Rhyme observó que Bell asentía. Pero en lugar de dirigirse al teléfono, caminó hacia la ventana y la cerró. Luego fue hacia la puerta, la abrió, miró si había alguien y la cerró.
Colocó el cerrojo.
– ¿Jim, qué estás haciendo?
Bell dudó y luego dio un paso hacia Rhyme.
El criminalista miró al sheriff a los ojos y cogió el controlador rápidamente entre los labios. Sopló en él y la silla de ruedas comenzó a moverse. Pero Bell se colocó detrás y desconectó la batería. La Storm Arrow se movió hacia adelante unos centímetros y se detuvo.
– Jim -murmuró Rhyme-. ¿Tú también estás en esto?
– Sí, así es…
Los ojos de Rhyme se cerraron.
– No, no -susurró. Bajó la cabeza. Pero sólo unos pocos milímetros. Como en casi todos los grandes hombres, sus gestos de derrota eran muy sutiles.
Quinta PARTE . La ciudad sin niños
Capítulo 42
Mason Germain y el hosco hombre de color caminaron lentamente por la callejuela próxima a la cárcel de Tanner's Corner. El negro sudaba. Con irritación mató de una palmada a un mosquito. Murmuró algo y pasó la larga mano por su pelo corto y ondulado.
Mason sintió el impulso de fastidiarlo, pero se controló.
El hombre era alto y al erguirse de puntillas pudo mirar por la ventana de la cárcel. Mason advirtió que usaba botines negros, de brillante charol, lo que por algún motivo aumentó el desdén del policía por el forastero. Se preguntó a cuántos hombres habría disparado.
– Está allí -dijo el hombre-. Está sola.
– Garrett está encerrado al otro lado.
– Tú vas por el frente. ¿Se puede entrar por la parte de atrás?
– Soy policía, ¿recuerdas? Tengo una llave. Puedo abrirla -lo dijo con un tono sarcástico, preguntándose nuevamente si el hombre era medio tonto.
Consiguió que le respondiera con otro sarcasmo.
– Sólo preguntaba si hay una puerta en la parte de atrás. No lo sé, pues nunca estuve antes en este estercolero de ciudad.
– Oh. Sí, hay una puerta.
– Bueno, vamos.
Mason notó que el hombre sostenía el arma en la mano y que no le había visto sacarla.
Sachs estaba sentaba en un banco de su celda, hipnotizada por el vuelo de una mosca.
¿De qué clase es?, se preguntó. Garrett lo sabría en un instante. Era un pozo de sabiduría. Se le ocurrió una idea: debe de haber un momento en que el conocimiento que tiene un chico sobre un tema sobrepasa al de sus padres. Debe ser algo maravilloso, excitante, saber que uno ha producido esta creación que se ha elevado más alto. Te hace más humilde también.
Una experiencia que ahora nunca conocería.
Pensó nuevamente en su padre. El hombre quería disuadir a los delincuentes. Nunca disparó su arma en todos los años de servicio. Orgulloso como estaba de su hija, le preocupaba su fascinación por las armas. «Dispara la última», le aconsejaba a menudo.
Oh, Jesse… ¿Qué te puedo decir?
Nada, por supuesto. No puedo decir una palabra. Estás muerto.
Creyó ver una sombra fuera de la ventana de la celda. Pero la ignoró, y sus pensamientos se concentraron en Rhyme.
Tú y yo, pensaba. Tú y yo.
Evocó el momento, unos meses atrás, en que yacían juntos en la opulenta cama Clinitron de Lincoln, en su casa de Manhattan, mientras observaban la elegante versión de Baz Luhrmann de Romeo y Julieta, modernizada y situada en Miami. Con Rhyme, la muerte siempre rondaba cerca y, mirando las últimas escenas de la película, se había dado cuenta de que, como los personajes de Shakespeare, ella y Rhyme eran amantes perseguidos por el destino. Y también había surgido en su mente otro pensamiento: que ambos morirían juntos.
No se había animado a compartir aquel pensamiento con el racional Lincoln Rhyme, que no poseía ni una célula de sentimiento en el cerebro. Una vez que se le ocurrió la idea, se asentó permanentemente en su mente y por alguna razón le produjo un gran alivio.
Sin embargo, ahora ni siquiera podía encontrar solaz en aquel extraño pensamiento. No, ahora, gracias a ella, vivirían separados y morirían separados. Los dos.
La puerta de la cárcel se abrió y entró un joven policía. Ella lo reconoció. Era Steve Farr, el cuñado de Jim Bell.
– Hola, tú -gritó.
Sachs saludó con la cabeza. Luego percibió dos cosas en él. Una era que tenía puesto un reloj Rolex que debía costar la mitad del salario anual de un poli típico de Carolina del Norte.
La otra era que llevaba un arma en el cinto y que la lengüeta de la funda estaba suelta, a pesar del cartel colgado en el exterior de la puerta de acceso a las celdas: COLOQUE TODAS LAS ARMAS EN LA CAJA ANTES DE ENTRAR AL ÁREA DE CELDAS.
– ¿Cómo te va? -le preguntó Farr.
Ella lo miró, sin reaccionar.
– ¿Estás silenciosa hoy, eh? Bueno, señorita, tengo buenas noticias para ti. Estás libre y puedes irte -se tocó una de sus prominentes orejas.
– ¿Libre? ¿Para irme?
Él buscó las llaves.
– Sí. Decidieron que el tiroteo fue accidental. Puedes irte.
Ella estudió su cara minuciosamente. Él no la miraba.
– ¿Y qué hay del informe resolutorio?
– ¿Qué es eso? -preguntó Farr.
– Nadie que esté acusado de un delito puede ser liberado y salir de prisión sin un informe resolutorio que lo exonere de los cargos firmado por el fiscal.
Farr quitó el cerrojo de la puerta y retrocedió. Su mano se acercó a la culata de la pistola.
– Oh, quizá sea así como hacen las cosas en la gran ciudad. Pero por aquí somos mucho más informales. Sabes, dicen que somos mucho más lentos en el Sur. Pero no es cierto. No, señora. En realidad somos más eficientes.
Sachs se quedó sentada.
– ¿Puedo preguntarte porqué llevas pistola en la cárcel?
– Oh, ¿ésta? -palmeó la pistola-. Nosotros no tenemos reglas firmes al respecto. Bueno, vamos. Estás libre y puedes irte. La mayoría de la gente estaría dando saltos de alegría ante la noticia.