Capítulo 2
Sólo Dios lo podía curar. Y no estaba dispuesto a hacerlo. No es que le importara, pues Lincoln Rhyme era un hombre de ciencia antes que teólogo, de manera que no había viajado a Lourdes o Turín ni a ningún templo baptista a buscar el consejo de un curandero maníaco, sino en un lugar muy distinto, a aquel hospital de Carolina del Norte, con la esperanza de convertirse, si no en un hombre entero, al menos en uno menos limitado.
Rhyme condujo su silla de ruedas motorizada Storm Arrow, roja como un Corvette, lejos de la rampa de la furgoneta en la cual él, su ayudante y Amelia Sachs habían atravesado las quinientas millas que les separaban de Manhattan. Con sus labios perfectos alrededor de la pajilla del controlador, hizo girar a la silla como un experto y aceleró pasillo arriba hacia la puerta de entrada del Instituto de Investigaciones Neurológicas del Centro Médico de la Universidad de Carolina del Norte en Avery.
Thom retrajo la rampa del negro y brillante Chrysler Grand Rollx, una furgoneta accesible a las sillas de ruedas.
– Ponla en el espacio para minusválidos -le gritó Rhyme. Emitió una risita.
Amelia Sachs levantó una ceja hacia Thom, quien dijo:
– Buen humor. Aprovéchalo. No durará.
– Te he oído -exclamó Rhyme.
El ayudante se llevó la furgoneta y Sachs alcanzó a Rhyme. Hablaba por su teléfono móvil, con una empresa local de alquiler de coches. Thom pasaría gran parte de la semana próxima en el cuarto de hospital de Rhyme y Sachs quería la libertad de disponer de su tiempo, quizás de hacer algunas excursiones por la región. Además, era una persona que prefería los coches deportivos antes que las furgonetas, y por principio evitaba los vehículos cuya velocidad máxima fuera de dos dígitos.
Sachs había estado al teléfono durante cinco minutos y finalmente cortó sintiéndose frustrada.
– No me importaría esperar pero la musiquilla es terrible. Probaré más tarde. -Consultó su reloj-. Sólo son las diez y media. Pero este calor es demasiado. Quiero decir, excesivo. -Manhattan no es precisamente el lugar más templado del mundo en agosto, pero se encuentra mucho más al norte que el estado de Carolina del Norte y al dejar la ciudad el día anterior, con rumbo sur a través del túnel Holland, la temperatura rondaba los veinte grados y el aire estaba seco como la sal.
Rhyme no prestaba ninguna atención al calor. Su mente se concentraba únicamente en la misión que lo llevaba allí. Delante de ellos la puerta automatizada se abrió obedientemente (este lugar sería, supuso, el Tiffany's de las comodidades accesibles a discapacitados) y entraron al fresco corredor. Mientras Sachs se informaba, Rhyme le echaba una ojeada a la planta principal. Se fijó en media docena de sillas de ruedas sin ocupar, agrupadas y polvorientas. Se preguntó qué habría sido de sus ocupantes. Quizás el tratamiento en aquel lugar había tenido tanto éxito que habían desechado las sillas y se habían graduado como usuarios de andaderas y muletas. Quizá algunos habían empeorado y estaban confinados en camas o sillas motorizadas.
Quizá algunos hubieran muerto.
– Por aquí -dijo Sachs, señalando con la cabeza hacia arriba del hall. Thom se unió a ellos en el ascensor (puerta de doble anchura, pasamanos, botones a medio metro del suelo) y pocos minutos después encontraron la habitación que buscaban. Rhyme se dirigió hacia la puerta, que disponía de un intercomunicador de manos libres. Exclamó un bullicioso «Ábrete, sésamo» y la puerta se abrió.
– Muchos dicen lo mismo -pronunció con lentitud una coqueta secretaria cuando entraron-. Usted debe ser el señor Rhyme. Le diré a la doctora que está aquí.
La doctora Cheryl Weaver era una mujer sofisticada y elegante, de poco más de cuarenta años. Rhyme notó inmediatamente que sus ojos eran rápidos y sus manos, como conviene a un cirujano, parecían fuertes. Sus uñas estaban sin pintar y las llevaba cortas. Se levantó de su escritorio, sonrió y apretó las manos de Sachs y de Thom, saludó con la cabeza a su paciente.
– Doctora. -Los ojos de Rhyme recorrieron los títulos de los numerosos libros que poblaban los estantes. Luego la multitud de certificados y diplomas, todos de buenas escuelas e instituciones renombradas, si bien las credenciales del médico no constituían una sorpresa para él. Meses de investigaciones habían convencido a Rhyme de que el centro médico universitario de Avery era uno de los mejores hospitales del mundo. Sus departamentos de oncología e inmunología se encontraban entre los más activos del país y el instituto de neurología de la doctora Weaver establecía las pautas en la investigación y tratamiento de las lesiones de la médula espinal.
– Qué suerte conocerlo al fin -dijo la doctora. Bajo su mano se encontraba una carpeta de 8 cms. de grosor. Su propio historial, supuso el criminalista, preguntándose lo que el especialista habría escrito sobre su caso: «¿Alentador?», «¿Difícil?» «¿Sin esperanzas?»-. Lincoln, usted y yo hemos hablado algunas veces por teléfono. Pero quiero revisar todos los preliminares nuevamente. En beneficio de ambos.
Rhyme asintió con un seco movimiento de cabeza. Estaba preparado para tolerar algunas formalidades, aunque tenía poca paciencia con las reiteraciones y esa conversación parecía estar tomando ese cariz.
– Usted ha leído lo que se ha escrito sobre el Instituto. Y sabe que hemos comenzado algunos ensayos de una nueva técnica de reconstrucción y regeneración de la médula espinal. Pero debo recalcar nuevamente que se trata de algo experimental.
– Lo comprendo.
– La mayoría de los tetrapléjicos que he tratado saben más de neurología que un médico generalista. Y apuesto que usted no es una excepción.
– Sé algo sobre ciencias -dijo Rhyme humildemente-. Sé algo sobre medicina. -Y le ofreció un ejemplo de su característico encogimiento de hombros, un gesto que la doctora Weaver pareció notar y archivar.
– Bueno, perdóneme si repito lo que ya sabe -continuó ella-, pero es importante que comprenda lo que esta técnica puede hacer y lo que no.
– Por favor -dijo Rhyme-. Continúe.
– Nuestro enfoque es que hay que hacer un ataque total al lugar de la lesión. Utilizamos la cirugía tradicional de descompresión para reconstruir la estructura ósea de las vértebras mismas y para proteger el lugar donde ocurrió su lesión. Luego, injertamos dos cosas en el lugar de la lesión: la primera, tejido del sistema nervioso periférico del propio paciente. Y la otra sustancia que injertamos son células embrionarias del sistema nervioso central, las que…
– Ah, el tiburón -dijo Rhyme.
– Correcto. Tiburón azul, sí.
– Lincoln nos lo estaba contando -dijo Sachs-. ¿Por qué tiburón?
– Por razones inmunológicas, compatibilidad con los seres humanos. Además -agregó la doctora, riendo- se trata de un pez muy grande, de manera que podemos obtener mucho material embrionario de uno solo.