La historia. Para ti apenas comienza, Valdivia. Recuerda que gobernarás a un país destructivo que se protege, engañándose a sí mismo, con psicologismos postizos y sensibilidades prestadas por el sufrimiento al arte y a la muerte. Tú has querido, inútilmente, cultivar el área neutral. No te quedaba más remedio cuando no eras nadie. Pero ya habita en ti -y yo te lo adelanté, lo admito- eso que los alemanes llaman el dunker-instinkt, el deseo mal entendido pero profundo de tener poder y de ejercerlo con estilo.
El estilo es el hombre, dicen. El estilo lo es todo.
¿Y la belleza? ¿Es parte del estilo? No. Sólo los tontos lo creen. La belleza, como el estilo, es cuestión de voluntad. También la belleza es poder. Mírame a mí, mi rendido galán. ¿Crees que no me veo al espejo todas las mañanas? ¿Sin maquillaje? ¿Crees que me engaño a mí misma? Coquetamente, engaño sin mucho éxito a los demás. ¿Te dije que tenía cuarenta y cinco, cuarenta y siete años? Ya no me acuerdo. No es cierto. Ya cumplí los cuarenta y nueve. El caso es que cada mañana tengo que construir mi belleza como se pinta un cuadro, se esculpe una máquina o, más peyorativamente, como se pega un anuncio a la pared. La verdad es que no quiero convencer. Quiero ser admirada para salirme con la mía. Admirada pero intocable. Quisiera ser estatua. Un amante me dijo un día,
– Lo malo es que eres tan bella por fuera que debes ser espantosa por dentro.
– No -le contesté-. Lo malo de la belleza es que te condena al sexo y lo malo del sexo es que siendo un placer, no transforma las malas noticias en buenas.
– Pero quizá te salva a pesar de lo malo -dijo mi olvidado galán.
– Yo quiero salvarme a pesar de lo bueno -le dije, confundiéndolo para siempre y obligándole a huir de todo lo que no entendía, que era mucho.
¿Me entiendes tú, mi pobre, pequeño Nicolás? Mírame bien. La edad es el asesino impune de una mujer. Tú has de haber creído que, diez años menor que yo, podrías gozar de mi madurez y acaso ser el último godible de mi vida.
¿Te desengañaste ayer, tontito?
Sabes, te vi el día que asumiste la Presidencia en San Lázaro. Vi en ti una peligrosa sonrisa que desconocía. Me diste miedo. Era una sonrisa, más que de poder, de engaño. De picardía suprema. La sonrisa del pícaro. La sonrisa que decía, "les he tomado el pelo a todos", "no saben a quién han elevado, güeyes". Decidí allí mismo que iba a hacerte sufrir por lo que yo he sufrido en toda mi vida, no porque tú me hayas hecho daño.
Te asumí como la razón de todo lo malo que me haya podido ocurrir -como el saco en el que quería meter todos mis pesares, aunque tú no fueras la causa.
Me di cuenta viéndote ceñir la banda del águila y la serpiente.
– Nicolás Valdivia se volvió grande. Pero su amor es pequeño. Es un hombre que no sabe amar.
Te revisé rápidamente, como a un libro abierto. No se te conoce ningún amor. Padre, madre, familia. Novias. Amantes. Eres como una isla cubierta de maleza, solitaria en medio de un río caudaloso. Y tú enredado en las ramas de tu ambición, sin contacto profundo con nadie. Lengüeteado por las aguas del río, pero incapaz de bañarte en ellas. Tú idéntico al islote que no sólo te aísla: te inmoviliza para el amor.
Dime si no hay ausencia de amor que no se cure con la presencia del ser amado. Esa era mi promesa. Te propuse un camino para llegar a mí. Tú lo desviaste. Tú lo pospusiste. Tú me humillaste. Separaste "llegar al poder" de "ella me permitió llegar al poder". ¿Crees que eso te lo puedo perdonar?
Quiero que sufras lo que yo he sufrido. Mira cómo me sincero. Mira cómo me rebajo. Mira cómo me dejo llevar por la pasión, en contra de las advertencias serenas de mi verdadero hombre Bernal Herrera. Pero entiende algo. Quiero que sufras por lo que yo he sufrido desde que nací, no porque tú me hayas hecho daño. Ni porque crea por un solo instante que tú me has querido de veras, ni yo a ti.
Acudiste a la cita frente mi ventana, igual que en enero.
¿Te dolió verme anoche en la ventana?
¿Te dolió verme desnuda otra vez?
¿Te dolió verme en brazos de otro hombre?
¿Te llegaron, confundidos con el llanto agitado de los árboles, mis suspiros de orgasmo, mis aullidos de placer?
Tú me pospusiste. Perdóname. Siempre me dijiste cómo te gustaba él. No me lo hubieras dicho. Te lo quité. Manejaste bien todas tus cartas, menos esta.
¿Debo agradecerte que me hayas revelado al mejor amante que he tenido en mi vida, el más bello, el que con más impudicia me lame el culo, me lengüetea el clítoris, me mete los dedos por la vagina y me hace venirme dos veces, con la boca y con la verga, gritándome, pidiéndome que le acaricie el ano, que es lo que quieren secretamente todos los hombres para venirse más fuerte -el ano, que es lo más cercano a la próstata, el hoyo del placer más secreto, menos confesado, menos exigido?
Él sí. Él sí me lo pide.
– Tu dedo en el culo, María del Rosario, por favor, hazme gozar…
Moreno, alto, musculoso, tierno, rudo, apasionado y joven.
¡Qué buen amante me diste, Nicolás! ¡Desde el principio me tuteó!
Pero cuídate mucho de él.
Jesús Ricardo Magón está convencido de que quieres matarlo.
Este es mi último consejo. Más bien cuídate tú de que él no te mate a ti.
El crimen inspirado por el temor a ser matado es más frecuente que el crimen por la voluntad de matar.
Olvídate de mí como amante. Témeme como rival político.
Y ándate. Buscas en vano un resquicio por donde penetrarme el alma. No lo encontrarás, porque no lo tengo. ¿Acaso soy distinta de todos, hombres y mujeres? ¿Quién es dueño de su alma? El que lo crea se engaña. No somos. Estamos siendo. No nos sometemos a la realidad. La creamos. Ándale, criatura, mon choux…
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María del Rosario Galván a Bernal Herrera
Acepto tu sonrisa, Bernal, sé que hay un pequeñísimo asomo de burla en tu boca, pero tus ojos me miran con el cariño que nos profesamos tú y yo desde siempre. O desde ese "siempre" que es, o fue, o quisiéramos que fuese, nuestra juventud.