Caminó hacia adentro lentamente y los insectos lo ignoraron. Cogió algunas cosas. Le ató las manos por delante y luego la guió hacia el bosque a través del cual habían estado caminando unos cuantos kilómetros.
El muchacho se movía de una manera rara, sacudiéndola en una dirección, luego en otra. Hablaba para sí. Se rascaba los manchones rojizos de la cara. Una vez se detuvo en un charco de agua y lo miró fijamente. Esperó hasta que algún bicho o araña se retirara de la superficie y entonces sumergió su rostro en el agua, mojando su piel ardiente. Miró sus pies, luego se quitó el zapato que le quedaba y lo tiró lejos. Siguieron su camino en la tórrida mañana.
Ella observó el mapa que sobresalía de su bolsillo.
– ¿Adonde vamos? -le preguntó.
– Cállate. ¿De acuerdo?
Diez minutos más tarde la obligó a quitarse los zapatos y vadearon un arroyo poco profundo y contaminado. Después de cruzarlo la sentó. Garrett lo hizo también frente a ella y, mientras miraba sus piernas y escote, lentamente secó sus pies con un kleenex que sacó de su bolsillo. Ella sintió el mismo asco que había tenido cuando por primera vez tomó una muestra de tejidos de un cadáver en la morgue del hospital. Él le volvió a colocar los zapatos, le ató los cordones apretados, asiendo sus tobillos más tiempo del necesario. Luego consultó el mapa y la condujo de nuevo hacia los bosques.
Haciendo sonar las uñas, rascándose la cara…
Poco a poco, los marjales se hicieron más enmarañados y el agua más oscura y profunda. Ella supuso que se dirigían hacia el pantano Great Dismal, a pesar de que no podría imaginar por qué. Justo cuando parecía que no podían ir más allá a causa de las aguas estancadas, Garrett se encaminó a un enorme bosque de pinos, que, para alivio de Lydia, era mucho más fresco que los expuestos pantanos.
Él encontró otro sendero y la condujo por él hasta que llegaron a una colina abrupta. Una serie de rocas llevaban a la cima.
– No puedo subirla -dijo Lydia, luchando por parecer desafiante-. No con mis manos atadas. Resbalaré.
– Chorradas -murmuró el muchacho con ira, como si ella fuera idiota-. Tienes puestos tus zapatos de enfermera. Se agarran bien. Mírame a mí. Yo estoy descalzo y la puedo escalar. ¡Mira mis pies, mira! -Le mostró las plantas. Eran callosas y amarillas-. Ahora levanta el culo de ahí. Cuidado, cuando llegues a la cima no camines más. ¿Me oyes? Eh, ¿estás escuchando? -Otro silbido, una gota de saliva le tocó la mejilla y pareció quemar su piel como ácido.
Dios, cómo te odio, pensó Lydia.
Comenzó a trepar. Hizo una pausa a medio camino, miró hacia atrás. Garrett la observaba de cerca, haciendo sonar sus uñas. Observaba sus piernas, enfundadas en medias blancas y con su lengua se acariciaba los dientes delanteros. Luego miró más arriba, debajo de su falda.
Lydia siguió subiendo. Escuchaba la respiración sibilante del chico a medida que iba tras ella.
En la cima de la colina había un claro y de él un solo sendero llevaba a un tupido grupo de pinos. Lydia comenzó a caminar por el sendero, hacia la sombra.
– ¡Eh! -gritó Garrett-. ¿No me oíste? ¡Te dije que no te movieras!
– ¡No estoy tratando de escapar! -gritó ella-. Hace calor. Estoy tratando de salir del sol.
Él señalo el suelo a un metro. Había una espesa manta de ramas de pino en medio del sendero.
– Podías haber caído dentro -su voz sonó áspera-. Podrías haberlo arruinado.
Lydia miró de cerca. Las hojas de pino cubrían un profundo pozo.
– ¿Qué hay allí abajo?
– Es una trampa mortal.
– ¿Qué hay dentro?
– Ya sabes, una sorpresa para quienquiera que nos siga. -Esto lo dijo con orgullo, con una sonrisa burlona, como si hubiera sido muy inteligente al concebirlo.
– ¡Pero cualquiera puede caer dentro!
– Mierda -murmuró el muchacho-. Esto está al norte del Pasquo. Los únicos que podrían tomar este camino son las personas que nos persiguen. Y se merecen todo lo que les pase. Sigamos caminando. -Otra vez con voz sibilante. La tomó de la muñeca y la condujo bordeando el pozo.
– ¡No tienes que agarrarme tan fuerte! -protestó Lydia.
Garrett la miró; luego disminuyó un poco el apretón, pero su toque suave, demostró ser mucho más preocupante; comenzó a acariciarle la muñeca con el dedo del medio, que a ella le recordaba una garrapata llena de sangre buscando un lugar para agujerear su piel.
Capítulo 4
La furgoneta Rollx pasó un cementerio. El Memorial Gardens de Tanner's Corner. Se estaba celebrando un funeral y Rhyme, Sachs y Thom observaron la sombría procesión.
– Mirad el ataúd -dijo Sachs.
Era pequeño, el de un niño. Los acompañantes, todos adultos, eran pocos. Alrededor de veinte personas. Rhyme se preguntó por qué la asistencia era tan escasa. Sus ojos se elevaron por encima de la ceremonia y examinaron las ondulantes colinas del camposanto y, más lejos las millas de bosque oscuro y tierra pantanosa que se desvanecían a la distancia. Dijo:
– No es un mal cementerio. No me importaría que me enterraran en un lugar como éste.
Sachs, que había estado mirando el funeral con expresión preocupada, le lanzó una fría mirada; con la operación a las puertas no le gustaba que hablara de muerte.
Entonces Thom condujo la furgoneta por una curva cerrada y, siguiendo el coche del departamento de policía del condado de Paquenoke que ocupaba Jim Bell, aceleró por un tramo recto de la carretera; el cementerio desapareció detrás.
Como Bell había prometido, Tanner's Corner estaba a treinta kilómetros del centro médico de Avery. El cartel BIENVENIDOS notificaba a los visitantes que la ciudad estaba habitada por 3.018 almas, lo que podía ser cierto aunque sólo se veía a un minúsculo porcentaje de ellos a lo largo de la calle principal en esa calurosa mañana de agosto. El polvoriento lugar parecía una ciudad fantasma. Una pareja de ancianos estaba sentada en un banco, mirando hacia la calle vacía. Rhyme descubrió dos hombres con aspecto enfermizo y esquelético que debían de ser los borrachos del lugar. Uno se sentaba en el bordillo, con la costrosa cabeza en sus manos, probablemente superando la resaca. El otro estaba sentado contra un árbol, mirando la lustrosa furgoneta con ojos hundidos que aún a la distancia parecían amarillentos. Una mujer flacucha limpiaba perezosamente el escaparate de la tienda de artículos varios. Rhyme no vio a nadie más.
– Tranquilo -observó Thom.