Vidales disparó.
Moro no dijo nada.
Cayó de pie, por decirlo así.
Se derrumbó sin aspavientos.
No nos grito "asesinos".
No pidió "clemencia".
No dijo nada.
La máscara de fierro pegó secamente contra el piso. Así murió por segunda vez Tomás Moctezuma Moro. Así se disipó, señor Presidente, el fantasma de
Banquo. Sólo que el sitio vacío en el banquete del poder no lo ocupó Macbeth. Porque aunque todo terminó como en Shakespeare, este drama era jarocho y chilango y acriollado a la tabasqueña, como me lo hizo notar, nomás "por no dejar", Vidales el "Mano Prieta".
– Muy listo el nuevo Presidente -sonrió ofreciéndome un tabaco-. Ni usted me va a delatar a mí ni yo a usted, ¿no es cierto?
Me miró feo.
– No se olvide de que si a mí me pasa algo tengo la dinastía de mis Nueve Hijos Malvados pa’vengarme. ¿A quién tienes tú, pendejete?
Ahora me sonrió.
Ándale. Es un puro de Cumanguillo. No se los ando ofreciendo a cualquiera.
Miró a Moro desangrándose en el suelo.
– Ándale. Y recuerda que esto no pasó y ni tú ni yo estuvimos aquí. Yo estoy en Villahermosa celebrando la mayoría de edad de Hijo Número Ocho. ¿Y tú,
cabroncete?
Cerró la puerta de la celda y salimos al frío eterno del laberinto de Ulúa. Su narrativa tampoco tenía fin.
– ¿Sabes quiénes cometieron el crimen?
Negué, turbado, con la cabeza.
– El Tuerto Filiberto y don Chencho Abascal.
– ¿Quiénes? -pregunté idiotamente. "Mano Prieta" nomás se rió.
– El Tuerto y don Chencho. Ellos cometen todos mis crímenes. Son invisibles. Nadie los encuentra. Porque los inventé yo.
Dejó de reír.
– Tú no te olvides. Yo no soy sólo "el señor gobernador". Soy el dueño. Y cuando yo me muera, ya te lo dije, mis Nueve Hijos Malvados se encargarán de seguir matando. Somos dinastía y tenemos nuestra divisa. "De pedrada para arriba, los Vidales siempre ganan con saliva."
Y se fue dejando ese aroma doble de puro de Cumanguillo y narcótico de estramonio dormilón.
Con razón decía don Jesús Reyes Heroles que el México bárbaro nomás dormita pero no se muere nunca y despierta bronco a la menor provocación.
Gracias, querido Presidente, por hacérmelo ver con mis propios ojos.
Gracias por dejarme ser la persona que era antes de conocerte.
Gracias por demostrarme que el anarquista termina en terrorista.
Gracias por hacerme ver que el rebelde doctrinario tiene que llevar su insurrección a la práctica como una fatalidad.
Y cuídate, Nicolás Valdivia, porque ahora soy un asesino.
Y mi siguiente víctima serás tú.
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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván
Mi bella señora, no quiero parecer insistente, pero considero que la promesa que usted me hizo al conocernos debe cumplirse ahora. Soy lo que soy y esa fue la condición que usted puso, ¿recuerda?
– Nicolás Valdivia: yo seré tuya cuando tú seas Presidente de México.
Acudo a su ventana con la promesa cumplida. Me encanta su coquetería. ¿De manera que antes de abrirme las puertas de su casa me pide que, por última vez, repitamos el rito inicial? Está bien. Yo respeto sus caprichitos. Tiene derecho a pedirme lo que quiera. Cumplió usted su profecía. Llegué a donde usted, temerariamente en enero, pronosticó. O más bien: prometió.
Me doy cuenta de que no es a María del Rosario Galván a quien le debo el puesto, sino a una cadena de circunstancias que a principios de este fatídico (o muy fausto) año no era posible prever. Otra vez, la necesidad es obra del azar. No imagine, por ello, que mi gratitud decrece. Al contrario. Llego a usted sin compromisos, limpio y libre. A usted le debo mi educación política. Soy el mejor alumno que viene a darle el premio a la maestra. ¿Puedo ahora culminar en su lecho mi educación erótica?
Sigo sus instrucciones. Hoy en la noche volveré al bosque que rodea su casa y desde allí la veré desnudarse frente al ventanal iluminado. Hágame una seña. Apague la luz, prenda una vela, como en las viejas películas de misterio -y acudiré a "lechos de batalla, campo blando".
Ansiosamente suyo, N.
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María del Rosario Galván a Nicolás Valdivia
Pues bien, en noche lóbrega, galán incógnito… ¿Incógnito, me dirás? ¿Desconocido tú? ¿Tú, mi hechura, mi plastilina, mi Galatea masculina? Sí, es mucho lo que me debes. Me lo debes todo, diría yo. Todo. Menos el premio final. El gordo de la lotería. Eso se lo debes a gente menor. Te valiste de los enanos para llegar a donde estás. ¿Por qué? ¿Me tuviste miedo a mí? ¿Temiste que debérmelo todo te iba a convertir en nadie?
Has aprendido mucho, menos las sinuosidades de la confianza. ¿A quién otorgársela en política? No nos queda más remedio, Nicolás, que estudiar el carácter tanto o más que los actos. ¿Qué dijo Gregorio Marañón sobre Tiberio? Que no era bueno y fue el poder lo que lo volvió malo. Siempre fue malo. Lo que sucede es que la luz del poder es tan poderosa que revela lo que realmente éramos desde siempre y ocultábamos en las sombras de la impotencia.
Tanto tu poder como el mío nos revelan lo que realmente somos. Un par de bandidos. Una pareja de gángsters. Chantajistas. Depredadores. Criminales. Seguramente los dos sabemos bien que el más ambicioso es el que menos se dramatiza a sí mismo.
Cuídate, pues, del menos conspicuo. Te lo dije al principio, para que no te impresionaran las estúpidas baladronadas de Tácito de la Canal, el hombre político más transparente que he conocido. Lo único confiable de Tácito era su falta de confiabilidad. ¿Cómo podía llegar a la Presidencia un hombre que a causa de su hipocresía cultivaba el aspecto de un perpetuo necesitado a punto de regresar, si no lo socorríamos, a la mendicidad?