encerrada detrás de la máscara y luego sus extrañas palabras:

– Despierten a los muertos, puesto que los vivos duermen…

No me reconoció. Pero se lo digo yo, que conocí a Tomás Moctezuma Moro mejor que nadie. Él ha encontrado su hogar entre esas cuatro paredes heladas. Ni siquiera el mar puede verse, ni el oleaje sentirse, en ese hoyo profundo que ya es parte del fondo del Golfo. Para él, el calabozo de Ulúa es la única realidad conocida o admisible. Esa es su obra cruel y maligna, Señor Anciano…

¿Cómo sé qué es él?

Esa voz no se olvida, por más deformada que me llegue.

¿Cómo sé que está vivo?

Por el miedo en sus ojos, visible a través de las rendijas de la máscara.

Por el miedo en sus ojos, señor Presidente. Un miedo que ni en mi peor pesadilla pude imaginar, un miedo a todo, ¿entiende usted?, un miedo a recordar, amar, desear, vivir o morir… El miedo que usted le puso allí, señor Presidente a quien el Diablo hunda en lo más hondo del infierno el día de su muerte. Que desearía próxima si no supiera desde ahora que su vida es ya un infierno.

Todo fue en balde. Sacrificó usted por nada a mi hombre. Tomás Moctezuma Moro no saldrá nunca de Ulúa. Ni vivo ni muerto. Esa celda es su hondo e inconmovible seno materno. No reconocería otro hogar.

El de usted debería ser la casa de la vergüenza. O lo que para usted es peor, la de la oportunidad perdida. Por primera vez, sospecho, las cosas no le salieron como esperaba. Me da usted horror. Pero más me da pena.

Sólo le suplico una cosa. Siga sobornando a los guardianes del cementerio para que al menos allí, como sucedió un día, yo pueda abrir la falsa tumba de Tomás Moctezuma Moro.

57

Tácito de la Canal a "La Pepa" Almazán

No te preocupes por mí, mi amor. Lo he perdido todo. Salvo el refugio más íntimo del alma, que es mi amor por ti. No me importa que me desprecies, me insultes, me apartes para siempre de tu lado. No me importa. He regresado al puerto más seguro. Quiero que lo sepas. No es un triunfo ni una derrota. Me echas en cara servilismo y vanidad. Me humillas y lo merezco. Todo lo que parecía fortuna se me ha volteado en un instante y al mismo tiempo.

Sí, yo soy aquel al que el Presidente podría decirle,

– Salta por la ventana, Tácito,

y yo contestaría,

– Con su venia, señor, saltaré desde el techo.

Tuve un presentimiento, ¿sabes?, el día que un jefe de Estado extranjero llegó a Los Pinos a ver al Presidente. Yo lo esperaba a la puerta. El dignatario me entregó el impermeable como si yo fuera el mozo. De eso me vio cara. Yo debí haber cruzado los brazos detrás de la espalda como hacen los royals británicos para indicar cortésmente que no era el mayordomo de Palacio. Pero como en verdad lo era, tomé el impermeable del visitante, incliné la cabeza y le indiqué que pasara adelante. No me miró siquiera. Me quedé con la gabardina del Presidente de Paraguay entre las manos mientras el personaje se alejaba murmurando,

– ¡Qué frío que hace en México!

Yo era el criado, es cierto. Volví a hacerme la pregunta de cuando entré a servir al señor Presidente Lorenzo Terán,

– ¿Qué diablos quieren de mí? Si yo no soy nadie…

Vas a decirme:

– ¡Qué fácil! Ahora que no eres nadie, te das el lujo de jugar al humildito.

Créeme. No me creas. Qué más da. Te escribo por última vez, mi Pepona. No lo haré nunca más, te lo juro. Sólo quiero que sepas cuál ha sido mi final y aceptes que lo acepto con humildad verdadera.

Mi padre vive muy aislado en su casita del Desierto de los Leones. Es una casita modesta y decente, muy escondida. Se llega a ella por esos caminos escarpados de curvas con el Ajusco a la vista. Mi padre es muy anciano. Lo llamo el A. P, el Antiguo Padre, recordando alguna lectura, antigua también, de las novelas de Dickens, cuando era joven.

Porque un día fui joven, mi Pepa, aunque ni tú ni el mundo lo crean. Fui joven, estudié, leí, me preparé. Me impulsaba la ambición y algo más: el destino de mi padre. No repetirlo, ¿ves? No quería ser como él.

Durante tres sexenios consecutivos, el A. P fue factor decisivo de la política mexicana. Pasó de una Secretaría de Estado a otra, siempre como poder en la sombra, siempre como operador político a favor de la jugada grande, es decir, llevar a su ministro a la candidatura del PRI y de allí a la Presidencia. Como nunca acertó, contó con la confianza del ganador. No hay nada como perder para ganar confianza. Siempre en la sombra. Siempre como manipulador secreto. No podía aspirar a más, porque nació en Italia de padres italianos, los Canal¡ de Nápoles. Por eso también era digno de confianza. Sus ambiciones tenían un límite legal. Nunca podría ser Presidente. Tres sexenios. Hasta que se le juntaron demasiados secretos, ese fue el problema. Tantos que nadie creía que fueran la verdad, porque los secretos son por naturaleza contradictorios e inciertos y lo que es necesidad en A es necedad en B, lo que es virtud en X es vicio en Z y así en adelante. O sea que todo lo que mi padre sabía, por saber demasiado se volteó en contra de él.