– Sigue recordándolo.
– Lo haré.
Sachs observó la polilla pequeña, de color beis, que volaba por el cuarto de interrogatorios.
– ¿Me dejaste a alguien en la celda? ¿Para que me haga compañía?
– Sí. Hay un par de mariquitas, su nombre verdadero es coccinellidae. Y un saltamontes y una mosca syrphus o mosca de las flores. Es fantástico la forma en que vuelan. Los puedes observar durante horas -hizo una pausa-. Escucha, lamento haberte mentido. La cosa es que si no lo hubiera hecho, no podría haber salido y no podría haber salvado a Mary Beth.
– Está bien, Garrett.
El chico miró a Mason.
– ¿Me puedo ir ahora?
– Puedes irte.
Garrett caminó hacia la puerta, se dio la vuelta y dijo a Sachs:
– Vendré y me quedaré un rato. Si está bien.
– Me gustaría que lo hicieras.
El muchacho salió y a través de la puerta abierta Sachs pudo verlo dirigirse a un cuatro por cuatro. Era el de Lucy Kerr. Sachs la vio salir y abrirle la puerta, como una madre buscando a su hijo después de practicar fútbol. La puerta de la prisión se cerró y ocultó esta escena doméstica.
– Sachs -comenzó Rhyme. Pero ella sacudió la cabeza y empezó a arrastrar los pies hacia la celda. Quería estar lejos del criminalista, lejos del Muchacho Insecto, lejos de la ciudad sin niños. Quería estar en la oscuridad de la soledad.
Y enseguida lo estuvo.
En las afueras de Tanner's Corner, en la ruta 112, donde todavía conserva dos carriles, hay una curva cerca del río Paquenoke. Justo al lado del arcén se ve un frondoso matorral de pastos plumosos, carrizos, índigos y altos colombos que mostraban sus particulares flores rojas como banderas.
La vegetación crea un rincón que constituye un popular aparcamiento para los policías del condado de Paquenoke, que beben té helado y escuchan radio mientras esperan que en los visores de sus radares se registren velocidades de 90 kilómetros por hora o superiores. Entonces aceleran hacia la ruta en persecución del conductor sorprendido en falta para agregar otros cien dólares al erario del condado.
Hoy domingo, mientras un negro Lexus pasaba por esta curva de la ruta, el visor del radar en el salpicadero de Lucy registraba unos legales 75 kilómetros por hora. Pero ella puso en marcha el coche patrulla, movió el interruptor que hacía funcionar el faro que estaba sobre el techo del coche y se dirigió velozmente detrás del cuatro por cuatro.
Se acercó al Lexus y estudió detenidamente el vehículo. Había aprendido, tiempo atrás, a controlar el espejo retrovisor de los coches que detenía. Si se veían los ojos del conductor, se podía tener una idea del tipo de delitos que podría haber cometido, en caso de haberlo hecho, aparte de la velocidad excesiva o alguna luz trasera que no funcionaba. Drogas, armas robadas, alcoholismo. Se percibe la peligrosidad de la acción policial. Ahora vio que los ojos del hombre se dirigían al espejo y la miraban sin un asomo de culpa o preocupación.
Ojos invulnerables…
Lo que hizo que su cólera aumentara, pero respiró profundamente para controlarla.
El coche, de grandes dimensiones, se detuvo en el arcén polvoriento y Lucy lo hizo detrás. Las reglas establecían que debía pedir la documentación, pero Lucy no se molestó en hacerlo. No había nada que tuviera interés para ella en ese registro. Con manos temblorosas abrió la puerta y salió del coche patrulla.
Los ojos del conductor ahora se movieron hacia el espejo central para seguir examinándola con mirada crítica. Mostraron algo de sorpresa, al notar, supuso Lucy, que no llevaba uniforme, sólo vaqueros y una camisa de trabajo, a pesar de tener el arma en la cadera. ¿Qué estaría haciendo un policía fuera de servicio que detiene a un conductor que no sobrepasa el límite de velocidad?
Henry Davett bajó la luna.
Lucy Kerr miró hacia adentro, más allá de Davett. En el asiento delantero iba una mujer en la cincuentena, su bien peinado cabello sugería frecuentes visitas a la peluquería. Llevaba diamantes en las muñecas, las orejas y el pecho. Una chica adolescente se sentaba atrás, repasando algunas cajas de CD, disfrutando mentalmente de la música que su padre no le dejaba oír.
– Oficial Kerr -dijo Davett-, ¿cuál es el problema?
Pero ella pudo ver en sus ojos, ya no por el espejo, que él sabía exactamente cuál era el problema.
Todavía esos ojos permanecían tan libres de culpa y bajo control como cuando habían registrado los giros de las luces intermitentes de su Crown Victoria.
Estaba tan enfadada que apenas podía mantener el control; ordenó:
– Salga del coche, Davett.
– Cariño, ¿qué has hecho?
– Oficial, ¿qué sentido tiene? -preguntó Davett con un suspiro.
– Afuera. Ahora -Lucy metió la mano y abrió las puertas.
– ¿Puede hacer eso, cariño? ¿Puede…?
– Cállate, Edna.
– Está bien. Lo siento.
Lucy abrió la puerta. Davett soltó el cinturón de seguridad y salió al polvoriento arcén.
Un semirremolque pasó a toda velocidad y los cubrió de polvo. Davett miró con disgusto la arcilla gris de Carolina que se posaba en su blazer azul.
– Mi familia y yo estamos llegando tarde a la iglesia y no pienso…
Lucy lo tomó del brazo y lo empujó del hombro hasta la sombra de arroz salvaje y espadañas al lado de un pequeño arroyo, afluente del Paquenoke, que corría al lado de la carretera.
Davett repitió, exasperado:
– ¿Cuál es el motivo?
– Lo sé todo…
– ¿Lo sabe, oficial Kerr? ¿Sabe todo? ¿Y qué sabe…?
– El veneno, lo asesinatos, el canal…
Davett dijo con calma:
– Nunca tuve el menor contacto con Jim Bell ni nadie de Tanner's Corner. Si hay algunos malditos estúpidos en mi nómina que emplearon a otros malditos estúpidos para hacer cosas ilegales no es culpa mía. Y si eso sucedió, cooperaré con las autoridades al cien por ciento.
Como si no hubiera oído su tranquila respuesta, Lucy gruñó:
– Se condenará junto con Bell y su cuñado.
– Por supuesto que no. Nada me relaciona con ningún delito. No hay testigos. No hay cuentas, ni transferencias de dinero, ni evidencia de ningún hecho ilegal. Soy un fabricante de productos petroquímicos, ciertos limpiadores, asfalto y algunos pesticidas.