– ¿Primer grado? -saltó Rhyme-. No fue premeditado. ¡Fue un accidente! ¡Por Dios!
– Que es lo que yo intentaré demostrar en el juicio -dijo Geberth-. Ese otro policía, el que te cogió, constituye una causa inmediata parcial del disparo. Pero aseguró que conseguirán una condena por homicidio imprudente. Con estos hechos no hay dudas de ello.
– ¿No hay posibilidades de una absolución?
– Pocas. Un diez o quince por ciento, en el mejor de los casos. Lo lamento, pero debo aconsejarte que hagas una alegación.
Sachs sintió como un golpe en el pecho. Cerró los ojos y cuando respiró pareció que el alma abandonaba su cuerpo.
– Jesús -murmuró Rhyme.
Sachs estaba pensando en Nick, su antiguo novio. Cuando fue arrestado por apropiación ilícita y aceptar sobornos, rehusó hacer una alegación y corrió el riesgo de un juicio por jurado. Entonces le dijo: «Es como dice tu padre, Amelia, si te mueves no te pueden pillar. Es todo o nada».
El jurado se tomó dieciocho minutos para condenarlo. Todavía estaba en una prisión de Nueva York.
Sachs miró a Geberth y sus afeitadas mejillas. Preguntó:
– ¿Qué ofrece el fiscal para que haga la alegación?
– Todavía nada. Pero probablemente acepte homicidio voluntario, si cumples la condena totalmente. Pienso en ocho o diez años. Debo decirte, sin embargo, que en Carolina del Norte cumplir la condena es duro. Aquí no hay clubes de campo.
Rhyme gruñó:
– Contra una posibilidad del diez por ciento de absolución.
Geberth dijo:
– Así es -luego el abogado agregó-: Tienes que comprender que no se producirá ningún milagro, Amelia. Si vamos a juicio, el fiscal va a probar que eres una policía profesional y una campeona de tiro y al jurado le resultará difícil aceptar que el disparo fue accidental.
Las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Ni a nosotros ni a ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a alguien sus derechos y estaría perfectamente bien.
El abogado continuó:
– Si eso sucede te podrían condenar por asesinato en primer grado y te darían veinticinco años.
– O pena de muerte -murmuró Sachs.
– Sí, es una posibilidad. No te puedo decir que no lo sea.
Por alguna razón la imagen que apareció en su mente en ese momento fue la de los halcones peregrinos que hacían su nido fuera de la ventana de Lincoln Rhyme en la casa de Manhattan: el macho, la hembra y el polluelo. Dijo:
– Si hago una alegación de homicidio involuntario, ¿cuánto tiempo cumpliré de condena?
– Probablemente seis o siete años. Sin libertad condicional.
Tú y yo, Rhyme.
Respiró profundamente.
– Haré la alegación.
– Sachs… -empezó Rhyme.
Pero ella le repitió a Geberth:
– Haré la alegación.
El abogado se puso de pie. Asintió.
– Llamaré al fiscal ahora y veremos si acepta. Te informaré en cuanto sepa algo. -Con un saludo a Rhyme abandonó el cuarto.
Mason observó la cara de Sachs. Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Sus botas hicieron ruido.
– Los dejaré solos durante unos minutos. No tengo que registrarte, ¿verdad, Lincoln?
Rhyme sonrió débilmente.
– No tengo armas, Mason.
Cerró la puerta.
– Qué follón, Lincoln -dijo Sachs.
– Uh-uh, Sachs. No digas nombres.
– ¿Por qué no? -preguntó ella cínicamente, casi en un susurro-. ¿Mala suerte?
– Quizá.
– No eres supersticioso. O al menos es lo que me dices.
– Generalmente no. Pero este es un lugar espeluznante.
Tanner's Cprner… La ciudad sin niños.
– Debería haberte escuchado -dijo Rhyme-. Tenías razón respecto a Garrett. Yo estaba equivocado. Miré a la evidencia y me equivoqué por completo.
– Pero yo no sabía que tenía razón. No sabía nada. Sólo tuve una corazonada y actué.
Rhyme dijo:
– Pase lo que pase, Sachs, no me voy a ningún lado -señaló con la cabeza la Storm Arrow y rió-. No podría ir muy lejos aun si quisiera. Si cumples una condena, estaré aquí cuando salgas…
– Palabras, Rhyme -dijo Sachs-. Sólo palabras… Mi padre dijo también que no iba a ningún lado. Eso fue una semana antes que el cáncer lo callara para siempre.
– Soy demasiado terco para morir.
Pero no eres demasiado terco para ponerte mejor, pensó ella, para encontrar a otra persona. Para seguir tu camino y dejarme atrás.
La puerta del cuarto de interrogatorios se abrió. Garrett estaba en el umbral y Mason detrás. Las manos del chico, que ya no tenían grilletes, estaban unidas.
– Eh -dijo Garrett como saludo-. Mirad lo que encontré. Estaba en mi celda -abrió la mano y un insecto salió volando-. Es una esfinge. Les gusta buscar su alimento en las flores de valeriana. No se ven mucho en los interiores. Son muy listas.
Sachs sonrió apenas y le agradaron los ojos llenos de entusiasmo del chico.
– Garrett, hay algo que quiero que sepas.
Garrett se acercó y la miró.
– ¿Recuerdas lo que me contaste en el remolque? ¿Cuándo estabas hablando con tu padre en la silla vacía?
El chico asintió, dudoso.
– Me contaste cómo te sentiste de mal cuando pensaste que tu padre no te quería en el coche esa noche.
– Me acuerdo.
– Pero ahora sabes por qué no te quería… Estaba tratando de salvarte la vida. Sabía que había veneno en el coche y que iban a morir. Si entrabas al coche con ellos también morirías. Y no quería que sucediera.
– Creo que lo sé -dijo el chico. Su voz sonaba insegura y Amelia Sachs supuso que reescribir la propia historia era una tarea abrumadora.