Caminaban cogidos del brazo y muy formales. Aquella tarde Ernesto la acogió bajo su paraguas y, por guarecerla mejor, él se mojó la cabeza y el abrigo. La felicitó por su italiano, que mejoraba de semana en semana, y ella soltó una risita afectando embarazo.
Por un gesto torpe, por una falta de sincronía, al llegar a casa de los Della Rocca, en vez de despedirse como amigos, con dos castos besos en las mejillas, se rozaron los labios. Ernesto se excusó, pero acto seguido se inclinó de nuevo y la besó en la boca; Soledad sintió que el polvo que en todos aquellos años se le había depositado en el corazón se levantaba en torbellino y se le metía en los ojos.
Fue ella quien lo invitó a entrar. Tenía que permanecer escondido en su habitación un par de horas, mientras ella daba de cenar a Alice y la acostaba. Los amos no tardarían en salir y volverían tarde.
Ernesto dio gracias a Dios de que ciertas cosas aún pudieran ocurrir a su edad. Entraron sigilosamente. Soledad llevó al amante a su habitación cogido de la mano, como a un adolescente, intimándolo al silencio con un dedo en los labios. Luego, a toda prisa, le preparó la cena a Alice, se quedó mirándola mientras se la comía lentamente, y al fin le dijo que parecía cansada y mejor sería que se acostase. Alice contestó que quería ver la tele, y Soledad, con tal de librarse de ella, se lo permitió a condición de que la viera en la buhardilla. Alice se fue al piso de arriba, y aprovechó que su padre no estaba para andar arrastrando los pies.
Soledad se reunió con su amante. Estuvieron largo rato besándose, sentados uno junto al otro, sin saber qué hacer con las manos, azorados, faltos de práctica. Al final Ernesto se atrevió a abrazarla.
Mientras él bregaba con el endiablado cierre del sujetador y susurraba excusas por su poca maña, ella se sintió joven, bella y desenvuelta. Cerró los ojos y cuando los abrió vio a Alice en el umbral.
– Coño -se le escapó-, ¿qué haces aquí?
Se apartó de Ernesto y se cubrió los pechos con el brazo. Alice los observaba con la cabeza ladeada, sin sorpresa, como a animales en el zoo.
– No puedo dormir -dijo.
Por una misteriosa coincidencia, Soledad se acordó de aquello cuando, al girarse en un momento dado, vio a Alice en la puerta del despacho. Estaba quitando el polvo de la librería. Sacaba de tres en tres los pesados volúmenes de una de las enciclopedias del abogado, encuadernada en verde oscuro con lomo dorado, y los sostenía con el brazo izquierdo, que ya empezaba a cansársele, mientras con la mano derecha pasaba el trapo por los anaqueles de caoba, hasta los rincones más recónditos, pues una vez el amo se había quejado de que sólo limpiaba lo que se veía.
Hacía años que Alice no entraba en el despacho de su padre. Un invisible muro de hostilidad le impedía franquear el umbral. Estaba segura de que apenas pisara el parquet, de hipnótico dibujo geométrico, la madera cedería bajo su peso y ella se precipitaría en un oscuro abismo.
Todo el recinto estaba impregnado del intenso olor de su padre, los folios ordenadamente apilados en la mesa, los cortinones color crema. De pequeña, cuando iba a llamarlo para la cena, Alice entraba de puntillas y siempre dudaba antes de hablar, por el respeto que le imponía la figura de su padre inclinado sobre la mesa, estudiando sus complicados papeles con gafas de montura de plata. Cuando advertía la presencia de su hija, el abogado alzaba despacio la cabeza y fruncía el ceño como preguntándose qué hacía allí. Por fin asentía, esbozaba un amago de sonrisa y decía: «Voy.»
Alice tenía la impresión de seguir oyendo resonar aquella única palabra en el despacho, como si hubiera quedado atrapada entre aquellas cuatro paredes empapeladas y dentro de su cabeza.
– Hola, mi amorcito -le dijo Soledad. Seguía llamándola así pese a que la joven que tenía delante hecha un palillo se parecía poco a la adormilada criatura que en otro tiempo vestía y llevaba al colegio todas las mañanas.
– Hola -contestó Alice.
Soledad la miró unos segundos esperando que dijera algo, pero Alice, nerviosa, desvió la mirada. La criada siguió con lo suyo.
– Sol -dijo al fin Alice.
– ¿Qué?
– Tengo que pedirte una cosa.
Soledad dejó los volúmenes en la mesa y se le acercó.
– Dime, mi amorcito.
– Necesito que me hagas un favor.
– ¿Un favor? Claro, dime.
Alice se enrolló en el dedo el elástico de los pantalones.
– El sábado voy al cumpleaños de mi amiga Viola.
– Ay, pues qué bien -sonrió Soledad.
– Quiero llevar un postre y me gustaría prepararlo yo. ¿Tú me ayudarías?
– Pues claro, mi vida. ¿Qué postre?
– No lo sé, una tarta, o un tiramisú… o esa tarta que haces tú con canela.
– La tarta de mi madre -dijo Soledad no sin orgullo-. Yo te enseño cómo se prepara.
Alice la miró suplicante.
– Entonces, ¿vamos el sábado a hacer la compra, aunque libres?
– Pues claro, mi vida.
Por un momento, Soledad se sintió importante y en aquella joven insegura reconoció a la niña que había criado.
– ¿Y podrías llevarme a otro sitio? -preguntó Alice.
– ¿A qué sitio?
La muchacha vaciló un instante y luego contestó decidida:
– A hacerme un tatuaje.
– Oh, mi amorcito -objetó Soledad con pena-. Ya sabes que tu padre no quiere.
– No tiene por qué saberlo. Y no me lo verá -insistió Alice, gimoteando.
Soledad sacudió la cabeza.
– Va, Sol, por favor -le suplicó Alice-. Si voy sola no me lo harán, se necesita el permiso de los padres.
– ¿Y entonces yo qué puedo hacer?
– Hacerte pasar por mi madre. Sólo tienes que firmar un papel y no te preguntarán nada.
– Da igual, no puede ser. Tu padre me despediría.
Alice se puso de pronto más seria y la miró fijamente.
– Será nuestro secreto, Sol. -Hizo una pausa-. Al fin y al cabo ya tenemos uno, ¿o no?
Soledad la miró desconcertada, sin comprender al pronto.
– Yo sé guardar un secreto -prosiguió Alice, con calma. Se sentía fuerte y despiadada como Viola-. Si no, hace tiempo que te habrían despedido.
La criada sintió una opresión en la garganta y balbució:
– Pero…
– ¿Sí o no? -la apremió Alice.
Soledad humilló los ojos y murmuró:
– Vale.
Se dio media vuelta y empezó a ordenar los libros de la estantería, mientras se le saltaban dos lagrimones.
10
Mattia era deliberadamente muy silencioso en todos sus movimientos. Aunque sabía que el desorden del mundo no puede sino aumentar, que el ruido de fondo crecerá hasta cubrir toda señal coherente, creía que si ejecutaba con cuidado todos sus actos tendría menos culpa en esta lenta desintegración.
Caminaba apoyando primero la punta del pie y luego el talón, descansando el peso en ambos extremos, con lo que reducía al mínimo la superficie de contacto con el suelo. Había aprendido esta técnica hacía años, cuando se levantaba por las noches y registraba en secreto la casa, porque las manos se le secaban tanto que para seguir sintiéndolas suyas nada le parecía mejor que pasar por ellas algún objeto con filo. Con el tiempo, aquel andar raro y sigiloso había acabado siendo su natural caminar.
No era infrecuente que sus padres se lo encontraran repentinamente de frente, cual holograma proyectado desde el suelo, con su mirada ceñuda y la boca siempre cerrada. Un día a su madre se le cayó un plato del susto; Mattia se agachó a recoger los trozos y bastante le costó resistir la atracción de aquellos bordes afilados. Su madre le dio las gracias con embarazo y cuando él desapareció se sentó en el suelo y allí se quedó un buen rato, derrotada.