Él se rió brevemente y pensó: de manera que me conoce.
Miró al techo, con humor reflexivo y confuso. Lincoln Rhyme dividía a la gente en dos categorías: los que viajaban y los que llegaban. Algunos gozaban del viaje más que de la llegada. Él, por naturaleza, era una persona de llegada, encontrar las respuestas a los interrogantes forenses era su meta y disfrutaba descubriendo las soluciones más que el proceso de buscarlas. Sin embargo ahora, acostado sobre la espalda y mirando la pantalla cromada de la lámpara quirúrgica, sintió lo opuesto. Prefería quedarse en este estado de esperanza, disfrutar de la alentadora sensación de anticiparse.
La anestesista, una mujer india, entró y le colocó una aguja en el brazo, preparó una inyección y la ajustó al tubo conectado con la aguja. Tenía manos muy hábiles.
– ¿Listo para echar una siesta? -le preguntó con un leve acento cantarín.
– Totalmente listo -musitó.
– Cuando inyecte esta sustancia le pediré que cuente hacia atrás desde cien. Se dormirá antes de lo que piensa.
– ¿Cuál es el récord? -bromeó Rhyme.
– ¿De contar hacia atrás? Un hombre, que era mucho más grande que usted llegó al setenta y nueve antes de dormirse.
– Yo llegaré a setenta y cinco.
– Hará que este quirófano lleve su nombre si lo hace -replicó ella, inexpresiva.
Rhyme observó como deslizaba un tubo con un líquido claro en la intravenosa. Después, se volvió para observar el monitor. Rhyme comenzó a contar.
– Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete…
La otra enfermera, la que había mencionado su nombre, se agachó. En voz baja le dijo:
– Hola.
Un tono extraño en la voz.
Rhyme la miró.
Ella siguió:
– Yo soy Lydia Johansson. ¿Me recuerda? -antes de que pudiera contestarle que sí, por supuesto, ella agregó en un sombrío murmullo-: Jim Bell me pidió que le dijera adiós.
– ¡No! -murmuró Rhyme.
La anestesista, con los ojos en el monitor, dijo:
– Está bien. Sólo relájese. Todo está bien.
Con su boca a centímetros de la oreja de Rhyme, Lydia murmuró:
– ¿No se preguntó cómo Jim y Steve Farr descubrieron a los pacientes de cáncer?
– ¡No! ¡Deténgase!
– Yo di sus nombres a Jim para que Culbeau se asegurara de que sufrieran accidentes. Jim Bell es mi novio. Hace años que tenemos una relación. Es él el que me envió a Blackwater Landing después de que Mary Beth desapareciera. Esa mañana fui a poner flores para estar por ahí en caso de que Garrett apareciera. Iba a hablar con él para darle a Jesse y a Ed Schaeffer la ocasión de cogerlo, Ed estaba con nosotros también. Luego le iban a obligar a decirles dónde estaba Mary Beth. Pero nadie pensó que me secuestraría a mí.
Oh, sí, esta ciudad tiene algunas avispas…
– ¡Deténgase! -gritó Rhyme. Pero su voz salió entre dientes.
La anestesista dijo:
– Pasaron quince segundos. Quizá rompa el récord después de todo. ¿Está contando? No lo escucho.
– Volveré enseguida -dijo Lydia acariciando la frente de Rhyme-. Hay muchas cosas que pueden salir mal durante una cirugía, ya sabe. Se puede obstruir el tubo de oxígeno, se pueden administrar las drogas equivocadas. ¿Quién sabe? Lo podrían matar o dejarlo en coma. Pero de seguro no va a poder ir a testificar.
– ¡Espere! -jadeó Rhyme- ¡Espere!
– Ja -dijo la anestesista, riendo, con los ojos aun en el monitor-. Veinte segundos. Creo que va a ganar, señor Rhyme.
– No, no creo que lo haga -susurró Lydia y lentamente se puso de pie mientras Rhyme veía que el quirófano se tornaba gris y luego negro.
Capítulo 46
Amelia pensó que se trataba de uno de los lugares más bonitos del mundo.
Para ser un cementerio.
Tanner's Corner Memorial Gardens, en la cima de una redondeada colina, dominaba el río Paquenoke, que fluía a unas millas de distancia. Desde el mismo cementerio se apreciaba mejor su belleza que visto desde la carretera, como lo hizo Amelia cuando se acercaba desde Avery.
Entornó los ojos a causa del sol, percibiendo la cinta resplandeciente del canal Blackwater que se unía al río. Desde allí, hasta sus aguas, oscuras y coloreadas, que habían producido tanta pena a tantos, le daban un aire amable y pintoresco.
Amelia se encontraba entre un grupo de gente de pie ante una tumba abierta. Uno de los hombres de la empresa funeraria colocaba en la fosa una urna. Amelia Sachs estaba al lado de Lucy Kerr. Garrett Hanlon se mantenía próximo a ellas. Del otro lado de la tumba se podía ver a Mason Germain y a Thom, que llevaba un bastón y estaba vestido con pantalones y camisa inmaculados. Lucía una corbata audaz, con estampado rojo estridente, que parecía apropiada a pesar de lo sombrío del momento.
También estaba ahí, a un costado, Fred Dellray, de traje negro, solo, pensativo, como si recordara algún pasaje de uno de los libros de filosofía que le gustaba leer. Hubiera parecido un reverendo de la Nación del Islam si llevara una camisa blanca en lugar de la verde limón con lunares amarillos.
No había ministro que oficiara, aun cuando esa región se destacaba por su religiosidad y, probablemente, se podía encontrar una docena de clérigos a espera que los llamaran para oficiar funerales. El director de la funeraria miró a la gente reunida y preguntó si alguien quería decir algo a la asamblea. Mientras todos miraban a su alrededor, preguntándose si habría voluntarios, Garrett comenzó a hurgar en sus amplios pantalones de los que sacó un libro muy manoseado, The Miniature World.
Con voz titubeante, el chico leyó:
– «Están los que sugieren que no existe una fuerza divina, pero nuestro cinismo se pone a prueba cuando consideramos el mundo de los insectos, que ha sido agraciado con tantas características sorprendentes: alas tan finas que apenas parecen haber sido hechas con materia viviente, cuerpos sin un solo miligramo de exceso de peso, detectores de velocidad del viento tan exactos que registran hasta una fracción de milla por hora, movimientos tan eficientes que los ingenieros mecánicos los toman como modelo para robots y, lo que es más importante, la extraordinaria capacidad de los insectos para sobrevivir frente a la abrumadora oposición del hombre, los predadores y los elementos. En momentos de desesperación, podemos recurrir al ingenio y la perseverancia de estas criaturas milagrosas para encontrar solaz y restaurar nuestra fe perdida». -Garrett levantó la vista y cerró el libro. Hizo sonar sus uñas nerviosamente. Miró a Sachs y preguntó-: ¿Quieres decir algo?