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– De todas formas, esta situación… Pensé en llegarme hasta aquí y preguntarle si nos podía dedicar un poco de su tiempo.

Rhyme se rió, con un sonido que no tenía ni pizca de humor.

– Estoy a punto de que me operen.

– Oh, lo comprendo. Por nada del mundo me gustaría interferir. Estoy pensando en unas pocas horas… No necesitamos mucha ayuda, espero. Mire, el primo Rol me contó algunas cosas que usted hizo en las investigaciones allá en el norte. Tenemos un laboratorio criminalístico básico pero la mayoría del trabajo forense de por aquí se hace en Elizabeth City o en Raleigh. Nos lleva semanas tener alguna respuesta. Y no tenemos semanas. Tenemos horas. En el mejor de los casos.

– ¿Para qué?

– Para encontrar a dos chicas que han sido secuestradas.

– El secuestro es un delito federal -señaló Rhyme-. Llama al FBI.

– No puedo recordar la última vez que tuvimos un agente federal en el condado, aparte de un caso de autorizaciones ilegales. Para cuando el FBI llegue aquí y se instale, esas chicas pueden estar muertas.

– Cuéntanos lo que pasó -dijo Sachs. Había puesto su cara de interés, percibió Rhyme con cinismo y desagrado.

Bell dijo:

– Ayer uno de nuestros chicos del instituto local fue asesinado y una chica del colegio secuestrada. Luego, esta mañana, el criminal volvió y secuestró otra chica. -Rhyme se dio cuenta que la cara del hombre se ensombreció-. Colocó una trampa y uno de mis policías está muy grave. Se halla aquí, en el centro médico, en coma.

Rhyme vio que Sachs dejó de hundir la uña de uno de sus dedos en su pelo para rascar su cuero cabelludo y que prestaba atención profunda a Bell. Bueno, quizá no eran conspiradores, pero Rhyme sabía por qué ella estaba tan interesada en un caso en el cual no tenían tiempo de participar. Y no le gustaba para nada la razón.

– Amelia -comenzó, echando una fría mirada al reloj que estaba apoyado en la pared del despacho de la doctora Weaver.

– ¿Por qué no, Rhyme? ¿En qué nos puede perjudicar?

Apartó su largo pelo rojo hacia los hombros, donde quedó como una cascada inmóvil.

Bell miró una vez más la columna vertebral que estaba en el rincón.

– Somos una unidad pequeña, señor. Hicimos lo que pudimos. Todos mis policías y algunas otras personas estuvieron toda la noche buscando, pero el hecho es que no lo pudimos encontrar, ni a él ni a Mary Beth. Pensamos que Ed, el policía que está en coma, echó una mirada a un mapa que muestra dónde puede haber ido el muchacho. Pero los médicos no saben cuándo se despertará, si lo hace. -Miró a Rhyme a los ojos, implorándole-. Le quedaríamos agradecidos si echara una mirada a las pruebas que encontramos y nos diera cualquier sugerencia sobre el lugar al que se dirige el muchacho. Este tema nos sobrepasa. Nos hace falta ayuda.

Pero Rhyme no comprendía. El trabajo de un criminalista consiste en analizar las pruebas para ayudar a los investigadores a identificar un sospechoso y luego testificar en el juicio.

– Sabes quién es el criminal, conoces dónde vive. El fiscal de distrito tendrá un caso irrebatible. Aunque hubieran fastidiado la investigación en la escena del crimen -de la manera en que la policía de las pequeñas ciudades solía hacerlo- habrían dejado pruebas de sobra para obtener una condena.

– No. no. No es el juicio lo que nos preocupa, señor Rhyme. Es encontrarlos antes de que él mate a esas chicas. O al menos a Lydia. Pensamos que Mary Beth ya puede estar muerta. Mire, cuando esto sucedió me puse a hojear un manual de la policía estatal sobre investigación criminal. Decía que en el caso de un secuestro con fines sexuales generalmente se tienen 24 horas para encontrar a la víctima; después de ese tiempo se deshumanizan a los ojos del secuestrador y le es indiferente matar.

Sachs dijo:

– Llamaste muchacho al criminal. ¿Cuántos años tiene?

– Dieciséis.

– Delincuente juvenil.

– Técnicamente -dijo Bell-. Pero su historial es peor que el de la mayoría de nuestros delincuentes adultos.

– ¿Han hablado con su familia? -preguntó la pelirroja, como si fuese una conclusión inevitable que tanto ella como Rhyme estaban en el caso.

– Los padres están muertos. Tiene padres adoptivos. Registramos su habitación en su casa. No encontramos ningún escondrijo secreto, ni diarios, ni nada.

Nunca se encuentra, pensó Lincoln Rhyme, deseando con ansias que aquel hombre saliera corriendo hacia su impronunciable condado y se llevara sus problemas con él.

– Creo que debemos ayudarlo, Rhyme -dijo Sachs.

– Sachs, la operación…

Ella dijo:

– ¿Dos víctimas en dos días? Podría ir a más. -Los criminales progresivos son como adictos. Para satisfacer su ingente necesidad psicológica de violencia, la frecuencia y gravedad de sus actos van en aumento.

Bell asintió:

– Dices bien. Y hay cosas que no mencioné. Ha habido otras tres muertes en el condado Paquenoke en los últimos dos años y un suicidio cuestionable hace apenas unos días. Pensamos que el muchacho puede estar involucrado en todos ellos. Lo que ocurre es que no encontramos suficientes pruebas para detenerlo.

¿Pero entonces yo no estaba trabajando en estos casos, o sí? Pensó Rhyme antes de reflexionar que el orgullo sería probablemente el pecado que lo destruiría.

Con pocas ganas sintió que su motor mental se ponía en marcha, intrigado por los enigmas que el caso presentaba. Lo que había mantenido cuerdo a Lincoln Rhyme después de su accidente, lo que le había detenido ante la idea de encontrar a algún Jack Kevorkian que le ayudara con un suicidio asistido, eran los desafíos mentales como aquél.

– Tu operación no es hasta pasado mañana, Rhyme -presionó Sachs-. Y todo lo que tienes hasta entonces son esas pruebas.

Ah, tus motivos ocultos están apareciendo, Sachs…

Pero ella tenía un buen argumento. El permanecería largo tiempo inactivo hasta la operación. Y sería un tiempo inactivo preoperatorio, lo que significaba sin whisky escocés de dieciocho años. ¿De todas formas, qué podía hacer un tetrapléjico en una pequeña ciudad de Carolina del Norte? El enemigo mayor de Lincoln Rhyme no lo constituían los espasmos, el dolor fantasma o la disreflexia que asuelan a los pacientes medulares; era el aburrimiento.

– Os daré un día -dijo finalmente Rhyme-. Siempre y cuando no demore la operación. He estado en lista de espera durante catorce meses para conseguir este tratamiento.

– Es un trato, señor, -dijo Bell. Su cansado rostro se iluminó.