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Tengo mis ojos. Me convierto esta tarde en mirada pura. Todo lo demás me traiciona, me hace extraña a mí misma. Retengo sólo una mirada y descubro con asombro, Bernal, que es una mirada amorosa. No necesito un espejo para atestiguarlo. Miro desde Chapultepec con amor a la Ciudad y al Valle de México.

Una mirada de amor. Se la regalo a mi ciudad y a mi tiempo. No tengo nada más que darle a México sino mi mirada de amor esta tarde luminosa de mayo después de la lluvia, cuando las bugambilias son pacientes florones de la belleza urbana y por un glorioso instante la ciudad se corona del color lavanda de los flamboyanes. El Valle tiene una luz tan poderosa esta tarde, Bernal, que me duplica la presencia, me abandona en la gran terraza de piso de mármol blanquinegro del Alcázar, pero me transporta como en un tapete mágico por toda la extensión de la urbe, por encima de los racimos de globos multicolores que venden en las avenidas, permitiéndome acariciar las cabecitas de los niños en los parques, caminar sobre las aguas del légamo del lago del Bosque y continuar sobre las aguas de jacinto de Xochimilco, como si mis pies desnudos buscasen limpiarse, Bernal, en los canales perdidos de lo que fuese la Venecia americana, una ciudad abrazada al agua como a la vida misma, una ciudad poco a poco desecada hasta morirse de sed y asfixia…

Esta tarde no, Bernal, el milagro de esta tarde que he escogido para renacer es tarde líquida, ha llovido y todas las avenidas se han vuelto canales, todos los desiertos de tepetate se han vuelto lagos, todos los tubos de desagüe se han convertido en manantiales…

Curso con la mirada rediviva la ciudad que miró tu tocayo Bernal Díaz del Castillo en 1519, resurrecta mediante la fuerza del deseo, dejo detrás toda la miseria del melodrama político que hemos vivido tú y yo y resucito a la ciudad antigua, desplegando sus alamedas de oro y plata, sus techos de plumas y sus paredes de piedras preciosas, sus mantos de pieles de jaguares, pumas, nutrias y venados. Camino al lado de las farmacopeas indias con curas de piel de culebra, quijadas de tiburón, velas de cera fúnebre y ojos de venado tierno. Entro a las plazas dibujadas de grana y aspiro los aromas de liquidámbar y tabaco nuevo, de cilantro y cacahuate y mieles. Me detengo en los expendios de jícamas, chirimoyas, mameyes y tunas. Descanso sobre asientos de tablas y bajo coberturas de tejas, entre el concierto de gallinas, guajolotes, liebres, anadones…

¿Cómo no regresar una y otra vez en nuestras imaginaciones mexicanas -a menos que las perdamos- a esa ciudad lacustre de nuestro fervor lírico, como si en ella reconociésemos la cuna misma de nuestros orígenes? "Brotan las flores, abren su corola, de su interior salen las flores del canto." Pero oh, mi amigo más querido, ¿hay un solo poema indígena que no posea la sabiduría de acompañar el canto de la vida con la advertencia de la muerte? "La amargura predice el destino… Con tinta negra borrarás lo que fue la hermandad, la comunidad, la nobleza…"

¿Sabes, Bernal, qué es lo que predice el desastre por venir? La memoria de la belleza y la felicidad que fueron o no fueron, yo no lo sé. Sí sé que belleza y felicidad fueron imaginadas y que la imaginación nos cobra un precio que es a la vez un regalo: la memoria. Porque creo esto, ruego que nada ni nadie pueda jamás arrebatarnos la memoria. Ese es el don del cielo: recordar. Porque ten la seguridad de que nuestros cuerpos serán heridos por el deseo. ¿Podemos tú y yo recobrar todo lo que dejamos de lado para ser como somos? ¿Los instantes sacrificados del amor, el deber, el sueño? Pues hasta esa pérdida la redime la memoria.

Sí, he estado mirando desde Chapultepec a la ciudad que ya no es, México-Tenochtitlan, y súbitamente veo que de sus callejuelas salen corriendo tejones y gatos monteses y súbitamente, Bernal, oigo un ladrido y luego otro y luego ya no puedo contar porque corren por el valle cientos de perros, todos mastines feroces, ladrando, disipando con cada ladrido el cacarear de gallinas, el aroma de liquidámbar, el martilleo del trabajo diario, hasta que el Valle entero se ve invadido por esa jauría de perros salvajes liberados al caer la tarde por sus perversos dueños… Una aterradora carrera de canes inmensos, sarnosos, babeantes, con ojos de hambre y olfatos de venganza, perros sin dueño, perros abandonados porque sus amos se fueron de vacaciones o los soltaron por desidia o los apalearon por vicio: la ciudad entera en posesión de los perros rabiosos, Beltrán, todos y cada uno mirándome con ojos de fuego, todos y cada uno corriendo cerro arriba, hacia mi terraza, cada vez más cerca, más amenazantes, con sus pieles tiñosas y sus garras amarillas, guiados por un solo mastín que gruñe con carcajada humana y trae a carlanca de púas asesinas en el cuello, a punto destacarme, Bernal. Lo reconozco: es El Faraón, el perro- del difunto Presidente Terán, buscando la tumba de su amo. Perros con voces espantosas, gritándome,

– Vete. No vaciles. Nunca lo vuelvas a ver.

– ¿A quién, a quién? -pregunté a gritos-, ¿a quién no debería ver nunca más?

El Valle está plantado de lanzas.

El lago del tiempo se va reduciendo,

no sólo el lago del Valle.

Sólo nos va quedando el polvo del tiempo.

Entonces veo la aparición del Rey verdadero.

El Rey del Valle. No quiero mirarlo.

Me digo que es un espejismo.

Busco desesperadamente el espacio silencioso

donde oír y entender.

Del lago muerto siento que emerge mi vida olvidada.

O la vida que no viví.

Quisiera ser flecha para defenderme.

El Rey de México me mira sin párpados

y abre una boca de lodo y plata:

– Vendrán tormentas.

No me dice otra cosa antes de disiparse junto con los perros que lo precedieron y la polvareda que lo sucedió. Oh Bernal, cómo siento el corazón pesado y el alma impaciente.

Cómo me persigue la sombra del dolor y del pecado. Cómo me pregunto por qué no me suicidé allí mismo antes de que la jauría de perros hambrientos me hiciera pedazos.