Lo conducía al nuevo colegio. Llovía, pero tan levemente que no hacía ruido.
Semanas antes, la directora del instituto científico E.M. los había convocado a él y Adele a su despacho para, según escribió en la agenda de clase de Mattia, «informarles de cierta situación». Al principio se anduvo por las ramas y se explayó hablando de lo sensible y extraordinariamente inteligente que era el muchacho, que en todas las asignaturas sacaba nueve de media.
El señor Balossino, por motivos formales que sin duda sólo a él importaban, quiso que su hijo estuviera presente. Sentado junto a sus padres, Mattia se pasó todo el tiempo con la vista clavada en las rodillas y apretando los puños, con lo que acabó haciéndose sangre en la palma izquierda: dos días antes Adele, en un momento de distracción, había olvidado revisarle las uñas de esa mano.
Mattia oía a la directora como si hablase de otra persona, y recordó el día en que, cuando iba a quinto, la maestra Rita, después de cinco días seguidos sin decir él palabra, lo hizo sentar en medio del aula y pidió a los demás que se colocaran a su alrededor. Empezó entonces a decir que seguramente Mattia tenía un problema del que no quería hablar con nadie, que era un niño muy inteligente, quizá demasiado para su edad, y pidió a sus compañeros que lo ayudaran, le dieran confianza y se hicieran amigos suyos. Cuando le preguntó a Mattia, que se miraba los pies, si quería decir algo, él habló por fin, para pedir permiso de volver a su sitio.
Concluidos los elogios, la directora fue al grano -aunque el señor Balossino no se hizo cargo hasta unas horas después- y comenzó a hablar de cierto malestar manifestado por todos los profesores de Mattia, una vaga sensación de inadecuación frente a aquel muchacho excepcionalmente dotado que no parecía querer relacionarse con sus compañeros.
En este punto hizo una pausa, se reclinó en su cómoda butaca, abrió una carpeta en la que no pareció consultar nada y la cerró como recordando de pronto que había personas en su despacho; insinuó entonces a los Balossino, en muy estudiados términos, que el instituto E.M. quizá no podía responder debidamente a las exigencias de su hijo.
Cuando, durante la cena, su padre le preguntó si quería cambiar de colegio, él se encogió de hombros y se quedó observando el destello del tubo fluorescente en el cuchillo de la carne.
– En realidad no llueve oblicuo -dijo Mattia mirando por la ventanilla y sacando al padre de su ensimismamiento.
– ¿Qué? -preguntó Pietro, sacudiendo la cabeza.
– Viento no hace, o se moverían también las hojas de los árboles -explicó Mattia.
Su padre se esforzó por seguir el razonamiento. En verdad le importaba poco, seguramente no era más que otra excentricidad del chico.
– ¿Y?
– Las gotas resbalan torcidas por el cristal, pero es porque nos desplazamos. Midiendo el ángulo que forman con la vertical se podría calcular la velocidad a la que caen.
Mattia siguió con el dedo la trayectoria de una gota. Acercó la cara al parabrisas, echó el aliento y con el índice trazó una línea en el vaho.
– No empañes el cristal que luego quedan marcas -le advirtió su padre.
Mattia no hizo caso.
– Si no viéramos nada fuera del coche, si no supiéramos que estamos moviéndonos, no habría manera de saber si es por culpa de las gotas o nuestra -dijo.
– ¿Culpa de qué? -preguntó el padre, desconcertado y algo irritado.
– De que resbalen tan oblicuas.
Pietro Balossino asintió con gesto grave, aunque sin comprender. Habían llegado. Detuvo el coche y echó el freno de mano. Mattia abrió la portezuela y una bocanada de aire fresco entró en el habitáculo.
– A la una vengo a recogerte -dijo Pietro.
Mattia asintió con la cabeza. El señor Balossino se inclinó un poco para darle un beso, pero el cinturón lo detuvo. Se reclinó de nuevo en el asiento y observó a su hijo bajar y cerrar la portezuela.
El nuevo colegio estaba situado en una bonita zona residencial de la colina. El edificio databa de tiempos del fascismo y pese a las recientes reformas seguía desentonando en medio de aquellas lujosas villas; era un bloque rectangular de cemento blanco, con cuatro filas horizontales de ventanas equidistantes y dos escaleras de emergencia pintadas de verde.
Mattia subió los dos tramos de escalinata que conducían a la entrada, donde otros chicos esperaban en grupos el primer timbrazo, y se quedó aparte, fuera de la marquesina, aunque se mojaba.
Cuando entró, buscó el panel en que figuraba un plano de las aulas, para no pedir ayuda a los bedeles.
El aula de segundo F estaba al final del pasillo del primer piso. Entró dando un profundo suspiro y aguardó pegado a la pared del fondo, con los pulgares metidos en las presillas de la mochila y una expresión que decía tierra trágame.
Los nuevos compañeros que iban tomando asiento le lanzaban miradas aprensivas, sin sonreírle. Algunos cuchicheaban y Mattia estaba seguro de que hablaban de él.
Se fijaba en los sitios que quedaban libres, y cuando el que había junto al de una chica con las uñas pintadas de rojo fue ocupado, sintió alivio. Al fin la profesora entró en el aula y Mattia se escurrió hasta el único que había quedado sin ocupar, al lado de la ventana.
– ¿Eres tú el nuevo? -le preguntó el compañero, que parecía tan solo como él.
Mattia asintió con la cabeza, sin mirarlo.
– Yo soy Denis -se presentó el otro, y le tendió la mano.
Mattia se la estrechó blandamente y dijo hola.
– Bienvenido -añadió Denis.
5
A Viola Bai la admiraban y temían con el mismo fervor todas sus compañeras, por ser guapa como ella sola y por conocer la vida, a sus quince años, mejor que ninguna, o al menos por aparentarlo. Los lunes por la mañana, en el recreo, las chicas le hacían corro en su sitio y escuchaban con avidez su resumen del fin de semana, que la mayoría de las veces era una astuta versión de lo que Serena, su hermana ocho años mayor, le había contado a su vez el día anterior. Viola se apropiaba de todo, aunque adobándolo con detalles sórdidos de su propia cosecha que a sus amigas les sonaban inquietantes y misteriosos. Hablaba, por ejemplo, de locales en los que nunca había estado, pero describiendo al detalle la iluminación psicodélica o la sonrisa maliciosa que le había dirigido el camarero al servirle un cubalibre.
En la mayoría de los casos acababa con el camarero en la cama, o en la trasera del bar, entre barriles de cerveza y cajas de vodka, donde él le daba por detrás tapándole la boca para que no chillara.
Viola Bai sabía cómo contar una historia. Conocía lo expresivo que puede ser un detalle, y cómo dosificar el suspense para que el timbre de entrada a clase sonara cuando el camarero andaba a vueltas con la cremallera de sus vaqueros de marca: su entregado auditorio se dispersaba entonces lentamente, con las mejillas coloradas de envidia y frustración. Le hacían prometer que continuaría en el siguiente intervalo entre clases, aunque ella era demasiado inteligente para cumplir la promesa: al final despachaba el asunto haciendo una mueca con su boca perfecta, dando a entender que no tenía importancia alguna: era un lance más de su extraordinaria vida y ella lo tenía ya más que superado.
Sexo había practicado de verdad, como también había probado alguna de las drogas cuyos nombres tanto le gustaba pronunciar, aunque solamente con un chico y una sola vez. Ocurrió veraneando en el mar y él era un amigo de su hermana, que aquella noche bebió y fumó mucho y olvidó que una chiquilla de trece años es demasiado joven para ciertas cosas. Se la folló deprisa y corriendo, detrás de un contenedor. Cuando los dos volvían cabizbajos con los otros, Viola le tomó la mano, pero él se soltó con desdén. A ella le hormigueaba la cara y el calor que sentía entre las piernas la hizo sentirse muy sola. En los días siguientes, el chico no volvió a hablarle y ella se lo contó a su hermana, que riéndose de su ingenuidad le dijo: «So tonta, ¿qué te creías?»