– El que seas un oficial para garantizar el cumplimiento de la ley te pone en una situación distinta. Dentro… -como Sachs todavía no comprendía, el agente le explicó-: Dentro de la prisión. Tendrás que estar segregada. O no durarías ni una semana. Será duro, Amelia. Será terriblemente duro.
– Pero nadie sabe que soy policía.
Dellray rió apenas.
– Todo lo que hay que saber sobre ti, por pequeño que sea el detalle, lo sabrán en el mismo momento en que te entreguen el uniforme y la ropa de cama.
– No he detenido a nadie por aquí. ¿Por qué tiene que importarles que sea policía?
– No importa de dónde provengas -dijo Dellray, mirando a Geberth, quien asintió con la cabeza-. No te pondrán con los presos comunes de ninguna manera.
– Entonces básicamente son cinco años en aislamiento.
– Me temo que sí -dijo Geberth.
Sachs cerró los ojos y una sensación de náusea recorrió su cuerpo.
Cinco años sin moverse, de claustrofobia, de pesadillas…
Y, como ex convicta, ¿de que manera podría encarar una futura maternidad? Se ahogaba de desesperación.
– ¿Entonces? -preguntó el abogado-. ¿Qué hacemos?
Sachs abrió los ojos.
– Me quedo con la alegación.
La habitación estaba llena de gente. Sachs vio a Mason Germain y a otros pocos policías. Una pareja doliente, con los ojos rojos, probablemente los padres de Jesse Corn, se sentaba en primera fila. Le hubiera gustado decirles algo pero la mirada desdeñosa que recibió la disuadió. Sólo vio dos caras que la miraban con bondad: Mary Beth McConnell y una mujer obesa que presumiblemente era su madre. No había señales de Lucy Kerr. Ni de Lincoln Rhyme. Supuso que no había tenido valor para ver como la llevaban encadenada. Bueno, estaba bien; ella tampoco quería verlo en esas circunstancias.
El alguacil la condujo a la mesa de la defensa. Le dejó los grilletes. Sol Geberth se sentó a su lado.
Se pusieron de pie cuando entró el juez, un hombre, enjuto y fuerte, vestido con una voluminosa toga negra que se sentó en un banco alto. Pasó unos minutos ojeando documentos y hablando con su secretario. Por fin, hizo una señal con la cabeza y el secretario dijo:
– El pueblo del estado de Carolina del Norte contra Amelia Sachs.
El juez señaló con un movimiento de cabeza al fiscal de Raleigh, un hombre alto y de cabellos grises, quien se puso de pie.
– Señoría, la acusada y el Estado han acordado un arreglo de alegación, por el cual la acusada conviene en declararse culpable de homicidio en segundo grado en la muerte del policía Jesse Randolph Corn. El Estado desecha todos los otros cargos y recomienda una sentencia de cinco años, que deberán cumplirse sin posibilidad de libertad condicional ni reducción de la pena.
– Señorita Sachs, ¿ha hablado de este arreglo con su abogado?
– Sí, Señoría.
– ¿Y le ha dicho que tiene el derecho de rechazarlo y presentarse a juicio?
– Sí.
– Y usted comprende que al aceptar el trato se declara culpable en una acusación de homicidio criminal.
– Sí.
– ¿Toma esta decisión voluntariamente?
Ella pensó en su padre, en Nick. Y en Lincoln Rhyme.
– Sí, así es.
– Muy bien. ¿Cómo se declara en la acusación de homicidio en segundo grado hecha en su contra?
– Culpable, Su Señoría.
– A la luz de la recomendación del Estado la alegación será registrada y por lo tanto la condeno…
Las puertas de cuero rojo que llevaban al pasillo se movieron hacia adentro y con un chirrido agudo, la silla de ruedas de Lincoln Rhyme maniobró para entrar. Un alguacil había tratado de abrir las puertas para la Storm Arrow pero Rhyme parecía tener prisa y arremetió contra ellas. Una golpeó contra el muro. Lucy Kerr iba detrás.
El juez levantó la vista, dispuesto a reprender al intruso. Cuando vio la silla, se refugió, como la mayoría de la gente, en la corrección política que Rhyme despreciaba y no dijo nada. Se volvió hacia Sachs:
– Por lo tanto la condeno a cinco años…
Rhyme dijo:
– Perdóneme, Señoría. Necesito hablar un minuto con la acusada y su abogado.
– Señor -se quejó el juez-, estamos en el medio de una audiencia. Puede hablar con ella en algún otro momento.
– Con todo respeto, Señoría -respondió Rhyme-, necesito hablar con ella ahora -su voz también expresaba una queja, pero mucho más ruidosa que la del jurista.
Justo como en los viejos tiempos, estar en una sala de tribunal.
La mayor parte de la gente piensa que la única tarea de un criminalista consiste en buscar y analizar evidencias. Pero cuando Lincoln Rhyme dirigía las actuaciones forenses del NYPD, la División de Investigaciones y Recursos, pasaba casi tanto tiempo testimoniando en juicios como en el laboratorio. Era un buen testigo experto. (Blaine, su ex esposa, a menudo comentaba que Rhyme prefería actuar frente a la gente, incluida ella misma, antes que interactuar con los demás.)
Cuidadosamente, Rhyme se dirigió a la barandilla que separaba las mesas de los abogados de la galería en los Tribunales del Condado de Paquenoke. Miró a Amelia Sachs y lo que vio casi le rompió el corazón. En los tres días de permanencia en prisión, había perdido mucho peso y su rostro estaba amarillento. Su pelo rojo estaba sucio y atado en un ajustado moño, el mismo que se hacía en las escenas de crímenes para evitar que algunos cabellos sueltos tocaran la prueba; estas circunstancias hacían que su cara, bonita como siempre, pareciera severa y demacrada.
Geberth caminó hacia Rhyme y se agachó. El criminalista habló con él unos minutos. Por fin, Geberth asintió y se puso de pie.
– Señoría, comprendo que ésta es una audiencia referente a un arreglo de alegación. Pero tengo una propuesta inusual. Hay unas nuevas evidencias que han salido a la luz…
– Que usted puede presentar en el juicio -gruñó el juez-, si su cliente opta por rechazar el arreglo de alegación.
– No me propongo presentar nada al tribunal; me gustaría dar a conocer al estado esta evidencia, para ver si mi digno colega consiente en considerarla.
– ¿Con qué propósito?
– Posiblemente para modificar los cargos contra mi cliente -añadió Geberth tímidamente-: Lo que podría hacer que la lista de casos pendientes de Su Señoría parezca menos abrumadora.