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Lo dieron por muerto. Sólo quedó parapléjico, inutilizado de la mitad inferior del cuerpo, condenado a vegetar en una silla de ruedas, igual que su hermano mayor y líder comunista, Emiliano Barroso, ¡qué justicia poética!' Leonardo inválido, pero en una silla de ruedas, conservando en la cabeza toda su energía perversa, concentrada más que nunca en humillar a su hijo, despreciar a su esposa y encadenar a su amante. Tuvo vástago de una primera unión de la mujer de Leonardo, un segundo hijo, Leonardo Junior. Este adoptado fue el padre de tu amiga María del Rosario. Y era tan siniestro que empezó a empujar a tu madre a un segundo amasiato con su hijastro para poderlos espiar y sentir emociones vicarias…

¿Cómo no iba tu madre Michelina a buscar y encontrar el alivio primero y la pasión en seguida en un oficial joven, apuesto, como lo era yo hace treinta y cinco años…?

Quiero que lo entiendas, quiero que lo sepas, quiero que te preguntes, ¿hasta qué punto la separación puede más que la presencia? ¿Por qué nos inflama de pasión la ausencia hasta enloquecernos?

Y por el contrario, ¿hasta qué punto las conveniencias sociales nos obligan a abandonar la luz del amor y perdernos en la noche, la suciedad y el vicio? Y finalmente, ¿por qué el justo medio de estos extremos de la pasión -el hambre de presencia, el vicio de abandono- acaban encontrando un maligno término medio en el olvido? O peor, en la indiferencia.

Michelina Laborde no podía regresar al seno de los poderosos Barroso, que eran alguien, con el hijo de un nadie que era yo. Regresó a la frontera con su secreto guardado por todas las convenciones de la familia. Había estado "de vacaciones" en Europa. Comprándose ajuares. Visitando museos.

No la volví a ver. Murió poco después. Yo creo que murió de melancolía y de esa nostalgia de lo imposible que a veces nos invade porque sabemos que lo que deseábamos pudo ser posible.

Tú fuiste entregado a una familia catalana, los Lavat, a la que los Barroso dotaron de una suma para tu educación que jamás usaron para educarte, sino para medrar mediocremente y enviarte a la calle y al crimen, tu verdadera escuela, Nicolás, iniciada de niño en Barcelona y continuada en Marsella, a donde los Lavat se mudaron cuando tenías diez años, como trabajadores migratorios…

Y sin embargo, algo en ti, acaso esa nostalgia de lo imposible, te impulsó desde joven al riesgo pero también a la agudeza mental, a la ambición, a ser más de lo que eras, como si tu sangre clamara por una herencia oscura, inevitable, soñada como algo extrañamente luminoso. Apenas entrevista, ¿no es cierto? Te formaste a ti mismo en la miseria, en la calle, en el crimen, en la disciplina secuestrada a la necesidad de sobrevivir, en la íntima convicción no sólo de que ibas a ser alguien, sino de que ya eras algo, un desheredado, un niño despojado de su linaje. Algo. Hijo de algo. Hidalgo.

No fuiste un criminal ciego. Fuiste un niño perdido con los ojos abiertos a un destino diferente, no fatal, sino creado en partes iguales por la herencia que desconocías y el porvenir que anhelabas.

No es que yo te hubiera olvidado, hijo. Te ignoraba. Sabía que mi linda Michelina tuvo un hijo en Europa. Cuando regresó a Chihuahua, alcanzó a mandarme una nota garabateada:

Tuvimos un hijo, mi amor. Nació el 12 de diciembre de 1986 en Barcelona. No sé qué nombre le pusieron. Quedó en manos de unos obreros, eso lo sé. Perdón. Te amaré siempre, M.

Encontrarte era buscar la proverbial aguja en el pajar. Privó mi ambición profesional. Mi carrera dentro del Ejército. Mis puestos dentro y fuera de México, hasta llegar a la agregaduría militar en París, con jurisdicción sobre Suiza y Benelux. Fue entonces cuando me pusieron en la mesa el caso de un joven que se decía "mexicano" y que había sido encarcelado en Ginebra por supuesta conspiración con una banda de asaltantes de banco.

Te visité en la cárcel de Ginebra. Llevabas el pelo largo. Me detuve alucinado. Estaba viendo a tu madre con cuerpo de hombre. Más moreno que ella, pero con el mismo pelo negro, lacio, largo. La simetría perfecta de las facciones. Un rostro clásico de criollo. Piel con sombra mediterránea, oliva y azúcar refinada. Ojos largos, negros (verdes en tu caso: mi aportación), ojeras, pómulos altos, aletas nasales inquietas. Y ese detalle que es como un sello de maternidad, Nicolás. La barba partida. La honda comilla del mentón.

¿Quién sino yo se iba a fijar en esos detalles? ¿Quién sino tu padre? ¿Quién sino el amante desvelado de tu madre, ganando horas memorizando su rostro dormido?

Te interrogué tratando de mantener la compostura. Até cabos. Tú eras tú. La fecha de nacimiento, el aspecto físico, todo concordaba. Declaré que eras mexicano y pagué la fianza. Me hice cargo solemnemente de ti, pero te pedí -como pago por mi testimonio- una etapa de estudios en la Universidad de Ginebra. Pero los suizos son perros de presa. Te expulsaron porque tus documentos anteriores eran falsos.

Intervine una vez más, jalado por el corazón pero tratando de mantener la cabeza fría. Ya ves. Nunca he querido comprometer mi posición. ¿No es mejor así, a fin de poder ejercer influencia? Te llevé conmigo a París, te inscribí como oyente en la ENA, te recomendé leerlo todo, saberlo todo sobre México, pasamos horas en vela, tú oyéndome contarte qué era nuestro país, historia, costumbres, realidades económicas, políticas, sociales, quién era quién, locuciones, canciones, folklore, todo.

Entre lo que te conté y lo que leíste, regresaste a México más mexicano que los mexicanos. Ese era el peligro. Que se notara demasiado tu mimesis. Te envié cinco años a Ciudad Juárez, a la frontera. Pergeñé con las autoridades los documentos del caso para hacerte nacer en Chihuahua en vez de Cataluña. Queda inscrito en el registro civil de Ciudad Juárez: hijo de padre mexicano y madre norteamericana. Los documentos de tus falsos padres también fueron fáciles de confeccionar. Ya sabes que en México todo lo puede la mordida. Nadie avanza sin transa.